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IDEAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Contra el anonimato difamador en las redes

Urge una regulación democrática de la identidad en Internet, sin cercenar ningún derecho individual pero protegiendo el honor y la intimidad de quienes sí dan la cara

Álex Grijelmo
Identidad digital
Diego Quijano con foto de Getty (Getty Images)

La supresión de las ma­trícu­las en los automóviles no mejoraría el tráfico. A muchos les fascinaría saltarse los semáforos y aparcar en las esquinas, pero la civilización ha venido consistiendo precisamente en controlar los instintos primarios en aras de una libertad más reducida pero de mejor calidad, porque eso nos permite defendernos de la libertad de los otros.

Con las normas de circulación comprendemos que los derechos irrenunciables necesitan precisamente ciertas renuncias. Si no existieran éstas, muchos preferirían ahorrarse el riesgo de conducir un coche. Y, por tanto, no serviría de nada el derecho ilimitado de conducir si al final no condujéramos.

Ese requisito que nos parece saludable en la circulación de vehículos se ha obviado en la circulación de mensajes por las redes sociales, a pesar de que tanto un coche como una frase pueden causar daños irreparables, sobre todo en estos tiempos de pandemia y de bulos interesados.

En las nuevas formas de comunicación, una parte de los artefactos peligrosos circula sin matrícula, otra porción lleva placas falsas y, por si fuera poco, no faltan los coches robotizados, sin conductor responsable. Y casi todos ellos se dedican a chocar contra los que van identificados y con gente pacífica dentro.

Las suplantaciones de personalidad constituirían en cualquier otro ámbito de la civilización un delito en sí mismas. Pero el mundo virtual, que no por virtual deja de producir efectos, se ha convertido en imitación de aquellas ciudades sin ley en cuyas calles abundaban los pistoleros y se escondían los comerciantes.

Y ahora no es técnicamente imposible localizar a los forajidos.

Sin embargo, para que los anónimos con injurias y bulos avancen con crédito en las redes se ha necesitado el previo descrédito de los medios tradicionales. Razones ciertas no faltan. El sensacionalismo de periódicos y televisiones ha aumentado, especialmente en algunas versiones digitales repletas de titulares cebo o engañosos. Y la prisa por llegar primero está haciendo que se olvide el cuidado por llegar mejor. Acaparar lectores valió más que escogerlos, y la pérdida de calidad en el idioma y en la edición de los textos ha añadido motivos para la desconfianza.

A esas razones reales se han unido otras falsas. Por ejemplo, la utilización de la normal discrepancia editorial entre unos y otros para demostrar que alguno de ellos estará mintiendo; o el argumento de que los periodistas trabajan a sueldo de la manipulación por el hecho de que los medios tengan como accionistas a empresarios o banqueros.

Por eso la prensa debe reforzarse en sus fortalezas. Entre ellas, la independencia informativa, la verificación de los hechos, los datos sin omisiones, la oportunidad de que el acusado se defienda, la honradez de reconocer los errores y la convicción de que los nombres y los apellidos son la marca de cada periodista.

Hace falta defender estas herramientas hasta la extenuación para cuestionar luego con autoridad moral la selva del anonimato, la mentira, la difamación y la calumnia; en la que también corretean algunas falsedades que se publican en medios formalmente constituidos. Estas mentiras deberían ser evaluadas, conforme a códigos éticos preestablecidos, por órganos deontológicos de las asociaciones profesionales, independientes y prestigiosos, tras un proceso garantista y mediante resoluciones razonadas que todos se comprometan a difundir.

Y, en caso de que el periodismo prefiera renunciar a esa autorregulación, los bulos habrán de juzgarse en los tribunales a partir de las leyes vigentes. (Ni una más).

Pero al margen de lo que concierne a medios y autores conocidos, fácilmente localizables y perseguibles, urge una revisión democrática del anonimato que no cercene ningún derecho individual; que persiga a los difamadores y a quienes los amparan, y que a la vez proteja el honor, la intimidad y los datos privados de los que sí dan la cara ante el público. Todo ello con un gran acuerdo parlamentario.

Se nos pide el DNI en el banco, al entrar en un edificio público, al matricular una moto, al publicar una carta en un diario, al contratar un servicio, al alquilar una vivienda. Y está bien, porque así se nos hace responsables de nuestros actos en cualquier terreno. Pero eso debe incluir a quien miente interesadamente en público y a quien alimenta con falsedades el descrédito de alguien.

Los defensores taimados de la “libertad de expresión” (el derecho de cada cual a comunicar su pensamiento) suelen confundirla con la “libertad de información”, que sólo ampara los datos que sean veraces según los criterios establecidos en la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional (aunque a éste le falte todavía completar una doctrina sobre el silencio doloso: esas omisiones que logran construir una mentira contando hechos verdaderos).

Los partidarios de la supresión de los semáforos informativos suelen delatarse por su violencia verbal. Están en su derecho cuando emiten opiniones, siempre que no lleguen al insulto. Lo que no pueden hacer es atribuir a alguien acciones o intenciones que no son suyas, ni transmitir informaciones mendaces.

Pero desde el marqués de Esquilache (Carlos III al mando) sabemos que proponer reformas contra la ocultación de la personalidad acarrea costes para su impulsor.

El rostro escondido bajo el embozo y las armas disimuladas entre aquellas capas facilitaban el anonimato violento en la España del siglo XVIII; y el anonimato viral en la España del siglo XXI facilita la difamación, la calumnia y las injurias, cuando no las extorsiones.

Esquilache fracasó. Según algunos historiadores, quienes estaban detrás del motín contra el gobernante italiano, por unas medidas que supuestamente chocaban con las costumbres hispanas, escondían otras razones: económicas, xenófobas, retrógradas. Hoy puede suceder algo parecido contra quien lo intente de nuevo. Pero, ahora igual que entonces, nosotros y los que defienden el embozo del anonimato sabemos muy bien que no es eso exactamente lo que defienden.

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Sobre la firma

Álex Grijelmo
Doctor en Periodismo, y PADE (dirección de empresas) por el IESE. Estuvo vinculado a los equipos directivos de EL PAÍS y Prisa desde 1983 hasta 2022, excepto cuando presidió Efe (2004-2012), etapa en la que creó la Fundéu. Ha publicado una docena de libros sobre lenguaje y comunicación. En 2019 recibió el premio Castilla y León de Humanidades

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