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Jillian C. York: “A veces la supuesta censura genera aún más teorías de la conspiración”

Activista y experta en libertad de expresión, cree que son los gobiernos, y no las empresas, los que deben marcar límites en la Red

Jillian C. York, activista estadounidense defensora de la libertad de expresión, en Berlín el pasado 22 de marzo.
Jillian C. York, activista estadounidense defensora de la libertad de expresión, en Berlín el pasado 22 de marzo.Patricia Sevilla
Elena G. Sevillano

Hubo un tiempo, recuerda Jillian C. York (Dover, EE UU, 38 años), en el que los fundadores de las plataformas de internet nos hicieron creer que eran prístinos espacios para el libre intercambio de ideas, sin censura, llenos de posibilidades. Pero a medida que los ciudadanos fueron trasladándose masivamente a ellos para debatir, compartir o denunciar, era solo cuestión de tiempo que acabaran siendo controlados. Túnez, el primer país árabe que se conectó a internet, fue también el primero en utilizarlo para la represión cuando esos espacios se volvieron críticos con el régimen de Ben Ali, escribe York en Silicon Values: The Future of Free Speech under Surveillance Capitalism (valores de Silicon Valley: el futuro de la libertad de expresión bajo el capitalismo de vigilancia). Escribió el libro confinada en su piso de Friedrichshain, el penúltimo barrio de moda en Berlín, donde vive desde 2014 tras darse cuenta de que su trabajo en la Electronic Frontier Foundation (una ONG que defiende la libertad de expresión en internet) le exigía constantes viajes a Europa y a Oriente Próximo. Experta en moderación de contenidos, alerta de que las grandes compañías de internet ejercen un inmenso poder sobre el debate público.

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PREGUNTA. El hecho de que Twit­ter silenciara a todo un presidente de los EE UU (Donald Trump, en enero) es una prueba de su enorme poder. ¿Fue la decisión adecuada?

RESPUESTA. No creo que necesariamente buena a largo plazo, pero puedo entender por qué se tomó a corto plazo. Las circunstancias eran extremas. Pero lo relevante aquí es que tardaron mucho en hacerlo y fue oportunista que esperaran hasta que prácticamente había dejado el cargo.

P. ¿Cuál habría sido el momento de hacerlo?

R. Twitter no aplica unas reglas uniformes con nadie, y menos con líderes políticos. Por ejemplo, en Myanmar hace un par de años suspendió las cuentas de generales del Ejército que incitaban al odio y la violencia. También Facebook aplicó sus normas y cerró sus cuentas. Y me pregunto si Trump violó esas normas antes. Probablemente, sí. Y si lo hizo, ¿por qué se le trató de forma diferente que a usted, a mí, o a esos generales birmanos? Esa es la cuestión: por qué se le permitieron cosas que no se toleraron a otros.

P. Usted defiende que ni gobiernos ni plataformas deben establecer límites a la libertad de expresión. ¿Quién entonces? ¿O no debería haber límites?

R. Todos estaríamos de acuerdo, creo, en que hay algunos límites: abusos sexuales de menores, reclutamiento de terroristas, incitación a la violencia… La mayoría de gente en la mayoría de sociedades diría que esos contenidos deben ser limitados. Yo preferiría que fueran los gobiernos los que establecieran esas normas mediante un sistema judicial, y no las empresas. El problema es que la censura va por oleadas a lo largo de la historia. Cada ciertos años decimos: no, esto está prohibido. Hay demasiada subjetividad. Unas culturas creen que una cosa debe ser censurada; otras pensarán que debe ser otra. En una sociedad cada vez más global, lo que quiero es que un sistema en el que la ciudadanía participe más en ese proceso, que sea más democrático.

P. ¿Cómo ejercen estas empresas la censura? ¿Quién decide, por ejemplo, qué es terrorismo?

R. El caso del terrorismo es especialmente complicado. Las empresas crean sus propias reglas. Unas se basan en leyes, otras no, y algunas se basan en interpretaciones equivocadas de las leyes. Luego hay Gobiernos que piden a las compañías que censuren ciertas cosas y además hay foros formados por la sociedad civil y expertos académicos que asesoran. Cuando hablamos de desnudez, por ejemplo, las empresas ponen sus normas según su propia ideología sobre lo que consideran aceptable. Es un sistema demasiado variable según el tema que se trate, y eso me preocupa. Hay muy poca transparencia.

P. A veces los usuarios no saben ni cuáles son las reglas.

R. La transparencia con el usuario es básica: tiene que saber qué normas ha violado, cómo se castiga, qué puede hacer para recuperar la cuenta. La sociedad civil ha pedido a las empresas que cumplan unos mínimos requisitos de transparencia, como publicar el número de retiradas de contenido o explicar cómo lo moderan. Dicen estar de acuerdo, pero no cumplen.

P. Cuenta en el libro que al principio estas empresas no sabían cómo moderar el contenido, no tenían personal ni expertos en cuestiones internacionales. ¿Lo hacen mejor ahora?

R. Depende. Creo que Facebook ha empeorado. Empezó como una plataforma pensada básicamente para estadounidenses. Decía que su objetivo era crear un mundo más abierto y conectado, pero lo hacía desde su visión de cómo era el mundo. Con el paso de los años creo que los ejecutivos de Facebook se han aislado a sí mismos de la sociedad cada vez más hasta el punto de no conocer a sus usuarios. No saben para qué usan la plataforma ni por qué es tan importante. En el otro extremo está [el foro] Reddit. Y luego hay compañías en el medio, como Twitter, que ha incorporado un equipo de derechos humanos y ha abierto oficinas en otras partes del mundo. Pero sigue luchando contra esos problemas.

P. Facebook, Twitter y YouTube retiraron el vídeo Plandemic, que propagaba información falsa sobre el coronavirus. ¿Demuestra esto que, cuando quieren, pueden actuar bien y rápido?

R. En realidad, no. Ese vídeo era solo uno de los muchos contenidos de desinformación que se distribuyen. Creo que es virtualmente imposible encontrarlo todo y retirarlo, y me pregunto si no es contraproducente, porque en ocasiones genera aún más teorías de la conspiración por la supuesta censura. Normalmente se preocupan de estos vídeos cuando ya han llegado a los medios, lo que indica que no son capaces de buscar proactivamente.

P. Da muchos ejemplos de eliminación equivocada de contenidos en zonas con agitación política, terrorismo o guerra.

R. En Siria, por ejemplo, las plataformas han eliminado mucha documentación histórica. Uno puede pensar que no se debería subir contenido violento a YouTube, pero cuando estás en una zona de guerra, es la manera más rápida y fácil de que alguien lo vea. En Libia un vídeo de YouTube se usó como prueba para procesar a un general. Va en contra de los principios de los derechos humanos, de la justicia, borrar determinado contenido.

P. ¿Cómo han reaccionado las empresas a la presión de regímenes autoritarios que quieren eliminar la disidencia?

R. Antes de 2011 algunas compañías se plantaron antes estos regímenes, pero el auge del terrorismo, del populismo y del extremismo de derecha cambiaron las cosas después. Tras la Primavera Árabe, las plataformas empezaron a recibir presiones para retirar contenidos. Primero cedieron con Paquistán, y después ocurrió con Rusia y Turquía. Cuando empiezan a transigir con estados no democráticos, llegan otros que piden el mismo trato y de repente ya no pueden escoger a quién hacer caso y a quién no. Ahora es raro que se planten ante estos Gobiernos.

P. Cita usted a Siva Vaidyanathan, que en su libro Antisocial media dice que “las redes sociales socavan la democracia”. ¿Está de acuerdo?

R. Por un lado creo que las redes sociales tienen el potencial de hacer grandes cosas por la democracia, y creo que en cierto modo lo han hecho: son un instrumento muy poderoso para el activismo. Pero al mismo tiempo, a medida que estas plataformas se hacían más y más grandes, por culpa de su modelo de negocio, enteramente basado en el capitalismo de vigilancia, la publicidad y tratar de influir en la sociedad, en última instancia creo que sí, que son negativas para la democracia.

P. ¿Nos preocupa como sociedad el poder de estas empresas al formar la opinión pública?

R. La pandemia ha hecho que descienda varios puestos en la lista de prioridades. Al estar todos encerrados un año, las redes sociales se han vuelto vitales para muchas personas, que las usan para tratar de sobrevivir. En Estados Unidos ha habido gente que las ha usado para recaudar dinero y costear sus gastos sanitarios. Otros que no podían ganarse la vida se han abierto una cuenta en Onlyfans. Es complicado ahora luchar contra el poder de las compañías, pero hay ejemplos, como la ley de servicios digitales de la Unión Europea, que regulará a las grandes empresas tecnológicas. Incluye obligación de justicia, de transparencia y responsabilidad en la moderación del contenido que publican.

P. Imagine un mundo perfecto en el que la libertad de expresión está garantizada. ¿Cómo serían las redes sociales en ese mundo?

R. Me gustaría que las redes sociales fueran bienes públicos, que fueran de propiedad pública y colectiva. Es mucho soñar, especialmente en el contexto estadounidense de capitalismo tardío. No soy una absolutista de la libertad de expresión, sino una maximalista. Creo que la censura debe emplearse solo en casos muy contados, porque no resuelve los problemas sociales. Los gobiernos deberían dedicar sus energías a mejorar la educación y el diálogo, pero no veo voluntad. Es mucho más fácil apuntar a las redes sociales.

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Sobre la firma

Elena G. Sevillano
Es corresponsal de EL PAÍS en Alemania. Antes se ocupó de la información judicial y económica y formó parte del equipo de Investigación. Como especialista en sanidad, siguió la crisis del coronavirus y coescribió el libro Estado de Alarma (Península, 2020). Es licenciada en Traducción y en Periodismo por la UPF y máster de Periodismo UAM/El País.

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