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punto de observación
Columna
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100 días, por favor

En los próximos dos años de gestión, Pedro Sánchez puede hacer muchas cosas, salvo una: otra crisis de gobierno

Soledad Gallego-Díaz
Gobierno de España
Foto de familia de todos los ministros en la escalinata del Palacio de la Moncloa el pasado martes.Andrea Comas

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, tiene por delante dos años de gestión casi garantizados en los que puede hacer muchas cosas, salvo una: otra crisis de gobierno. La que acaba de acometer es lo suficientemente profunda y arrojada como para que este Gabinete sea con el que tenga que llegar a las elecciones generales de 2023.

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Los cambios buscan seguramente una estructura más vertical, con tres vicepresidentas que tienen campos definidos, y un ministro, el de la Presidencia, más transversal, con mucho poder, pero ministro, al fin y al cabo, y no vicepresidente. Es una pena que la crisis haya cogido a Unidas Podemos en un momento de reorganización interna. Ni Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda, ni Ione Belarra, ministra y secretaria general de UP, tienen aún fuerza propia suficiente como para proponer al presidente cambios en su cuota de coalición. También es posible que sea difícil tirar de una cantera cada día menos nutrida. En cualquier caso, han desaprovechado una ocasión de reforzar su imagen política, porque es difícil pensar que Sánchez acepte que UP le proponga cambios más adelante. Él es el único habilitado para hacer crisis. De hecho —y es algo que deberían aprender el jefe de la oposición, Pablo Casado, y su Partido Popular—, la única y exclusiva condición para hacer una crisis de gobierno es ser presidente del Gobierno. Simple.

Sánchez presentó su nuevo Gobierno resaltando tres características: la edad media de sus miembros es inferior a la del Gabinete anterior (de 55 a 50 años), varios de sus miembros proceden de la vida municipal y un 63% son mujeres. Es curiosa la importancia que los políticos españoles conceden, en términos generales, a bajar la edad media de los gobiernos, convirtiéndolo casi en un imperativo ideológico. En realidad, la política española acoge con dificultad a ministros con 60 o más años, pero no es tampoco una novedad. Manuel Azaña fue presidente del Gobierno con 51 años y presidente de la República con 56. La imagen que se impone de él como un hombre mayor es bastante falsa: de hecho, Azaña murió en el exilio con solo 60 años. Y en la etapa democrática ha habido ministros de 31 años (Bibiana Aído), en el PSOE, y de 33 (Matías Rodríguez Inciarte), en UCD. “La agilidad”, dijo José Canalejas, un presidente del Gobierno de principios del siglo XX, que (él sí) tenía 58 años al ocupar el cargo, “hace falta para subirse a los árboles, no para gobernar a los pueblos”.

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El propio Manuel Azaña escribió que la gente no se asocia en política por la edad, se asocia por las opiniones. Es verdad que en las acampadas del 15-M fueron protagonistas los más jóvenes, pero eso se debió más, seguramente, a que la juventud es un requisito aconsejable para dormir en el suelo de la madrileña Puerta del Sol, que a la juventud del voto que recibió después Podemos. De hecho, sus votantes en la franja entre 43 y 65 años fueron casi equiparables a los del PP (que tiene, eso sí, muchos más seguidores en la franja superior a los 65 años).

Pero tenga la edad que tenga el Gabinete de Sánchez es, obviamente, plenamente legítimo. La presencia de alcaldesas con años de trabajo en la vida política municipal es arriesgada, pero interesante porque han acumulado verdadera experiencia en cargos locales donde se precisa capacidad política. Interesante también el cambio de cartera de Miquel Iceta, que implica seguramente que se aleja de cualquier negociación catalana y que será Salvador Illa quien tome la batuta. Iceta es brillante, pero, a veces, un poco confuso, algo de lo que Illa ha huido hasta ahora. Es posible que la posición del PSC sea ahora más clara y tajante.

La oposición no ha aprovechado la ocasión para recuperar un discurso político: vuelve a discurrir fuera de la razón cuando critica el cambio de gobierno sin esperar siquiera los 100 días tradicionales. Y no porque 100 sea una cifra mágica, sino porque es el tiempo que se ha dado casi siempre a un cargo público para que presente ante el Congreso sus planes y los someta a la crítica y a las posibles alternativas de la oposición. El PP, que en teoría tanto aprecia la tradición, debería recuperar esta: 100 días, por favor.

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