Atrapado en un crucero zumba
Los rituales son una constante humana desde hace miles de años y el retroceso de las religiones ha disparado los sucedáneos. Por casualidad, pude presenciar una catarsis colectiva a bordo de un ferri
Los primeros rastros de pensamiento mítico-religioso son, según algunos autores, de hace 200.000 años: círculos de cráneos de oso en una cueva suiza. En Jericó hay restos de lugares sagrados de 7.000 años antes de Cristo. Esta constante humana es patente hoy, por el retroceso de las religiones, que llena todo de sucedáneos y dispara la pulsión gregaria, los seguidores. Al mismo tiempo que se concentra en sí misma, la gente vuelca su espiritualidad en un equipo, en un país, en Instagram, en la defensa de una idea —suele ser una— y se la ve ávida de certezas, de lirismo, de elevación, de que la vida sea algo más. En general, con tal de no leer, hace lo que sea. Este verano presencié una de estas catarsis colectivas por casualidad, en el ferri Barcelona-Civitavecchia, el puerto de Roma.
Un mensaje inofensivo, ya inquietante, se oyó por megafonía tras embarcar a medianoche: “¡Hola familia!”. Que alguien pudiera considerarme de su familia me llenó de temor. Convocaban a un grupo organizado para la bienvenida. Me dormí pensando que no iba conmigo, pero me incumbía directamente: ellos sí iban conmigo. Cuando al día siguiente subí a desayunar al bar de cubierta ya estaban en acción. Habían ocupado una amplia zona, y esto en cuanto al espacio, porque el estruendo musical se extendía por varias millas marinas y quizá afecte a la reproducción de cachalotes. Eran unas 200 personas haciendo un baile gimnástico a un ritmo machacón, a las órdenes de unos monitores en un escenario, con vestimenta fosforito. Muchas padecían cierta arritmia crónica y yo las dejaría por imposibles, pero se aplicaban sudando bajo un sol abrasador sobre la chapa metálica del puente. Era el infierno en la tierra, bueno, en el mar, y habían pagado por ello. Estuvieron ahí todo el día. No me han dado una tabarra más monumental en mi vida, el viaje dura casi un día. Ahora bien, era digno de verse. Parecía una película de Sorrentino, aunque eran todos españoles, y una de esas escenas crueles suyas, con personajes improbables, que muestran qué sociedad tenemos.
No sabía qué era aquello y, como siempre que me pasa eso, era “un evento”. De zumba, me explicaron. Se juntaban adeptos de toda España un fin de semana. Me quedé con una frase que me dijeron: “Cero inhibiciones”. Cuánto eché de menos en ese momento las inhibiciones, cortarse un poco, y no tanta exhibición. En ese trayecto me gusta sentarme cerca de los corros de camioneros, para oír sus historias. Pero también estaban anulados y, al no poder hablar, observaban anonadados con una cerveza. Fantaseé con que el sumo sacerdote se arrojaba por la borda en un momento de delirio y todos le seguían. Hablé con algunos y eran majos, pero hay gente sola que en masa hace cosas temibles. Empezaron a las 10.00 y empalmaron las horas con distintos maestros de ceremonias hasta las 20.30, parando solo a comer.
El resto de pasajeros nos agrupamos instintivamente en la popa, acojonados. Se oía menos el ruido y contemplábamos con melancolía la estela de la nave en el mar, como inadaptados. Mirábamos el camino hecho, evitando pensar en el que nos quedaba. Lo increíble fue descubrir que los iniciados de la zumba hacían un viaje a ninguna parte: un día iban hasta Italia y al llegar no bajaban del barco —el que quería visitaba Civitavecchia que, en fin, te puedes morir sin verla—. Hacían fiesta a bordo hasta el alba y volvían al día siguiente, haciendo lo mismo. Me invadió una tristeza profunda. Me pareció una buena metáfora de algo actual, sin sentido, pero no sé bien de qué, un poco todo.
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