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Donatella Di Cesare, filósofa: “Hay un complotista en cada uno de nosotros”

Es una de las intelectuales más lúcidas de Italia. En su nuevo libro, ‘El complot en el poder’, afirma que las conspiraciones están ligadas a un problema de impotencia política

Donatella Di Cesare, en la Universidad de Roma La Sapienza, el pasado miércoles.
Donatella Di Cesare, en la Universidad de Roma La Sapienza, el pasado miércoles.Giuseppe Nucci
Daniel Verdú

El mundo cambió de golpe tras la caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. El curso de la historia se aceleró en una dirección irregular. Lo que sucedía dejó de poderse analizar con la lógica del progreso y una gran parte de los ciudadanos, marcados por el resentimiento, se abonó al complotismo. De eso trata El complot en el poder (Sexto Piso, 2023), el último libro traducido al español de Donatella Di Cesare (Roma, 66 años), una de las intelectuales con más peso y lucidez de Italia. Nacida en una familia judía, se formó en Alemania y fue una de las últimas alumnas de Hans-Georg Gadamer. Sus primeras obras se acercan a la teoría de la deconstrucción de Derrida. Más tarde, analizó el nazismo de Heidegger. El trabajo de la filósofa italiana, casi siempre en los afluentes de la política, ha marcado gran parte del debate del país en los últimos años.

PREGUNTA. ¿Somos todos un poco complotistas?

RESPUESTA. Sí, claro. Pero me alejo del concepto de teorías del complot. La cuestión suele formularse en términos de verdadero o falso, como si fueran solo fake news. Y se combaten pensando en cómo evitarlas, verificarlas… Está mal formulado. Los complots no son solo enunciados falsos ni patologías psíquicas. No deliran.

P. ¿Qué quiere decir?

R. Que la corriente anticomplotista es también ineficaz y afecta al mundo de la información. Actuando así, estigmatizando, se corre el riesgo de crear una separación entre el mundo de los medios y el pueblo, que intenta encontrar la verdad. Y eso es peligroso. Hoy todo el mundo se pregunta quién mueve los hilos de nuestros gobernantes, quién tiene el poder. Y la cuestión del complot está ligada a un problema político, al hecho de que nos sintamos excluidos de esa toma de decisiones aunque vivamos en democracia. Nos sentimos impotentes, querríamos tener voz. Lo llamamos desafección y se traduce en la abstención. Pero es un sentido enorme de impotencia.

P. ¿Ante qué?

R. Percibimos la presencia de un poder inaccesible, sin nombre ni rostro. Si hay un problema, la respuesta siempre es: “Lo decidió Europa”. O: “Hay que hacerlo así, son las reglas del mercado”. Y es automático imaginar la política como un dispositivo de poder.

P. Visto como funciona todo, algo natural parece ese complotismo.

R. Sí. Pero no puede ser menospreciado. Es un arma de despolitización de masas. El complotista estándar se sienta en el ordenador e intenta crearse una información él mismo, pero al final se entrega a su impotencia. Intenta desenmascarar ese poder, pero en realidad se entrega a una pasividad.

P. ¿Cuál es la causa?

R. Una es que los partidos ya no tienen la capacidad de involucrar de antes. Eso causa un alejamiento y un aislamiento de la gente. El complotismo no es una duda legítima, sino una que se transforma en dogma sin interés en verificarla. No hay coordinación de la rabia, de la voluntad de cambiar.

P. ¿Dónde nace el complotismo moderno?

R. Un punto de inflexión fue la caída de las Torres Gemelas. Por un lado, por no lograr ya descifrar la historia, entender lo que vendrá. Desaparece la idea del progreso que guio la modernidad, la idea de ir siempre a mejor. Ahí comienza el resquebrajamiento del siglo XXI, la desorientación y el desconcierto. Lo que viene en los siguientes 20 años es un cisne negro tras otro: la crisis económica, la guerra, la pandemia… Cunde la idea de que desaparece el progreso. Y ante ese escenario trágico, la tentación es el atajo e interrogarse sobre quién rige nuestro destino y mueve los hilos del orden mundial.

P. Ya, pero como decía Kurt Cobain, de Nirvana, “ser un paranoico no quiere decir que no te persigan”.

R. Es verdad: los mercados deciden, estamos desposeídos, somos más impotentes… Hay un complotista en cada uno de nosotros. Pero el complotismo nos entrega a esa pasividad que termina premiando a las fuerzas políticas reaccionarias que apelan al resentimiento.

P. El último medio siglo italiano parece el paraíso del complot: los atentados de la plaza Fontana, el asesinato de Pasolini, el de Aldo Moro, la desaparición de Emanuela Orlandi… Todos sin resolver.

R. Italia es la tierra de los complots. Por su historia entremezclada, hecha de intrigas, el país de Maquiavelo. Casi todo lo relevante que ha sucedido en los últimos años se fundamenta en un secreto. Y todos estos casos influyen en el alejamiento ciudadano de la política.

P. ¿Qué efecto ha tenido en la política italiana el complotismo?

R. Mucho, especialmente en fenómenos como el Movimiento 5 Estrellas (M5S). Es muy importante el nexo entre complotismo y populismo. La idea sustancial es que el pueblo ha sido engañado y llega un profeta que enciende la luz y dice que la democracia es una estafa. En el caso de Hermanos de Italia [el partido de Giorgia Meloni] es también evidente. Son la nueva versión de una derecha reaccionaria. Son posfascistas: cargan con la mochila del fascismo, pero adaptándose. El mensaje de Meloni es: “Habéis sido engañados por Europa y por el partido del complot, que es el partido de los extranjeros. De modo que toca proteger Italia para que no sea alterada”.

P. ¿Protegerla de qué?

R. De fuerzas ocultas exteriores: Europa, poderes fácticos, migrantes, las feministas… Es el mensaje ganador.

P. ¿Qué es hoy Meloni y dónde va?

R. Ella llega de esa derecha romana con un pasado inquietante hecho de violencia, antisemitismo, matones y tantos crímenes. Yo viví esos años. Meloni es un trauma para Italia. Para nosotros es un shock que una persona con ese pasado sea jefe del Gobierno. Y la responsabilidad es de la izquierda. Pero su fuerza es que, precisamente, viene del pueblo. Una chica de barrio, de Garbatella. Y eso ya es una distancia con la izquierda. Es un animal político nuevo, muy hábil y difícil de analizar. No estoy de acuerdo con los que la estudian con las viejas categorías.

P. ¿El nacionalismo es una forma de complotismo?

R. Sí, sin duda. El nacionalismo que reivindica una soberanía en peligro a través del complotismo. Siempre subrayando determinadas heridas. Y como lo veo yo, también vale para Vox.

P. Claro. ¿Y para el independentismo catalán? Con la idea de una España que roba y diluye la identidad…

R. Sí… Mutatis mutandis. Pero hay aspectos distintos. Una cosa es la derecha reaccionaria que intenta recuperar un auge en Alemania e Italia. Pero el independentismo catalán tiene elementos relacionados con la tensión dentro del Estado español y plantea el problema de una cohabitación interna. No es tanto una cuestión política.

P. ¿Qué impacto tuvo la covid-19 en el complotismo?

R. La pandemia lo potenció. Fue el intento de explicar con un atajo un evento dramático. Muchos creyeron que se exageraba el peligro para limitar la libertad individual. En Italia, algunos canales, como el TG1, decidieron excluir a los complotistas. Fue un error. No se puede estigmatizar a un grupo de gente. Y más si hay libertad de expresión.

P. ¿Aunque difundan mentiras? ¿Aunque alguien diga que no existe, por ejemplo, el cambio climático desde un periódico?

R. Es un gran problema para el periodismo, en efecto. Hay que analizar caso por caso, pero cuando tienes a alguien que dice estas cosas no sirve excluirlo. Es mejor acoger a quien asume o difunde fake news para contestarles y evidenciarlos con argumentos.

P. ¿No se corre el riesgo de que se convierta en un circo inútil?

R. Pero el otro riesgo es que se cree una separación entre la esfera de la información, protegida desde el punto de vista de la verdad y de la ciencia, y toda otra parte, la de los complotistas. Esa grieta es un problema para la información. En Italia ya ha pasado. Hay una brecha entre los diarios y quienes se construyen su propia información.

P. Usted misma vivió un episodio de marginación en un medio porque sus opiniones sobre la guerra en Ucrania no eran las de apoyar el envío de armas.

R. Viví un momento dramático porque comencé a escribir artículos como el que dice sobre el suicidio de Europa en el que indicaba las posibles repercusiones de esta guerra para Europa y la importancia de que interviniese. Y tuve que dejar el periódico La Stampa para el que escribía. Fue un caso complicado, me convertí en objetivo de ataques y me convertí en un símbolo del pacifismo. Creo que lo que ha pasado en Italia con la información en los meses pasados ha sido devastador e indicativo de los límites del debate público y democrático. Los periódicos se han apoyado en una sola versión y una sola manera de ver la guerra y las voces de quienes, como yo, criticaba o planteaba dudas se marginaban o se agredían.

P. Su posición es de no enviar armas entonces?

R. Mi posición es pacifista de izquierdas. No creo que una guerra entre dos nacionalismos como la que se está verificando traiga ventajas o beneficios. Es más, es una guerra que dañará a los más pobres de todos los países europeos. No creo que estar de parte del pueblo ucranio sea dar armas para utilizar su cuerpo para una guerra que al final es entre la OTAN de una parte y Rusia y China de la otra. Soy europeísta y he siempre creído en el papel de Europa, y uno de los puntos decisivos es que Europa no ha tenido un papel de mediación que debería haber tenido. Y la segunda cuestión más profunda es que en el siglo XXI una guerra de este tipo en Europa es completamente inaceptable. La política no ha ejercido su papel. Pensar que conflictos de fronteras y cohabitación se resuelvan con las armas es absolutamente inaceptable. Esa es mi posición. No es que yo no reconozca el error de la invasión criminal de Putin, pero hace falta verlo también en un contexto para encontrar una solución. Yo creo todavía en la paz, pero se construye con mediadores, no enviando armas. Sobre todo en un contexto nuclear y apocalíptico.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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