El dilema: perder el trabajo o callar
Tener empleo ha perdido poco a poco su relevante papel de garantizar la inclusión social
“En casa sólo entran aquellos en quienes confiamos”, dice el anuncio de una aseguradora en televisión. A veces es al revés. Mujer de menos de 30 años, quién sabe con qué carrera universitaria, en una capital de provincias de las más afectadas por la pandemia. Su trabajo, por cuenta de una conocida inmobiliaria, consiste en visitar a familias que quieran comprar o vender su piso; la misión de la “asesora inmobiliaria” (así se la denomina en la tarjeta de visita) es facilitárselo a cambio de un salario mileurista (alrededor de 1.100 euros netos mensuales) y una comisión por cada operación.
Tras la visita más reciente al piso que está intentando cambiar de propiedad, la asesora inmobiliaria recibe por la mañana una llamada telefónica del padre de familia, que le advierte: varios de los miembros de esa familia con los que ha estado en contacto los últimos días han dado positivo en las pruebas del coronavirus. La mujer, agradecida por el aviso, un poco nerviosa, considera inmediatamente que ella también tiene que hacerse las pruebas y, en su caso, guardar la cuarentena. Consulta al encargado de la empresa, que es su interlocutor habitual, que le responde que si no tiene síntomas no debe hacerse las pruebas y ha de volver al trabajo inmediatamente (su horario diario es de 9 a 14 y de 17 a 20.30); si tuviese síntomas, si diese positivo en caso de hacerse las pruebas y no pudiese seguir haciendo su función, habría que prescindir de ella. No se puede dejar espacio a la competencia. Así le llega el dilema cotidiano: perder el empleo o callar y quizá formar parte de una cadena de contagiadores a la que habrá que rastrear.
Nuestra mujer no puede ser una heroína. Perdió el trabajo en marzo, al principio del confinamiento. Cerró el bar que la empleaba, en el que cobraba en negro sin ningún tipo de contrato: no ha tenido derecho a un ERTE ni al seguro de paro. Se quedó sin ingreso alguno. Leyendo día a día las webs que informan de posibles empleos (Infojobs, Infoempleo, Linkedin,…) se desesperó durante meses: no había nada. Al fin le salió lo de “asesora inmobiliaria” y el 1 de septiembre arrancó. Antes se compró la vestimenta formal que exige la empresa, vestido y zapatos, y empezó a cumplir las normas estéticas básicas de la inmobiliaria (llevar maquillaje discreto, el pelo arreglado, no abusar del perfume, no mostrar piercing ni tatuajes,…). Desde entonces, todos los días laborales camina entre 15 y 22 kilómetros según le indica su teléfono móvil, buscando operaciones, dejando publicidad de la inmobiliaria en los buzones de las casas y en los parabrisas de los coches en la zona que le ha correspondido. Siempre con mascarilla.
Contexto general: dos de cada tres jóvenes (segmento en el que nuestra protagonista se siente integrada) no tienen empleo y un tercio de los que lo tienen corre en el riesgo de perderlo (Juventud en riesgo, informe del Consejo de Juventud y del Instituto de Juventud). Y cuatro características del actual mercado de trabajo español: 1) se está asentando el incremento de la precariedad e inseguridad laboral; 2) el trabajo indefinido y a tiempo completo es hoy en día “una quimera” para cerca de cuatro de cada 10 trabajadores; 3) la inestabilidad laboral alcanza a 7,8 millones de personas que viven en hogares donde el sustentador principal mantiene una relación muy insegura con el empleo; y 4) el trabajo ha perdido su relevante rol de garantizar la inclusión social: contar con un empleo no protege ante situaciones de exclusión o pobreza.
A pesar de todo esto, nuestra protagonista se siente afortunada dado el panorama, aunque tiembla literalmente ante la posibilidad de que la pandemia la perjudique y le haga perder su empleo (las necesidades de varias personas, incluido un niño, dependen de ella). Le da miedo ser identificada, pero no cree que su situación sea excepcional, sino habitual.
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