El largo adiós de Donald Trump
El presidente estadounidense se resiste a admitir su derrota. Si millones de ciudadanos se niegan a creer que las elecciones fueron limpias, pese a las abundantes pruebas de lo contrario, ¿cómo podemos empezar a dialogar con ellos?, se pregunta Siri Hustvedt, premio Princesa de Asturias de las Letras
A última hora de la mañana del 7 de noviembre volvía de la compra con el carro lleno, por mi barrio de Brooklyn. Pasé junto a un chico que miraba con atención el teléfono y vi que tenía los ojos muy abiertos por encima de la mascarilla. Entonces empezaron a sonar bocinas de coches. La calle estalló en vítores, gritos de alegría y silbidos. Una mujer a unos metros de distancia juntó las manos en gesto de agradecimiento. Habían proclamado el resultado de las elecciones. El aparato electoral, escaso de recursos, ineficaz y fragmentado, lastrado en muchos Estados por unos requisitos para poder votar destinados a impedir la participación de los negros, los morenos, los indios americanos y los pobres, había funcionado a pesar de todo. Incluso Fox News, el órgano de propaganda de Rupert Murdoch al servicio de Trump, había declarado a Biden presidente electo. Esa noche, Joe Biden dijo: “Acabemos con esta sombría era de demonización en Estados Unidos”.
Más que alegría, sentí alivio, un alivio inconmensurable. La república, con todos sus fallos y sus fragilidades, había sobrevivido a la amenaza de un poder autoritario. Y aun así, durante una pandemia que empeora a toda velocidad, en un país lleno de gente enferma, afligida, hambrienta, en peligro de verse expulsada de su hogar y que ha perdido unos puestos de trabajo que quizá no recupere jamás, 71 millones de estadounidenses votaron por un aprendiz de dictador que no tenía ningún programa político para un segundo mandato. Su único programa era él mismo, un personaje fanfarrón, mezquino, descaradamente racista y misógino, que ha sobrevivido a infinitos escándalos de corrupción, un intento de impugnación y la covid-19. El rechazo masivo al trumpismo que preveían las encuestas no se ha producido. El presidente no ha reconocido su derrota. Está poniendo obstáculos a la transición. Los republicanos en Washington, por miedo a los votantes de Trump, fingen que su líder no ha perdido. Yo todavía no las tengo todas conmigo.
Después de las elecciones de 2016 publiqué un ensayo en la revista Nordic Journal of Feminism and Gender Research: “No es solo la economía: el populismo blanco y sus demonios emocionales”. En él afirmaba que lo que movía sobre todo a los votantes blancos de Trump no eran los problemas económicos causados por la globalización, sino una reacción cultural. Desde entonces ha habido muchos ensayos académicos que han llegado a la misma conclusión. Los autores de uno de ellos, publicado por la Brookings Institution, escriben: “En resumen, los politólogos señalan que los sentimientos identitarios en torno a la raza, la nación y el cambio cultural son más importantes que la inquietud económica para explicar el triunfo de Trump”. El populismo enfrenta al “buen pueblo” contra las “élites malvadas”, una dicotomía que permite pocas ambigüedades.
El populismo tiene larga tradición en Estados Unidos, en sus versiones de derechas y de izquierdas. En las versiones de derechas, “el pueblo” es un concepto nativista. Y eso, en mi país, significa “blanco”. El triunfo político de Donald Trump cobró impulso con el “natalismo” (birtherism), su mentira de que el presidente Barack Obama había nacido en Kenia. Aunque después Trump se retractó, una mayoría del Partido Republicano siguió pensándolo. Kamala Harris, hija de padre nacido en Jamaica y madre nacida en la India, pero que llegó al mundo en Oakland, California, también ha sufrido estas mismas teorías disparatadas y racistas. Con su hiperbólico estilo habitual, Trump la calificó de “monstruo”. Las mujeres poderosas, especialmente las mujeres poderosas de color, han sido objeto frecuente del lenguaje de odio del presidente. ¿Pero por qué resultan tan eficaces esos epítetos y esas historias fantásticas?
Donald Trump es un demagogo de la política identitaria. Encarna una identidad blanca, masculina y cristiana que, según sus seguidores, está sometida a amenazas. “Soy el muro que separa el sueño americano del caos”, declaró ante sus devotos en mi Estado natal, Minnesota. El muro ha sido su metáfora favorita desde el principio: habla de amurallarnos a “nosotros”, mantenerlos fuera a “ellos”, encerrarla a “ella”. El “gran y bello muro” prometido para mantener alejados a los “violadores” y los “animales” en los más de 3.000 kilómetros de frontera con México es más deseo que realidad: 600 kilómetros, con los consiguientes daños medioambientales, construidos con dinero desviado del Departamento de Defensa. La retórica política crea muros y mundos que no existen. La evocación que hizo Trump en su discurso de toma de posesión de “la carnicería de Estados Unidos” y su referencia a la 7ª circunscripción electoral de Baltimore —mayoritariamente negra— como “un nido repugnante de ratas y roedores” son mentiras, pero resultan impactantes y fáciles de recordar. La frase “acabemos con esta sombría era de demonización” expresa un sentimiento que comparto, pero las emociones que despierta son tibias en comparación con las interminables expresiones de indignación de Trump.
Durante las elecciones, la política consiste sobre todo en palabras, y las palabras importan. Influyen en las percepciones porque responden a unas profundas necesidades emocionales en quienes las escuchan. Trump interpreta los sentimientos de los que le adoran. Es al mismo tiempo víctima y salvador. Sus frases breves, repetitivas e hiperbólicas contienen una verdad emocional para sus seguidores. Que el muro se construya o no tiene menos importancia que lo que les hizo sentir cuando gritaban “¡Levantemos el muro!”. Trump explota una vieja veta de sentimiento antiintelectual presente en Estados Unidos, la idea de que las “élites” miran a la gente con desprecio y la hacen sentirse inepta y avergonzada. En el pueblo de Minnesota en el que me crie, este era un tema recurrente entre la gente trabajadora y del campo. Los habitantes de las ciudades, los banqueros (a menudo sinónimo de judíos) y los intelectuales de todo tipo despertaban suspicacias. Mi padre creció en una granja y en la pobreza, pero acabó siendo profesor. Pero en mi pueblo había mucho resentimiento contra los que tenían educación superior.
Joseph McCarthy con sus comunistas imaginarios durante la caza de brujas, George Wallace y las fantasías racistas que transmitía a sus partidarios blancos, Nixon, Reagan y muchos otros recurrieron a la baza antielitista. La política de la vergüenza no es nueva, pero nunca habíamos visto que dominara la cultura estadounidense como ahora. La vergüenza es una emoción social muy potente. Trump, un niño rico de Queens, nunca consiguió entrar en la élite adinerada y culta de Manhattan. Siempre lo despreciaron y lo consideraron un vulgar arribista. Recuerdo que en los años ochenta, cuando yo era una estudiante pobre de posgrado en Nueva York, la gente a la que conocía, en su mayoría también pobre y luchadora, consideraba al promotor inmobiliario como un zafio y un bufón. No es casualidad que Donald Trump se convirtiera en el vehículo que ha transformado la vergüenza en orgullo para millones de compatriotas míos. “Esas lumbreras que salen en televisión… Mi avión es mejor que el suyo, no son la élite”. Es un grave error infravalorar la fuerza de los sentimientos colectivos de vergüenza, resentimiento y rabia, unos sentimientos que están extendiéndose en todo el mundo y sumiendo las democracias liberales en crisis.
El neurocientífico de la Universidad de Londres Manos Tsakiris llama a este fenómeno “política visceral”. En un ensayo sobre este tema publicado en Aeon escribe: “Visceral en el sentido de que la experiencia emocional deriva de la forma que tienen nuestros órganos fisiológicos —nuestras tripas, nuestros pulmones, nuestro corazón y nuestro sistema hormonal— de reaccionar ante un mundo cambiante. Y política porque nuestros sentimientos influyen en las decisiones y las conductas políticas y están influidos por ellas”. Y yo añadiría que por el lenguaje político también. Todo ser humano se ha sentido perdido alguna vez a la hora de formular sus sentimientos. Las palabras dan significado a los sentimientos y sentido a un mundo complejo y a veces ilegible. Los relatos de la derecha que circulan ahora —las elecciones fueron fraudulentas, y las cadenas de televisión, los demócratas y los científicos que hacen advertencias sobre la pandemia están aliados con “el Estado profundo”— explican los sentimientos negativos y a la vez los generan. Estas historias tienen en cuenta las emociones y, cuando cuentan con el refuerzo de otros miembros del grupo o de medios de comunicación de confianza, permiten que los creyentes desechen cualquier posibilidad racional de otras respuestas posibles.
Lo más llamativo de la política del Partido Republicano bajo el mandato de Trump es que no hay ninguna visión de futuro, que es un lugar imaginario, por supuesto, pero necesario para la vida política colectiva. Por utópicas o hipócritas que sean, las ideas de un futuro mejor, de la armonía y la felicidad que están por venir, han servido para promover visiones ideológicas muy variadas. En el trumpismo no existe más que el pasado. “Hagamos América grande de nuevo” es un mensaje agresivamente reaccionario: volvamos a una época en la que los hombres blancos tenían todo el poder político en Estados Unidos. Desde este punto de vista, la mujer negra que ha aspirado y ha obtenido la vicepresidencia es un monstruo, algo que hace añicos las adoradas categorías de blanco y varón. Los sentimientos negativos que dominan los mítines de Trump, furia, deseo de venganza, humor cruel y orgullo a la defensiva, solo se entienden cuando se interpretan como una representación teatral de la virilidad blanca. Cualquier atisbo de ternura o comprensión, cualquier evocación de un futuro mejor, como la “nación más bondadosa y amable” de Bush padre, se consideran señales de feminidad, debilidad e intelectualismo decadente. El orgulloso mensaje que surgía una y otra vez en sus mítines era: “QUE SE JODAN TUS SENTIMIENTOS”.
La coalición que ha elegido a Biden y Harris es transversal; abarca diferentes etnias, razas, sexos; es urbana, residencial y con votantes de todas las clases sociales. Es una mayoría construida fundamentalmente sobre una causa común muy sentida. Trump representaba un peligro de tal dimensión que hizo posible que progresistas, moderados y algunos republicanos descontentos votaran a la pareja Biden-Harris. Su rechazo a Trump era tan apasionado como el apoyo de sus seguidores. Los dos bandos tienen sentimientos encendidos, pero hay diferencias importantes. Los que votaron a la candidatura demócrata esperan e imaginan un futuro con más justicia, igualdad y democracia. La forma de hacerlo realidad sigue siendo controvertida, pero el hecho de proponerlo altera el clima emocional entre los que creen en él. Los millones de ciudadanos que salieron a las calles después del asesinato de George Floyd para decir en voz alta que las vidas de los negros importan, entre los que había más blancos que en toda la historia del movimiento de los derechos civiles, no estaban solo indignados. Estaban esperanzados.
Estoy trabajando desde agosto para Escritores contra Trump, un grupo fundado por varios escritores, entre los que estamos mi marido, Paul Auster; mi hija, cantautora, Sophie Auster, y yo. Nuestra principal preocupación no eran los votantes de Trump, sino los progresistas que, descontentos con una candidatura demócrata moderada, pudieran sentir la tentación de quedarse en casa. Confiábamos en vencer el cinismo y la indiferencia de personas a las que pensábamos que podíamos convencer.
Con escasas excepciones, los escritores son personajes marginales en la sociedad estadounidense. Los actores y los famosos de diversos tipos tienen mucha más influencia en la cultura. No nos hacíamos ninguna ilusión sobre nuestro poder comparativo y, sin embargo, el lenguaje es el medio de persuasión fundamental. Los escritores pasamos la vida entre palabras, esforzándonos en formular algo que no es fácil de expresar, evitando clichés y lugares comunes, y buscando expresiones que tengan sonoridad y que incluso puedan reorientar o dar una nueva perspectiva al lector. Nuestro grupo escribió y publicó declaraciones, algunas de ellas filmadas. Crecimos hasta tener casi 2.000 miembros. Es imposible saber qué repercusión tuvimos, pero, mientras tanto, presencié la feroz dedicación de unos activistas con exigencias concretas de progreso, de cambios políticos, muchos de ellos jóvenes, gente apasionadamente entregada a una democracia inclusiva y no excluyente.
Ha habido innumerables noticias y lamentos sobre la división y la polarización en Estados Unidos, como si “los dos bandos” estuvieran igual de engañados, como si fuera posible encontrar “una perspectiva equilibrada” entre los que sostienen que la Tierra es plana y los que dicen que es redonda. La crisis aún no resuelta en este país es epistémica. Está relacionada con el conocimiento, con cómo sabemos lo que sabemos. Si muchos millones de ciudadanos se niegan a creer que las elecciones fueron limpias, pese a las abundantes pruebas de lo contrario, ¿cómo podemos empezar a dialogar con ellos? Cuando la furia instintiva se traduce en tercas fantasías sobre fraudes y conspiraciones, ¿cómo apagamos el incendio? ¿Cómo se debate con un hombre que no deja hablar? La “ética del discurso”, por usar las palabras de Jürgen Habermas, empieza por el respeto mutuo y el consenso sobre las reglas del juego. Las elecciones han quedado atrás, pero la política populista visceral, no. Los estadounidenses estamos orgullosos desde hace mucho tiempo del traspaso pacífico de poderes entre un Gobierno y otro. Espero que en enero vuelva a ser así. Pero sería insensato no reconocer que el experimento de Estados Unidos está sufriendo graves coacciones y tiene un futuro aún por decidir.
Siri Hustvedt es escritora, ensayista y poeta. Premio Princesa de Asturias de las Letras 2019, su último libro es ‘Recuerdos del futuro’ (Seix Barral, 2019).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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