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Ideas
Tribuna
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El líder carismático, el complot, el pasado glorioso: los mitos de la política producen monstruos

Nadie está libre de la fascinación por las mitologías políticas: prometen orden en vez de caos, seguridad en vez de miedo

Mitologías políticas. Ilustación suplemento Ideas 17/04/22.
Mitologías políticas. Ilustación suplemento Ideas 17/04/22.Juárez Casanova

En algún instituto del mundo, sentado en la última fila, dormita el próximo Homero de nuestra Odisea política. Material no ha de faltarle, pues hoy, como siempre, proliferan todo tipo de mitologías: hordas bárbaras, jóvenes lotófagos, amazonas asesinas, grandes timoneles, naciones angélicas, Ítacas, Numancias y Troyas. Sobre todo Troyas. Según estudia Raoul Girardet en Mitos y mitologías políticas, todas estas fantasías, que los políticos llaman “relatos”, y que yo prefiero llamar “cuentos”, suelen organizarse en cuatro familias.

Primero está la familia mítica de la edad de oro, que suspira por un pasado feliz y glorioso, en el que las naciones, religiones o razas todavía no se habían adulterado ni mezclado. Edad que muchos consideran dichosa, no tanto porque se ignorasen las palabras de tuyo y mío (lo cual podría darle malas ideas a los cabreros), sino porque cada uno estaba en su casa y Dios en la de todos. Si fuese una bandera, su lema sería: “Orden y regreso”.

En segundo lugar se halla el mito del complot, que responsabiliza de todos los males a algún grupo malévolo o resentido, que estaría dispuesto a maquinar contra la buena gente de toda la vida con el objetivo de hacerse con el poder. De este modo, la angustiosa complejidad del mundo, que nos envuelve como una niebla contra la que no sabemos cómo luchar, se transforma por arte de magia en una serie de miedos, simples y concretos, que creemos poder conocer y controlar. En política y en religión, contra el diablo se vive mejor.

En tercer lugar está el mito del líder carismático, del que se espera que libere a la comunidad amenazada por las fuerzas del mal. Son los Jeremías que anuncian la inminencia de un apocalipsis que nunca se produce, los Savonarolas que caminan descalzos sobre las brasas de la hoguera de las vanidades, los Torquemadas que juran coger por los cuernos a un demonio de paja que ellos mismos han rellenado, los timoneles que prometen devolvernos a Ítaca de una tacada, y los caudillos, los führer y demás flautistas de Hamelín que, en vez de llevarse las ratas al río, se llevan a los niños a la guerra.

En cuarto y último lugar se halla el mito de la unidad. Religiosa, nacional, racial, no importa, porque lo que realmente la define es el odio que siente hacia sus enemigos, exteriores o interiores, casi siempre tan imaginarios como ella misma. Desarreglada por un estado permanente de excepción, la comunidad se siente legitimada a mentir, a marginar o a matar en defensa propia, erigiéndose de ese modo en una verdadera unidad de desatino en lo universal.

Parece que el algoritmo de la historia nos sugiere siempre la misma película: un lugar maravilloso habitado por un grupo de gente buena y simpática se ve atacado por una horda oscura de seres malvados de los que será salvado gracias a un héroe que les devolverá su unidad y su fuerza originarias. Sólo los collares cambian, los perros feroces y los amos de la casa permanecen.

Pero que los mitos políticos sean una especie de estructuras trascendentales que se repiten de generación en degeneración no significa que debamos resignarnos a ellos. Puede que estemos condenados a vagar en un laberinto de espejos deformantes. Pero aun así podemos estudiar la balística de sus distorsiones, con el objetivo de contrarrestarlas, como en las anamorfosis barrocas. Quizá así la historia deje de repetirse, no ya como tragedia o farsa, como decía Marx, sino como un vídeo de gatos que saltan al verse en el espejo.

Por eso, frente al mito de la edad de oro prefiero la realidad de este presente de barro (que es perfecto para un cerdo de la piara de Epicuro). Si el ser humano es más o menos el mismo en todas las épocas y en todos los lugares, no tiene sentido añorar el paraíso y el hombre edénico, ni esperar la parusía y el hombre nuevo, sino cultivar este “jardín imperfecto” que somos, según la feliz expresión de Montaigne. Mejor prohibirse, con Píndaro, el “aspirar a la vida inmortal”, para obligarnos, en cambio, a “agotar toda la extensión de lo posible”. Me basta, pues, con defender aquellas políticas sociales que logren reducir el sufrimiento y la ignorancia, pues creo, con Paul Éluard, que otros mundos son posibles, sólo que dentro de este mundo.

Frente al mito del complot, prefiero buscar, tras el rebaño imaginario de los chivos expiatorios, a los gigantes reales de la ignorancia, la injusticia, el fanatismo y el nihilismo. Y tratar de resistir a la tentación de la simplicidad, porque el mal tiene muchas fuentes, y muchos afluentes, aunque es posible que la principal causa de nuestros males resida precisamente en creer que todos nuestros males proceden de una única causa.

Tampoco quiero dejarme seducir por el mito del líder carismático. Prefiero asumir que nadie vendrá a salvarnos, por la sencilla razón de que todos los que vinieron a hacerlo acabaron trayendo con ellos la perdición. Es mejor aceptar que no existen soluciones sencillas para problemas complejos, y que todo lo que hay es seguir luchando heridos y juntos, desde el suelo, y animados por esa épica de la derrota sin rendición que anima a los poetas de Bolaño o a los soldados de Salamina de Cercas.

Finalmente, me guardaré del mito de la unidad. Porque imaginarnos parte de una comunidad pura e inmutable, cuando la realidad es ondulante y diversa, es condenarnos a la visión de Polifemo, que lo ve todo con un solo ojo (y cuya única cortesía es devorarnos los últimos). Más que al lobo, le temo al rebaño feroz. Y si, como nos enseñó Benedict Anderson, estamos condenados a vivir en “comunidades imaginadas”, tratemos de imaginarlas justas, libres y plurales, porque, como decía Calderón, “aun en sueños no se pierde el hacer bien”.

Nadie se halla libre de la fascinación de las mitologías políticas. Nos prometen orden en vez de caos, sencillez en vez de complejidad, seguridad en vez de miedo y compañía en vez de soledad. De lejos son sirenas marinas, y su canto es hipnótico, pero una vez que nos hemos arrojado a sus brazos se tornan sirenas antiaéreas y no tardan en caer las bombas. No hace falta ser Homero para saber que sólo existe un remedio para que no nos lancemos todos al mar, y es que nos atemos al mástil de la justicia social y nos tapemos los oídos con la cera de una educación verdaderamente ilustrada. Quizá así podamos hacer más amable el viaje, porque de volver a Ítaca ya podemos irnos olvidando. Y no pasa nada, porque, como dijo Kavafis, nos basta el largo camino.

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