Queremos entender: cómo conseguir que las grandes empresas y las administraciones hablen claro
Varias iniciativas promueven un lenguaje legal comprensible. Las multas millonarias a algunos bancos muestran que las instituciones, públicas y privadas, están obligadas a comunicar con transparencia
Este año se celebran conmemoraciones de James Joyce y Marcel Proust, dos autores clave de la literatura del siglo XX conocidos por su complejidad: el sinuoso discurrir del monólogo interior del irlandés o esas interminables frases de aliento asmático del francés. Sin embargo, estas lecturas para paladares exquisitos no tienen nada que envidiar en cuestión de complejidad a otras a las que el grueso de la ciudadanía se ve obligada cotidianamente: al recibir una notificación de Hacienda, pagar una multa, desentrañar la letra pequeña de un producto financiero, comprender la factura de la luz o aceptar los términos y condiciones de uso de una aplicación informática. Es el lenguaje administrativo con el que empresas y administraciones tratan de comunicarse con nosotros, sin mucho éxito. Hay quien se revuelve y reivindica el derecho a entender.
“En uso de la facultad que me confiere la letra n) del punto 2.2 del artículo 15 de los Estatutos del Organismo Autónomo ‘Agencia Tributaria de Madrid’ aprobados por el Pleno del Ayuntamiento de Madrid, (…) habiendo finalizado el plazo de ingreso en periodo voluntario de las deudas que figuran en la relación o soporte informático que se adjunta, correspondientes a los deudores en ellos identificados, sin haber sido aquellas satisfechas, y habiendo comenzado el periodo ejecutivo y, por tanto, el devengo de los intereses de la demora, dicto la presente providencia y liquido el recargo del periodo ejecutivo que corresponde según el artículo 28 de dicha ley, requiriendo expresamente al obligado para que efectúe…”, se lee en una multa de la Comunidad de Madrid.
En este tipo de lenguaje abundan palabras de difícil comprensión (incoar, emolumento, eximio, potestativo, etcétera), los tecnicismos, los arcaísmos, las estructuras sintácticas enrevesadas, en pasiva, el encadenamiento de frases subordinadas o de verbos en gerundio, un galimatías que obscurece el contenido hasta hacerlo propio de un alquimista medieval. El informe ¿Habla claro la Administración pública?, elaborado por la agencia Prodigioso Volcán, arroja, después de analizar 760 casos, que un 78% de los textos que se nos dirigen no son claros y un 85% de los trámites son difíciles de realizar. Además, un 81% de la población asegura haber firmado un contrato sin acabar de entenderlo (probablemente fingiendo cara de enterada) y un 40% confiesa que no es capaz de comprender lo que le dice su entidad bancaria, según un informe de la Asociación de Usuarios de Bancos, Cajas de Ahorros y Seguros (Adicae). Curiosamente, el fenómeno se mantiene en una época en la que muchos productos, tecnologías, empresas se enfocan en hacernos la vida más sencilla mediante iconos, señalética, procesos simplificados, gestiones a distancia, o un lenguaje más cercano y coloquial.
“Toda institución pública o corporación privada tiene la obligación de comunicar de manera que lo pueda comprender el menos formado de los destinatarios”, afirma Arsenio Escolar, director de la revista Archiletras. En su número 14, dedicado a este asunto, publica un Manifiesto por un lenguaje claro en la Administración elaborado por Estrella Montolío, catedrática de la Universidad de Barcelona. En él se señala que unos textos más comprensibles redundan en una mayor confianza en las instituciones. Reclama una comunicación más clara, menos amenazante y jerárquica, que llegue a toda la sociedad: “La Administración debería ofrecer un modelo de comunicación clara que sirva como modelo y ejemplo de buenas prácticas comunicativas para las organizaciones privadas; y no al revés”.
Un hito en la protesta contra el lenguaje abstruso fue el de la británica Chrissie Maher, que, en 1979, durante la dura crisis económica que acompañó al Gobierno de Margaret Thatcher, trituró documentos delante del Parlamento, frustrada por no poder acceder a ayudas públicas. En el libro Silencio administrativo (Anagrama), publicado en España en 2019, la escritora Sara Mesa relata el infierno burocrático, en parte propiciado por el lenguaje, que vive una persona sin hogar a la hora de acceder a las ayudas sociales. Porque la problemática del lenguaje administrativo no es solo estilística: esos laberintos de palabras se transforman en laberintos en el mundo de carne y hueso. Dificultad para obtener ayudas y subvenciones, para cumplir con los deberes ciudadanos, para obtener información, para tomar decisiones, para conocer la legislación, para contratar servicios o para ejercer derechos, lo que no solo provoca frustración, sino también vidas peores, sobre todo entre los más vulnerables.
“No se trata de que el lenguaje sea menos riguroso, sino de poner los medios para que el ciudadano lo comprenda. La Administración debe estar al servicio del ciudadano y no al revés”, según el periodista Javier Badía, autor del blog lenguajeadministrativo.com. Según él, este tipo de lenguaje hunde sus raíces en la historia de España: viene de un Estado todopoderoso donde en vez de ciudadanos había súbditos y esta forma de expresión acentuaba la verticalidad. Trae a la cabeza a aquellos sacerdotes preconciliares que, en aras del misterio y el sometimiento, daban la misa de espaldas y en latín. “La retórica barroca que usa la Administración está más ideada para ocultar que para transmitir”, dice, “señala dónde está la autoridad”.
Más allá de la necesidad de un lenguaje claro, está la necesidad de una comunicación clara, como señalan Mario Tascón y Estrella Montolío en su libro Comunicación clara (Catarata) y ponen en práctica en su Prodigioso Volcán, una agencia de comunicación y consultoría, que tiene un departamento dedicado a este menester. “La comunicación clara va más allá del lenguaje textual, también incluye el lenguaje visual, que es otro pilar importante”, dice Judith González, responsable del citado departamento, “puedes encontrar un texto perfectamente comprensible, pero si en la web el contraste no es el adecuado habrá gente que no lo va a poder leer. El diseño de los PDF, de los formularios, de los trámites, todo eso importa”. En Prodigioso Volcán han colaborado con numerosas instituciones para clarificar su lenguaje. Por ejemplo, con el Ayuntamiento de Madrid, en cuyas multas no decía “multa”, sino “notificación de denuncia y apertura de expediente sancionador”.
Hay más iniciativas. El pasado mes de junio se constituyó la Red Panhispánica de Lenguaje Claro (Red-PHLEC), que, impulsada por la Real Academia Española (RAE), busca coordinar las iniciativas que se dan en el mundo hispanohablante. Entre 2018 y 2020, el Banco de España puso 37 millones en multas a 13 entidades financieras (sobre todo Santander, ING, Bankinter o CaixaBank) por malas prácticas en su información, entre ellas, la falta de claridad y transparencia. “Existen normativas que regulan hasta el tamaño de letra de los contratos”, señala González, “se trata de que cuando contrato un plan de pensiones, compro acciones o firmo una hipoteca, entienda a lo que me estoy comprometiendo. Que lo entienda yo misma, no que necesite un asesor que me lo explique”.
Pero, aunque algunas instituciones hagan esfuerzos en clarificar los mensajes, y aparezcan tecnologías, como el programa Easydoc, que ayudan a entender la documentación legal, el problema sigue enquistado. Arsenio Escolar y Archiletras han elevado la reivindicación a autoridades como el presidente del Gobierno, la presidenta del Congreso, el Defensor del Pueblo, el director de la RAE o el del Instituto Cervantes. “Al menos nos han recibido”, dice Escolar, “no sé qué caso nos acabarán haciendo”.
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