Daños a largo plazo de la covid
2.000 millones de trabajadores, el 60% del total, no disponen de protección social
Todavía regocijados por los datos del paro registrado correspondientes a mayo (menos desempleo, más afiliación a la Seguridad Social), no se deberían obviar las tendencias profundas que en el mercado de trabajo está dejando la pandemia asesina. Pasados los momentos más dramáticos, el pasaje después de la batalla es el de una “disrupción sin precedentes en todo el mundo”, con repercusiones devastadoras en la salud pública, el empleo y los medios de vida. Lo dice la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en su último informe: todos los países, aunque en desigual medida, han sufrido un pronunciado deterioro del empleo y de los ingresos, lo cual ha acentuado las desigualdades y ahora corre el riesgo de perjudicar de modo duradero a los trabajadores y a las empresas.
Escojamos tres terrenos de juego: el de la economía sumergida, el de la pobreza y el de la situación de los jóvenes. Recordemos el dato más brutal: aproximadamente 2.000 millones de trabajadores, más del 60% de la fuerza de trabajo mundial, pertenecían a la economía sumergida en 2019, es decir, antes de comenzar el coronavirus. Ello equivale a 2.000 millones de trabajadores sin protección social. Debido a su condición de asalariados informales es poco factible que hayan podido beneficiarse directamente del gasto social que se ha puesto a disposición de los perdedores de la crisis. Además, como la tasa de ahorro de ese colectivo es inferior al de la media, ha sido más propenso a caer aún más en la pobreza.
Según la OIT, el mundo ha perdido cinco años de avances hacia la erradicación de la pobreza laboral, ya que ésta ha alcanzado tasas equivalentes a las del año 2015. La pérdida total de horas de trabajo se ha traducido en una fuerte caída de los ingresos laborales (un 8,3% menos en 2020, y un 5,1% en 2021) y más de 100 millones de trabajadores se han incorporado a ese ejército de pobres que viven con menos de 3,20 dólares al día.
Los jóvenes, como colectivo, ya iniciaron la pandemia con una situación muy apurada en sus condiciones de vida. Se había roto el círculo virtuoso que decía que, con el esfuerzo personal, el fortalecimiento de las instituciones de la democracia y el progreso económico global, el bienestar mejoraría y los hijos vivirían mejor que los padres. La covid ha interrumpido en muchos casos la transición de los jóvenes desde la escuela o la universidad al trabajo y los datos de crisis anteriores indican que las entradas en el mercado laboral durante una recesión reducen las posibilidades de empleo a largo plazo, los salarios y las perspectivas de desarrollo de competencias en el trabajo. Ello es debido a que hay menos puestos de trabajo disponibles, y también a que los jóvenes que encuentran un empleo son contratados en puestos temporales al menos hasta que se restablezca la confianza de las empresas. La proporción de jóvenes que no tenían empleo, estudios o formación ha aumentado en esta crisis en 24 de los 33 países de los que se dispone de datos. El organismo multilateral insiste en que la pandemia ha perturbado gravemente las oportunidades educativas, sobre todo en las zonas del mundo que carecen de infraestructura digital y la capacidad para pasar a la enseñanza a distancia.
Es en estas grandes disrupciones en las que se necesita un nuevo contrato social. Esa suerte de acuerdo entre los miembros de un grupo determinado (en este caso, la humanidad entera) ha de definir tanto sus derechos como sus deberes, que son las cláusulas de tal contrato. Esas cláusulas no son inmutables o naturales, sino que cambian dependiendo de cada momento histórico y de las correlaciones de fuerza entre los componentes del grupo.
Fíjense si la OIT está preocupada, que esta agencia tripartita de la ONU, que reúne a los gobiernos, empresarios y trabajadores de casi 190 países, no descarta que entre las medidas para paliar esta situación dramática deba contemplarse el “alivio” o la “reestructuración” de la deuda. Tabú, tabú.
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