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Ideas
Tribuna
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¿Cómo que de ciencias o de letras? Por qué es una mala idea obligarnos a elegir

Formar equipos con expertos en números y humanidades por separado es una salida en falso a un falso dilema. Lo que necesitamos son más personas bilingües

Elegir entre ciencias o letras
Juárez Casa
Kiko Llaneras

Es frecuente celebrar que las grandes empresas tecnológicas están contratando sociólogos o historiadores para sus equipos de datos o de inteligencia artificial, asumiendo prácticamente que no se puede enseñar empatía a físicos o ingenieros. Para algunos, la imagen de una dupla fantástica sería una joven matemática, inteligente pero inhumana, que teclea furiosamente bajo la mirada desconfiada de un filósofo, encargado de vigilar unos algoritmos que ni entiende ni aprecia. Pero ¿cómo va a ser eso un equipo ideal? No tenemos que mezclar humanos de letras y de números, como si fuesen especies diferentes. Esa clasificación es artificial e ineficaz.

Lo que necesitamos son más personas bilingües. Necesitamos gente que pueda hablar de números y también de ideas. Personas que se absorban con un problema y que disfruten de resolverlo por el reto de hacerlo, pero que, además, piensen en las consecuencias de lo que hacen, sean sociales o económicas, positivas o negativas. Si eres una psicóloga preocupada por el efecto de los likes sobre los adolescentes, necesitas entender cómo funcionan las piezas que hay debajo. Y si eres un ingeniero que quiere hacer buenos videojuegos, igual quieres pensar también como un psicólogo, aunque sea un poco, para evitar que tu juego sea demasiado adictivo.

Me parece una obviedad. Si mi equipo trabaja haciendo recomendaciones de canciones, para Spotify o Apple Music, quiero que cada miembro entienda las ecuaciones capaces de sugerir temas que me gustarán con probabilidad 83%. Pero también quiero que sopesen el valor de sorprenderme algunas veces, o incluso de fallar otras. ¿Qué se pierde cuando uno nunca escucha una canción que no le gusta? O siendo más claro: ¿a qué renuncio si Google News o Financial Times nunca me exponen ideas con las que no estoy de acuerdo?

Hay dos miradas reduccionistas que me inquietan por igual. Por un lado, temo a los tecnooptimistas caprichosos, que no piensan en los efectos perniciosos que tiene cualquier nueva tecnología. Caen en una falacia: hacen apuestas unilaterales, mirando solo un cestillo de la balanza, la del uso virtuoso de una innovación, e ignorando los precios a pagar. Pero también me aburren los viejos intelectuales —algunos muy jóvenes—, que se dedican a juzgar cambios sociales y nuevas herramientas desde el desconocimiento y sin atisbo de curiosidad. El miedo a lo nuevo es una pulsión conservadora comprensible, incluso útil, pero es demasiado prevalente en nuestra intelectualidad.

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No creo que el futuro sea de unos ni otros. Espero que se imponga una mirada mixta, ni solo sentimental ni solo técnica. Lo primero no es suficiente: no bastaba con la buena voluntad para demostrar que las vacunas contra la covid-19 iban a funcionar, hubo que hacer experimentos controlados y aleatorizados. Pero lo segundo tampoco: cualquier problema relevante necesita una perspectiva humanista. Los coches autónomos tendrán que resolver conflictos éticos —”¿debo cambiar de carril y golpear al vehículo que viene de frente para esquivar a un peatón despistado que podría cruzar sin mirar con probabilidad 30%?”—. Los dilemas son inescapables.

Un mirada híbrida

La intersección de estas dos culturas es el valle fértil del futuro. Por eso creo que todos deberíamos cultivar nuestras dos facetas, ciencias y humanidades, empezando por la que tengamos más abandonada.

Como me formé en una escuela de ingeniería y las visito a menudo, puedo decir con conocimiento que nuestra disciplina necesita humanizarse, que suena a chiste, pero es cierto. No me refiero solo a ver las aristas sociales del problema técnico en que trabajas, sino a algo general. Por ejemplo, creo que físicos, matemáticos e ingenieros no prestan suficiente atención a la comunicación. De mi época de politécnico recuerdo una actitud casi de orgullo por ser ininteligible, ¡como si fuese una señal de brillantez que no se te entienda! Es al revés. Explicar algo complejo con claridad y eficiencia es una virtud y no verlo resulta un error tremendo en el mundo de hoy: porque la atención es uno de nuestros bienes más escasos.

Pero también llevo años en un mundo de letras, el periodismo y sus alrededores, donde las carencias son numéricas. Mucha gente brillantísima se limita porque desconfía de sus habilidades cuantitativas o analíticas. Y es una pena. Primero, porque esa mirada es útil para cualquiera: da igual si quieres escoger la escuela de tus hijos o entender cambios sociales, en esta era de datos es esencial descifrar lo que dicen los números. Y segundo, porque estas habilidades no son exclusivas de nadie. Saber matemáticas no es algo innato que distinga a ciertas personas; es algo que se aprende. Es como hablar castellano; te resulta natural, pero empezaste balbuceando.

Ni siquiera necesitas saber muchas matemáticas. En realidad, la clave está en pensar despacio, en lo que llamamos analizar, esa labor cotidiana pero delicada de observar ciertas cosas y sacar algunas conclusiones sobre el mundo, evitando sesgos, trampas y errores. Me gusta citar ocho reglas cuando hablo de esto, de lo que llamo “pensar claro”:

1. Acepta la complejidad del mundo.

2. Piensa en números.

3. Protege tus muestras de sesgos.

4. Asume que atribuir causas es difícil.

5. No desprecies el azar.

6. Predice sin negar la incertidumbre.

7. Admite los dilemas.

8. Desconfía de tu intuición.

Son principios de lógica, sobre todo, que siempre se juzgó un conocimiento transversal. Los estudios medievales tenían un primer curso que llamaban trivium desde tiempos clásicos. Por eso decimos que algo es “trivial” cuando es sencillo, porque se estudiaba al principio. En el trivium se cubrían los pilares de la educación, que los antiguos consideraban que eran tres: el primero era la gramática, el arte de combinar símbolos para expresar el pensamiento, y el tercero era la retórica, el arte de comunicar ideas de una mente a otra. ¿Y qué había en medio? En medio estaba la lógica: el arte de pensar.

Por suerte, la mirada híbrida está cada vez más extendida. Tiene villanos, como el grupo de anticuados ojeadores de la NBA que ignoraron al estadístico que quería fichar a Marc Gasol. Ellos le habían puesto un mote, lo llamaban tetas de tío por su aspecto aniñado, y ese prejuicio les impidió ver lo bueno que iba a ser. Pero también tiene héroes. Personas como Barack Obama, para mí un estandarte de la mirada híbrida: un político humano, licenciado en leyes, que usaba un truco para gobernar medio mundo: pensaba en probabilidades.

Lo explica en sus memorias. Al poco de llegar a la presidencia, Obama descubrió que ninguno de los problemas que acababan en su escritorio tenía realmente solución. “De haberla tenido, alguna otra persona que estuviera por debajo de mí en la cadena de mando ya lo habría resuelto”. Todos enfrentamos problemas que no tienen una respuesta nítida y evidente. Da igual si eliges carrera o si estás pensando en pedir una hipoteca. Vivimos en la incertidumbre y, aunque nos desagrada, tenemos que lidiar con ella. Pero ¿cómo se actúa en la niebla de la duda? Como explica Obama, esperar a tener una solución perfecta “conduce a la parálisis”, pero tampoco vale con seguir tu instinto, porque eso implica dejar que tus decisiones se guíen por “las nociones preconcebidas y la vía de menor resistencia”. Su alternativa era pensar en números y escoger: “Yo lidiaba constantemente con probabilidades[:] una probabilidad del 55% de que tal enfoque en lugar de tal otro pudiera resolver el problema; una probabilidad del 30% de que lo que fuera que eligiéramos no funcionara en absoluto, junto con una del 15% de que en realidad agravara el problema”.

Obama, quizá la persona con más vidas en sus manos, tomaba decisiones firmes y luego descansaba por las noches, no por sentirse infalible, sino porque confiaba en una mezcla de buena voluntad y frío método. Tenía una mirada sofisticada del mundo, que no era ni de ciencias ni de letras, sino híbrida.

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Sobre la firma

Kiko Llaneras
Es periodista de datos en EL PAÍS y doctor en ingeniería. Antes de llegar al periódico en 2016 era profesor en la Universitat de Girona y en la Politécnica de Valencia. Escribe una newsletter semanal, con explicaciones y gráficos del día a día, y acaba de publicar el libro ‘Piensa claro: Ocho reglas para descifrar el mundo’.

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