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Marina Garcés: “Vivimos una inflación del yo, alimentada por no saber cómo pensar el mundo”

La ensayista catalana reflexiona sobre cómo entenderse a través de los demás y rescata una frase de su abuela a su abuelo: “Vivo a tu lado dentro de mi mundo”

Marina Garces
Marina Garcés en el Ateneu barcelonés el pasado día 22.CRISTÓBAL CASTRO

Marina Garcés (Barcelona, 49 años) está nerviosa. La filósofa y profesora dice que su último libro, el compendio de ensayos Malas Compañías — a la venta con Galaxia Gutenberg— “es un poco espiritista”. Que aquí se ha saltado las reglas del ensayo clásico al convocar en un mismo texto “a los buenos y malos espíritus” de su vida. Una reunión casi imposible por la que transitan el director Joaquim Jordà, el Vaquilla, el personaje Tristram Shandy, la leyenda de las amazonas, el escritor Pol Guasch, la filósofa Wendy Brown o, entre muchísimos otros, su abuela; sobre la que escribe en el último texto del libro, el más personal de su carrera. Un referente que le ha enseñado, más que cualquier autoridad epistemológica, el significado de la comprensión y de sentirse amado.

Explorando la idea de libertad y comunidad, Garcés —la que reflexionó sobre su implicación en el activismo y los movimientos sociales en Ciudad Princesa (2018)— reivindica lo extraño porque, como escribe, la filosofía es atreverse a ir con gente rara. “Aquí hay un encuentro imposible de un nosotros que va más allá del grupo, que nos anima a deshacernos de nuestras seguridades, propiedades y lugares comunes”, apunta en la terraza del Ateneu Barcelonès. El mismo espacio al que, como cuenta, su abuela Ció acudía a talleres de escritura creativa poco antes de morir, durante la pandemia

Pregunta. “Vivo a tu lado dentro de mi mundo”. Esta frase en una de las cartas de juventud de su abuela a su abuelo resume el espíritu del libro: entenderse, y pensarse, a través de los demás. Usted lo reivindica como práctica política, ¿por qué?

Respuesta. Este ejercicio de filosofía acompañada, que es un poco el hilo de mi pensamiento político, no trata de la autoridad de la voz propia, sino de la posibilidad de enlazar voces para crear mundos comunes.

P. Le declara la guerra a la autoayuda del “sé tú mismo”. Escribe: “Piensa a fondo tu vida, pero no te busques a ti mismo”.

R. Más que un yo fuerte, como el de la modernidad, vivimos con un yo hipertrofiado, que se autofagocita. Las redes han alimentado esta visión. Vivimos una inflación del yo alimentada por el hecho de no saber cómo pensar el mundo. El yo es el único mundo posible en una sociedad incierta que imposibilita los lugares comunes.

P. Y ahí se muestra crítica con la idea de la voz auténtica. Reflexiona sobre las cacofonías, las de esa gente rara inesperada, que se necesitan para entendernos. A las redes se las acusa de ser una caja de resonancia que anula nuestro pensamiento crítico, ¿las ve negativas?

R. Yo no soy nada tecnófoba ni alarmista. También las uso. La pregunta es hasta qué punto hacemos usos autorreferenciales tanto de las redes como de nuestro consumo cultural, dando vueltas sobre nosotros mismos. Podemos hacer el ejercicio contrario: apostar por una ventriloquía que vaya más allá de esa filosofía segmentada.

“Estamos a la intemperie, en un mundo en el que no nos podemos proteger, nadie está a salvo”

P. Lamenta que ese consumo cultural se haya convertido en algo superficial, reducido a cuántos libros leemos o las películas que vemos.

R. La cultura, o si lo llamamos, por desgracia, consumo cultural, también es un mercado de targets. Un club de nombres. Nos encierra en perfiles en los que no hay experiencia de la extrañeza ni posibilidad de encuentro.

P. Sobre encontrarse, dice que “la distancia es la condición de cualquier relación y que la comprensión es la manera de sostenerla”.

R. Muchas veces sabemos cosas que no comprendemos. Tragamos información, conocimiento, lo que sea, y lo hacemos muy solos. No hay contexto, no hay distancia, no hay proximidad con lo que ocurre. Vamos a la escuela y aprendemos cosas que no comprendemos. El aprendizaje es ese equilibrio inestable entre la adquisición de conocimiento y aquello que no sabemos. Y otra cara de esa relación es la comprensión.

La filósofa y escritora Marina Garcés el pasado 22 de agosto.
La filósofa y escritora Marina Garcés el pasado 22 de agosto.CRISTOBAL CASTRO

P. ¿Es posible comprender sin legitimar el mal?

R. ¿Cómo comprender sin juzgar a la otra cara? Esto lo hacemos con los likes, pero también con los sistemas morales. Confundimos comprender con juzgar y emitimos un juicio como si eso lo justificara.

P. ¿Y eso no está bien? En estos tiempos polarizados, a los equidistantes se los acusa de tibios.

R. Ni el juicio ni la justificación funcionan. Hay que encontrar otra forma de relacionarse con las cosas. Es algo que practica el inspector Maigret en los libros de Georges Simenon: ejerce una mirada de comprensión sin juzgar. Y eso no significa neutralidad, es una mirada que va más allá.

P. Sobre la fantasía occidental de sentirse a salvo, dice que, por mucho que queramos aferrarnos a esa idea, todo es un simulacro y el bienestar siempre está amenazado.

R. Vivimos en una época en la que continuamente hablamos de aquello que nos da miedo: la pandemia, el cambio climático, el terrorismo. Todo es una amenaza. Por otro lado, construimos ficciones de seguridad, entendidas también como ficciones de libertad.

Construimos ficciones de seguridad entendidas también como ficciones de libertad

P. ¿Como cuáles?

R. El Estado construye las fronteras para decirte que ahí estarás a salvo y te protegerá. Por eso aceptamos volar y entramos a los aeropuertos como si entráramos en la cárcel. También está la versión de la domesticidad, compramos la idea de que en casa estamos a salvo. Nos ponemos calcetines gruesos al llegar a casa, nos ponemos cómodos y nos decimos: aquí descanso.

P. ¿Y no deberíamos creerlo?

R. Hoy en día, con la especulación inmobiliaria, e incluso con la incorporación en nuestras casas de la vida digital, vivimos en una nueva intemperie: la de un mundo en el que no nos podemos proteger. Nadie está a salvo, ni quien se encierra en una pequeña comunidad de propietarios.

P. También cree que la idea de libertad es impertinente, ¿por qué?

R. ¿Quién se puede creer libre? La libertad en abstracto no existe, siempre es un modo de poderse relacionar. ¿Quién se puede permitir la ficción de que él o ella o una sociedad es realmente libre? De nuevo, es una ficción propietaria de quien puede sentirse dueño. Y digo dueño porque ha sido una ficción muy masculina. No hay nadie que sea realmente libre, solo la impertinencia de saberlo.

P. Critica esa idea de “ciudadanos que se creen tolerantes y se limitan a intercambiar gastronomías, fusionar estilos musicales y aprender idiomas, pero no se hacen preguntas”.

R. Responden a modelos de ciudades que encubren su violencia con un discurso aparentemente diverso, acogedor, múltiple y colorista. Ahora están pasando muchas cosas que están borrando esa idea de ciudad feliz y de escaparate. Literalmente, los estamos apagando. La pandemia ha ayudado a que se empiece a hablar de forma más honesta de los materiales reales de nuestras vidas, de nuestras casas, de los desahucios, de nuestras pobrezas y soledades.

P. Dice que los ciudadanos cada vez somos más cultos, pero más obedientes.

R. La aspiración sería poder hablar de ciudades que fuesen no solo un lugar físico, sino de encuentro de todos los modos y formas de vida posibles. Y no solo para circular o consumir. En realidad, lo único que justifica ya una ciudad es la circulación en todos los sentidos: de dinero, de valor, de modos de vida. Eso rompe el vínculo social. No hay encuentro, ni posibilidad de desencuentro.

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