Felipe
González llegó a ser la constatación de que el país había cambiado de verdad


Principios de 1977. Faltaba poco para la legalización del PSOE, que unos meses antes había celebrado su último congreso clandestino. En el sótano del restaurante La Ancha, en la madrileña plaza de Cataluña, los componentes de la pequeña redacción de la revista Cuadernos para el Diálogo, apenas dos docenas de personas dirigidas por Pedro Altares reciben a Isidoro, el joven secretario general socialista que poco después desvelaría a la opinión pública su auténtico nombre: Felipe González. Viene acompañado únicamente de un tipo enclenque que ejercía de conductor y guardaespaldas que se llamaba Juan Alarcón. El inolvidable Juanito Alarcón. La redacción de Cuadernos estaba muy politizada: militantes socialistas, comunistas, maoístas, anarquistas, sindicalistas de las dos centrales…, hay incluso algún independiente. Cuando acaba la cena e Isidoro ha terminado de hablar y de contestar preguntas, la mayoría estaba como si hubiera visto a Dios. Un Isidoro todo carisma ha contado su proyecto a largo plazo para España. Pocos meses después, la noche del 15 de junio de ese año, cuando se celebran las primeras elecciones generales, Felipe González —ya no Isidoro— acude a la redacción de la calle del Jarama, donde estaba situada Cuadernos para el Diálogo, para saludar a Altares y sus periodistas. Tal vez le acompañe Alfonso Guerra.
Entre esa fecha y octubre de 1982 —se cumplen ahora 40 años— Felipe (“que todo el mundo me llame Felipe es uno de mis grandes privilegios”) llegó a ser para muchos españoles (al menos casi la mitad de los votantes) más que un líder, un político, un socialista o un futuro presidente. Era la constatación de que este país había cambiado de verdad. En muchas casas estaba su póster junto al Guernica o incluso al del Che. No es una exageración.
Lo cuentan al menos dos libros muy interesantes que han aparecido coincidiendo con la primera victoria de los socialistas en la democracia. Desde la sala de máquinas, un ensayo de Ignacio Varela (Por el cambio, Deusto) y desde el exterior más lejano un artefacto (“no es un libro de historia, ni una biografía, ni una crónica periodística, ni un ensayo político”), titulado Un tal González (Alfaguara), que Sergio del Molino, su autor, define como una novela.
Varela estuvo en el equipo electoral de González y trabajó 11 años en La Moncloa como subdirector del gabinete de Presidencia del Gobierno. Fue, pues, un actor del cambio más que un simple espectador privilegiado. Su texto tiene alto valor añadido. Del Molino aborda el periodo 1969-1997 a través del presidente que asentó la democracia y propició “el cambio histórico más profundo y espectacular del país”. Y termina su brillante texto con esta reflexión rotunda: “Con sus miserias, con todo lo que no funciona, con sus injusticias, su crueldad y con su fatalismo, esta España que tanto debe a aquel octubre de 1982 es uno de los mejores rincones del mundo. Se ha asentado en el lado privilegiado del planeta, ese sitio donde hasta el más pobre come, donde ni el analfabetismo ni la violencia se enseñorean de nada, donde las mujeres no temen el garrotazo de un policía de la virtud y donde puedo escribir lo que me dé la gana”.
Ambos volúmenes registran aquellas obsesiones que Felipe González trasladó a los periodistas de Cuadernos para el Diálogo en 1977: España se ha perdido las dos primeras revoluciones industriales, no puede permitirse el lujo de dejar atrás la tercera, creación de un Estado del bienestar universal y de calidad (pensiones, sanidad, educación y seguro de desempleo), acabar con las asonadas militares y hacer de nuestro país una democracia normalizada, terminar con el terrorismo etarra; y el gran contexto de todo, Europa.
A cada quien le corresponde poner en la balanza lo que consiguió, lo que se dejó por el camino, y lo que apareció y no figuraba. Del Molino, de 43 años, que no conocía a González cuando comenzó su investigación, concluye que es la figura política española más importante del siglo XX, lo que no se apreciará hasta que muera.
Algunos le tirarán piedras por reconocerlo.
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