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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tragedia y farsa

La fractura actual tiene que ver con una brutal crisis ecológica, los desplazamientos de millones de migrantes, el auge del fundamentalismo y la revolución tecnológica

En las primeras líneas de El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx recordaba que Hegel había sostenido en alguna ocasión que todos los grandes hechos de la historia universal se repiten en algún momento, aunque —precisó el barbudo de Tréveris— se le había olvidado agregar que “una vez como tragedia y otra vez como farsa”. Marx no asumía, por supuesto, la popular creencia en el carácter repetitivo de la historia, que no pocos sesudos ensayistas han sostenido hasta nuestros días bajo las formulaciones más diversas. Ciertamente, la historia no se repite, ni siquiera como farsa, así que resulta una perfecta pérdida de tiempo buscar en un pasado lejano, y supuestamente idéntico a nuestro presente, soluciones para los problemas que nos aquejan.

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Así ocurre con las cada vez más frecuentes comparaciones entre nuestro tiempo y los años veinte y treinta del siglo pasado que concluyen con la idea de que el triunfo del fascismo está otra vez a la vuelta de la esquina porque nuestras circunstancias y las de la época de entreguerras son prácticamente las mismas. Lo que lleva a la lectura del triunfo electoral de Donald Trump como antesala de esa repetición histórica a la que estaríamos abocados. ¿Mussolini como tragedia y Trump como farsa?

El auge del nacionalismo populista de extrema derecha en muchos países europeos, y ahora también en los Estados Unidos, es un fenómeno ciertamente inquietante y peligroso, pero difícilmente se le podrá hacer frente si se analiza como si fuese el resultado de problemas similares a los existentes hace noventa años. Y es que las circunstancias que propiciaron la aparición, ascenso y triunfo del fascismo poco tienen que ver con las de estos inicios del siglo XXI. Entonces como ahora, una durísima crisis económica arrasó medio planeta, agravó los conflictos sociales, debilitó a las democracias liberales y el nacionalismo agresivo y xenófobo apareció como la receta mágica para arreglarlo todo. Pero ahí se acaban los parecidos. El fascismo fue un fenómeno de época vinculado al impacto de la Gran Guerra, la revolución bolchevique y el creciente peso de la clase obrera organizada, la pugna entre viejos y nuevos proyectos imperialistas, la desorientación y el miedo de unas clases medias que, con razón o sin ella, se sentían abandonadas a su suerte y una profunda crisis cultural con raíces en los años finales del Ochocientos.

La historia no se repite, ni siquiera como farsa, así que es una pérdida de tiempo buscar en un pasado lejano, soluciones para los problemas actuales

Poco de todo aquello está presente ahora. Las tensiones geopolíticas de hoy responden a razones y afectan a actores y zonas del planeta muy diferentes a las de la primera postguerra mundial. Las líneas de fractura actuales tienen que ver con la inminencia de una brutal crisis ecológica planetaria, los desplazamientos por millones de migrantes y refugiados económicos y políticos, el auge de los fundamentalismos religiosos y étnicos o los efectos demoledores que la forma en que se está aplicando la revolución tecnológica de las últimas décadas está teniendo sobre los sistemas productivos, las formas de organización del trabajo y su reparto y, por ende, las condiciones laborales de centenares de millones de trabajadores.

Todo ello ha potenciado la sensación de desorientación y desesperanza de las clases medias en trance de dejar de serlo, mientras que las clases populares ven cómo un sistema capitalista desbocado las va triturando en medio de una obscena ostentación de riqueza y poder por parte de una ínfima minoría, que cuenta con el respaldo de unas instituciones políticas que, por eso mismo, se enfrentan a un descrédito galopante. No es que el pacto social esté roto, es que está muerto y enterrado.

Una gran parte de la izquierda, ocupada en (necesarias) batallas culturales, ha descuidado la lucha por los derechos sociales y económicos, y se ha mostrado incapaz de canalizar el malestar de las clases subalternas y de organizar la respuesta en el nuevo marco de la lucha de clases en un mundo globalizado. No es que las bases obreras tradicionales de la izquierda se hayan pasado a la reacción. Más bien han decidido quedarse en casa desencantadas con las propuestas que la izquierda les ofrece. La derecha, mientras, cierra filas y pesca en los caladeros de las clases medias irritadas y de sectores populares poco ideologizados, pero conscientes de la riada que los ahoga. En la desesperación y la rabia de esos muchos se incuba el huevo de la nueva serpiente.

Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea en la UAB

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