Pablo Berger, el cineasta que dirige como quien compone una sinfonía
El director bilbaíno, creador a contracorriente que opta al Oscar al mejor filme de animación con ‘Robot Dreams’, encara su obra con una poética visual ‘retro’
La casa de la familia Berger estaba pegada, en el centro de Bilbao, pared con pared, con un cine. Desde su habitación se podía oír de forma distorsionada la película que se proyectaba. Pero la proximidad de la sala no profetizó su futuro artístico —menos aún que en siete días pueda ganar el Oscar por Robot Dreams, su primer largo de animación—, sino que en su hogar bullía otro arte: la música. El segundo apellido de Berger es Uranga, porque el cineasta es primo de los hermanos Uranga, es decir, de Mocedades; aquel Pablo niño se veía más cercano a ganar Eurovisión que Cannes, un festival que ni siquiera conocía.
Ahí está una de las razones de la extraña carrera de Berger, que a sus 61 años solo ha estrenado cuatro largometrajes: su manera de afrontar los proyectos se asemeja mucho más al de un compositor de sinfonías que al de otros cineastas más prolíficos, como Álex de la Iglesia, su amigo desde que sus pasos se cruzaron en el cineclub de la Universidad de Deusto. Berger ha creado a contracorriente: tras rodar su primer corto, Mama (1988) —en el que la dirección de arte la hizo De la Iglesia—, no saltó al largo a pesar de haber ganado numerosos festivales. Se fue a estudiar a Nueva York, y acabó como profesor de Dirección cinematográfica de la New York Film Academy durante una década. Cuando los amigos creyeron que se iba a quedar allí, casado además con Yuko Harami, fotógrafa y su mano derecha, volvió y rodó Torremolinos 73 (2003). Cuando lo natural hubiera sido que filmara corriendo otra comedia, esperó una década hasta Blancanieves (2012), una película sin palabras, pero burbujeante de música y sonidos, como Robot Dreams: de sus cuatro largos, en dos no hay diálogos. Y todas —falta Abracadabra (2017)— se desarrollan en el pasado, por lo que Berger puede jugar a la omnipotencia creativa hasta en los paisajes.
Para el director la música provoca las sensaciones más profundas de emoción, es el arte que le eriza el pelo, que hace que los ojos se le empañen. Por eso cree que el cine está sobredialogado. “Los directores somos como detectores de mentiras, y yo las detecto no mirando en el rodaje el monitor, sino a los actores. O en Robot Dreams, a los ojos de los personajes: ellos te dicen la verdad”, asegura. Se ve como un compositor visual, alguien que entiende que los planos, su tamaño, el movimiento de cámara son como las notas. Y que en montaje solo se puede dar por buena una secuencia cuando siente que aporta a la sinfonía visual.
Berger encara la obra desde su poética visual porque así se hacía en el periodo de cine que más le interesa, los años veinte del siglo pasado, la década espléndida de directores como Chaplin, Murnau, Buster Keaton, Victor Sjöström. El espectador va antes que el artista. El amante de películas escritas con imágenes, “la esencia del cine”: en su primer año como estudiante en EE UU solo hizo cortos sin diálogos.
Esa calma, esa minuciosa planificación, nace de su lado más zen. En su vida se ha comportado igual. “Todo pasa por algo, todo tiene un sentido, todo hay que disfrutarlo”. Las decisiones fluyen, aunque siempre bajo un férreo control, el suyo. Cada vez que inicia un proyecto, no le dice nada a nadie. Lo deja germinar, y al contrario de lo habitual, escribe el guion sin contárselo ni a sus productores. Solo cuando lleva mucho trabajo adelantado, con la nave lanzada, los llama y los convoca a su oficina. Sandra Tapia, la productora de sus tres últimos trabajos, recuerda que en octubre de 2018, Berger los llamó: “Yo ya no sé nunca qué esperar. Ahí creí que nos anunciaría un musical. Y no, era una película de animación sobre un cómic sin palabras. Empezó a sacar dibujos, nos contó que ya había hablado con la estadounidense Sara Varon, la autora del tebeo. Pablo crea desde la libertad, nada puede interferirle, y los resultados le dan la razón”. Habrá que esperar al musical. O al wéstern.
A pesar de su paciencia asiática, la tozudez, la cabezonería, e incluso cierta chulería sana le salen por los poros. Todos, clichés vascos, algo que se siente sobre todo cuando sale de España. Y de su cartera de anécdotas, alguna confirma su capacidad locomotora de sobrepasar cualquier obstáculo, porque su alma bilbaína se alimenta de un poderoso combustible, bautizable como el “¿cómo que no se puede hacer?”.
Un ejemplo: cada año, De la Iglesia y él pasaban una semana en el Festival de San Sebastián, y en 1989 el certamen anunció que Tim Burton celebraría en Donostia el estreno europeo de Batman. Nada podía interponerse entre dos creadores bilbaínos y el director de Bitelchús. Así que armados con una cinta de VHS con Mama y una carátula pintada a mano, se fueron a la rueda de prensa de Burton y otro de los amigos, Santiago Tabernero, le pidió el dibujo que había estado realizando durante la charla. El californiano se lo regaló y entró a otro trapo: esos veinteañeros querían que viera su corto. Aceptó. Pero, avisó la jefa de prensa de Warner, eso pasaría, si de verdad iba a ocurrir, tras las entrevistas de promoción. Así que las horas pasaron en un pasillo del hotel María Cristina, en el que, a la puerta de la suite, los dos cineastas bisoños esperaban cinta en mano. Hasta que en una entrada y salida de medios de comunicación, la jefa de prensa les avisó de que, además, allí no había ni televisión ni reproductor de vídeo. De la Iglesia, por teléfono, encontró a un amigo, fueron a su casa, cogieron allí monitor y vídeo, y a mano lo cargaron hasta el hotel, donde, dos horas más tarde, Burton vio y se rio con Mama, una comedia negra muy de su cuerda. De paso le regalaron una cámara de juguete de las que al apretar salía disparado del objetivo un payaso de plástico, y se hicieron unas fotos. Nunca más se han cruzado sus pasos, pero en aquella ocasión ganó, de nuevo, el ímpetu de Berger.
En cinco días, Robot Dreams podría ganar el Oscar. La hazaña se antoja compleja. A Berger solo le duele un pálpito: votante de la Academia que ve su película, votante convencido. Si a él le hubieran permitido ir con su DVD de casa en casa...
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