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Un asunto marginal
Columna
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Lo que no quiero saber

La sociedad se mantiene gracias a una serie de ficciones que damos por buenas. Eso es lo que estamos perdiendo

Enric González Derecho a la privacidad
Una protesta contra el control político sobre las personas desarrollada en Cracovia, Polonia, el pasado 21 de enero de 2018.SOPA Images (LightRocket via Getty Images)
Enric González

La civilización se basa en la palabra. Pero la convivencia, esencia de la civilización, se basa en el silencio. Temo que este difícil equilibrio esté yéndose a hacer puñetas.

Vayamos al inicio del proceso. Hoy se habla bastante del derecho a la privacidad, un término que, como libertad o justicia, define un anhelo abstracto más que una realidad. En términos generales, la idea de lo privado adquirió forma durante el siglo XIX, gracias a la progresiva generalización del agua corriente y la iluminación eléctrica: si uno no se ve obligado a defecar en público, comprueba que hay otras muchas cosas que resultan más confortables (otro término surgido en el XIX) cuando se hacen a solas o en compañía restringida.

“Lo privado” no duró mucho: el auge de la fotografía y de la prensa popular suscitaron un debate muy parecido al que se desarrolla ahora en torno a internet. El debate es en el fondo estéril, porque la privacidad no parece importarnos demasiado: hacemos lo posible por destruirla, diseminando por las redes todas nuestras miserias.

El siguiente paso, en el primer tercio del siglo XX, fue la democratización. El fenómeno de las multitudes y su recién estrenada influencia alarmó a pensadores elitistas como el filósofo español José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: “La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares mejores de la sociedad”.

El gran Yogi Berra dijo lo mismo con más gracia: “Ya nadie va a ese sitio, hay demasiada gente”.

Sin entrar en criterios de calidad, creo que la sociedad puede sobrevivir con muy poca privacidad y bajo esa idea estúpida (pero no tan estúpida como las demás) según la cual, en lo tocante a la gestión política, un millón de idiotas tiene mejor criterio que un comité de sabios.

Pero no podemos vivir sin el silencio. ¿Se imaginan que siempre pensáramos en voz alta? ¿Que lo dijéramos todo? Logramos soportarnos de forma colectiva gracias a que no andamos pregonando por ahí lo idiotas que nos parecen los demás, y a que intentamos no exhibir por ahí lo idiotas que somos nosotros. La hipocresía, en términos sociológicos, constituye una gran virtud.

Eso es lo que estamos perdiendo. La sociedad se mantiene gracias a una serie de ficciones que damos por buenas. El papel moneda es la principal de ellas. Pero hay muchas más. Damos por supuesto, porque lo necesitamos, que el médico que nos va a operar es un profesional competente. También necesitamos creer que el magistrado que va a juzgarnos es un tipo instruido y equilibrado. Así con todo.

El gran problema, ahora, consiste en que gracias a las redes sociales (y al impudor general) estamos descubriendo que el cirujano es muchas veces un cretino y que el juez puede ser un cenutrio ignorante y sectario. Nos lo gritan ellos mismos con sus mensajes. Y da mucho miedo. No hay sociedad que resista esa renuncia al respeto, al misterio si quieren, base de la confianza. Quienes, por la obligación de hablar, perdimos hace tiempo el respeto ajeno (me refiero a periodistas y políticos) conocemos bien el riesgo de andar pregonando nuestras limitaciones.

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