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Un asunto marginal
Columna
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La política como arte

¿Cómo levantar un país arruinado y avergonzado? Hacía falta inventar una hermosa ficción. Y De Gaulle lo hizo

Enric González
Acto de campaña de ERC ante la cárcel de Lledoners, en Sant Joan de Vilatorrada (Barcelona), el 2 de noviembre de 2019.
Acto de campaña de ERC ante la cárcel de Lledoners, en Sant Joan de Vilatorrada (Barcelona), el 2 de noviembre de 2019.Susanna Sáez (EL PAÍS)

La gran política sobrevuela las cuestiones ideológicas o administrativas. La gran política es un género artístico, muy relacionado con la creación literaria. Un insigne practicante de ese arte fue Charles de Gaulle, el militar que inventó la Francia contemporánea.

Francia había sufrido una humillante derrota frente a la Alemania nazi y había permanecido ocupada durante casi toda la guerra: desde junio de 1940 hasta diciembre de 1944. Los bombardeos aliados devastaron el país. De hecho, las infraestructuras francesas estaban en 1945 casi tan destruidas como las alemanas. ¿Cómo levantar un país arruinado y avergonzado? Hacía falta inventar una hermosa ficción. Y De Gaulle lo hizo.

Como jefe del gobierno provisional y antiguo líder de la Francia Libre en el exilio, Charles de Gaulle, a quien no soportaban ni Churchill, ni Stalin ni Roosevelt, consiguió colarse entre los vencedores. Que Francia fuera considerada oficialmente una potencia victoriosa, creadora de la ONU junto a Estados Unidos, Reino Unido, Unión Soviética y China, con plaza fija en el consejo de seguridad y con presencia en cualquier conferencia internacional, fue mucho más fácil que convencer a los franceses de que, en efecto, habían ganado algo.

De Gaulle les convenció. Magnificó el papel de la Resistencia interior, heroica pero en realidad muy modesta, e insufló en sus conciudadanos la convicción de que Francia no acababa de vivir sus años más miserables, sino una hazaña gloriosa. Gran política. Esa ficción fue desmontándose con el tiempo: la realidad acaba por imponerse. En cualquier caso, sirvió durante décadas.

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Jordi Pujol leyó con fruición los libros de Charles de Gaulle y leyó también a los autores católicos y conservadores (Barrés, Péguy, Maritain, Mounier) que habían influido en el general. En los años finales del franquismo, Pujol, que como De Gaulle poseía la legitimidad del resistente tras sufrir tortura y cárcel, empezó a hacer gran política.

Pujol se erigió en el gran reconstructor de un país, Cataluña, que no estaba destruido. Trabajó a fondo en la difusión de esa idea inicial: aunque no lo pareciera, Cataluña sí estaba destruida. Culturalmente destruida por la inmigración desde el resto de España y, antes, por la derrota en la guerra civil. Resultaba evidente que la burguesía catalana, y buena parte de la población en general, figuraba en 1939 entre los vencedores franquistas. No importó. El logro de Pujol fue formidable.

Entre los símbolos humanos de su éxito destacó Primitivo Forastero, antiguo legionario y combatiente en la División Azul, falangista, amigo del general y ministro Camilo Alonso Vega (llamado “Camulo” por sus propios compañeros de armas) y alcalde de la localidad tarraconense de Camarles. De un día para otro, Forastero se quitó el correaje y se sacó el carné de Convergència. De un día para otro, como tantos, un franquista se convirtió en un sufrido resistente catalán.

La ficción pujolista ha durado hasta hoy. Quizá porque, a diferencia de la Francia gaullista, Cataluña no ha tenido que enfrentarse al mundo real.

Creo que el indulto a los líderes independentistas no arreglaría nada. También creo que mantenerles en la cárcel no arregla nada. Las cosas seguirán igual hasta que alguien sea capaz de inventar un hermoso relato alternativo. Dudo que ese alguien haya nacido ya.

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