Pandemia: ¡tonto el último!
Aún está por escribir la historia de esos tres meses de 2020 en que la Administración se gastó 2.000 millones de euros en mascarillas. Es para preguntarse qué porcentaje es de comisiones. ¿La mitad? ¿La cuarta parte?
Estos días me entraron ganas de leer El Buscón, de Quevedo, el ambiente llevaba a ello. Me pegué una panzada a reír, pero con aprensión. Es la historia de un pícaro con ansias de ser caballero y huir de su condición que va cambiando de oficio y de señor, y acaba en la corte, en Madrid, donde se cuece todo y a uno no le conocen, para intentar medrar a base de engaños, pero siempre le sale todo mal. Aunque su padre ya le advierte: “Hijo, esto de ser ladrón, no es arte mecánica, sino liberal”. Es decir, requiere destreza intelectual. Siempre creí que dar un pelotazo tiene que ser complicado, exige conocimientos. Me imagino al Koldo este maquinando en casa: “¿Y si ponemos el piso a nombre de la niña?”. Y la mujer: “Pero si tiene dos años, ¿no canta mucho?”. Yo tal vez sobrevaloro el temor de la ley, hasta me amedrentaba no devolver rebobinadas las cintas del videoclub, pero es que siempre pienso que te van a pillar. Y, visto ahora, es que había muchas posibilidades.
En lo de Koldo asombra esa parte tan fiel a la tradición. Ese personaje que atraviesa el tiempo desde el siglo XVI. No salimos de la escopeta nacional, y no es cuestión de progreso, ni hay hecho diferencial. Teníamos a Saza, como un catalán vendiendo porteros automáticos en una montería, y ahora, a un aizkolari cuyo sueño es comprarse tres pisos en Benidorm. Alguien que sale desde abajo y quiere llegar a lo más alto para fumarse un puro, como Francisco Correa que empezó de botones. El inútil que llega lejos de forma inexplicable (todos conocemos a alguien). Las grandes ocasiones que hacen pequeños ladrones, sea el AVE, la visita del Papa, o la pandemia vista como chollo. Cómo debió de ser anunciar, en pleno confinamiento: “¡Cariño, saca el champán, nos vamos a forrar!”. Ahí encerrados en casa con aquella angustia que teníamos todos, pero qué mentalidad hay que tener. Debieron de celebrarlo bajito, para que no les oyeran los vecinos.
Aún está por escribir, y lo que no sabemos, la historia de ese festival de tonto el último entre marzo y mayo de 2020, tres meses en los que la Administración se gastó 2.000 millones de euros en mascarillas. Es para preguntarse qué porcentaje es de comisiones. ¿La mitad? ¿La cuarta parte? Koldo, según el juez instructor, se llevó millón y medio, y fue el que menos de sus colegas. En la operación del hermano de Díaz Ayuso, por ejemplo, las mascarillas costaron medio millón, la empresa se llevó un millón y él, 234.000 euros. Luis Medina y Alberto Luceño, gracias a su contacto con el primo del alcalde, le vendieron al Ayuntamiento de Madrid mascarillas con el precio inflado en un 60%; los guantes, un 81%; y los tests, un 71%.
Ahora, con Ábalos, ya estamos en ese debate epistemológico de cuándo y cómo y por qué se debe dimitir. Cuando estás en eso es que ya es demasiado tarde. Será inocente, pero se trata de un tipo al que puso él. Como ya dijo Pablo Casado, en sus célebres últimas palabras, “la cuestión es si es entendible que el 1 de abril, cuando morían en España 700 personas, se puede contratar…”. Quizá no es el mejor ejemplo, porque los suyos ya le hicieron ver que sí lo entendían, pero ustedes ya me entienden. Ábalos dice que no se va porque para defenderse necesita “una tribuna pública”. Hombre, es que no está para eso, ya se defiende mejor en la tele. Si se debate el plan hidrológico él no va a salir por el grupo mixto para insistir en que ha llegado solo, en su coche. Y no siempre uno se convierte en un apestado. Tito Berni, por ejemplo, se ha reinventado como exitoso empresario de quesos, aunque eso algún aroma sí que debe de tener.
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