De la cultura de la dieta a la maldición de la ‘skincare’
Las rutinas del “cuidado facial” corren el riesgo de convertirse en sinónimo de enfermedad. Millones de personas jóvenes se suman a sus rituales creyendo que se trata de una forma de cuidarse, pero les cae encima la última tiranía corporal
A la diet culture la conocemos desde hace décadas. Me refiero a esa norma higiénica que equipara la delgadez con la buena salud y que hace que todas las personas que habitamos este siglo hayamos estado a dieta alguna vez. Que todas hayamos relacionado nuestro peso con nuestra autoestima en alguna ocasión y que hayamos distorsionado la imagen de la comida, hasta llegar a convertir el alimento en enemigo del cuerpo. Hoy sabemos que la cultura de la dieta no solo no es saludable, sino que es peligrosa para la salud mental. Pues bien, ahora que empezábamos a condenar el bodyshaming [burlarse de alguien por su figura], llega la maldición de la skincare [cuidado facial] para amargarnos la vida y el gesto.
Si la diet culture disparó la anorexia, una enfermedad con claro sesgo de género, la cultura de la skincare se ha impuesto entre las mujeres más jóvenes, que empiezan ya a padecer la cosmeticorexia, el nuevo trastorno que relaciona la compra de cosméticos con la ansiedad. Actualmente, millones de niñas practican una rutina de “cuidado facial” —conocida como skincare— desde los nueve años en adelante. El hashtag #SephoraKids acumula 400 millones de visualizaciones en TikTok y exhibe a niñas prescribiendo cosméticos como si fueran juguetes. Aunque, lo peor de todo, es que las mujeres adultas hemos caído en la trampa. Hemos pensado que algo que empieza por la palabra “cuidado” no debe de ser malo. Que empezar a “cuidarse la piel temprano” podría ser una buena idea para nuestras hijas. Por eso, cuando pisas el Primor de la Gran Vía o el Sephora de la calle de Fuencarral de Madrid, tienes que abrirte paso a codazos entre el furor consumista de las teens, pobres niñas entregadas al sacrificio facial, patrocinado por sus madres y padres.
De manera que hemos pasado de esculpir el cuerpo a esculpir el gesto, un ejercicio destinado al fracaso y a la decepción que hemos maquillado con la palabra cuidado. Más allá del acné, las líneas de expresión, los poros abiertos y las decenas de nuevos fantasmas que nos oscurecen el alma, la skincare es la última promesa de exteriorizar quien cada una desee ser. De rebote, la diet culture se ha relajado un poco. Ahora es posible que una adolescente pueda comer cuando tiene hambre sin culpa, pero habrá de conseguir adaptar su rostro al ideal que tiene de sí misma. Una ambición condenada al fracaso.
Porque cuando una adolescente (o una persona adulta) se mira al espejo, no se está viendo a sí misma, sino que nos estamos viendo como creemos que los demás nos miran. El problema es que lo que nuestra cara y nuestro gesto dice de nosotras es un pozo psicológico sin fondo, ya que las personas, ni de niñas ni de adultas, sabemos del todo quiénes somos. Y la peor forma de averiguarlo es mirarnos al espejo. El problema de la cosmética es que está dejando de ser un encubrimiento para encerrar la promesa de un desvelamiento. El rostro, ya saben, es el espejo del alma. Pero que ese descubrimiento lo tenga que otorgar un producto cosmético o unos hábitos estéticos es la locura. La skincare es pues, desde mi punto de vista, sinónimo de enfermedad. La desgracia es que, una vez más, hemos caído en la trampa. Creímos que era una forma de cuidado, pero era una maldición, típico de nosotras.
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