Iconoclastas
Mientras derribamos estatuas, también consumimos ídolos a una velocidad endiablada, bulímicos de amores y odios, y de las etiquetas que los representan
En una tienda de juguetes solo quedaba una Barbie: una negra en silla de ruedas. Múltiple discriminación, por ser afroamericana, discapacitada y Barbie, una pija imperialista. Con una camiseta del Espanyol, que este año va fatal, la remataban. Intuyo que esto encierra algo muy contemporáneo, no sé qué es, pero lo veremos claro más adelante, con perspectiva. Los desvelos de los fabricantes por adaptarse a lo políticamente correcto son entrañables. La primera que hicieron con silla de ruedas no cabía en el ascensor de la propia casa Barbie, que hubo que reformar. Adecuarse al gusto de los demás es tarea agotadora, la gente nunca está contenta. Si a una empresa, con todos sus asesores, le cuesta seguir los dilemas morales del día a día, cómo no nos va a costar a los demás. Es difícil ser una persona sensible de tu tiempo. Pongamos el tema de las estatuas. Que derriben en Bélgica las del genocida Leopoldo II me parece estupendo. Lo de Colón ya no sé, fue sin querer, no había intencionalidad de descubrir América. Pero me atasqué con la estatua en Milán de Indro Montanelli, periodista y escritor al que admiro. Es el viejo dilema entre el artista, la persona y su época: unas pintadas (“Violador” y “Racista”) han recordado que estando con el ejército italiano en Eritrea en 1935 compró a un señor a su niña de 13 años, se casó con ella –en Italia eso era delito- y la dejó allí cuando se largó. Él mismo lo contó en televisión en 1969, tan tranquilamente. Uno puede pensar: ah, entonces se veía de otra manera. Pero no, ya en aquel programa una espectadora le pegó un contundente repaso, con argumentos que cualquiera usaría hoy. La mujer parecía teletransportada desde 2020. Era de su tiempo, pero era el mundo el que estaba en otra onda. Y lo ha estado al menos hasta 2006, año de instalación de la escultura, antes de ayer. Está claro que el racismo y la pederastia han sido consideradas minucias hasta hace nada, y algo estamos avanzando. Me pregunto qué hay ahora que nos parezca normal y no lo sea dentro de unos años, ya nos sorprenderemos.
Llevo fatal lo de Montanelli. Aceptar las contradicciones de un ser humano, a veces enormes, es cosa dificilísima, no digamos con uno mismo. Somos un extraño compendio de claroscuros. En las placas de muchos próceres podría ponerse “Grandísimo hijo de puta. Magnífico estadista”, y las dos cosas serían verdad a la vez. Una pintada, si es informativa y rigurosa, no me parece mal, es lo mínimo y completa el retrato. Luego hay que mirar el conjunto, el tiempo hace el resto, ya lo está haciendo.
Esta época tolera mal las contradicciones, quizá porque vivimos inmersos en ellas y queremos certezas. Por eso hay una mímica de exhibición: me partía la caja el ver arrodillarse a los de Bildu por lo de Floyd, cuando no son capaces de condenar unas pintadas a vecinos de su pueblo. Y la semana que viene, a otra cosa. Por cierto ¿qué ha sido de Greta Thunberg? A mí me caía bien (a otros fatal, claro). Mientras derribamos estatuas, consumimos ídolos a una velocidad endiablada, bulímicos de amores y odios, y de las etiquetas que los representan. Es un frenético “me gusta” y “no me gusta” cotidiano, con lo complicado que es todo, que se me acaba el espacio y no llego a ninguna conclusión, una solución, una moraleja, y usted lector probablemente esté esperando ver de qué pie cojeo, para odiarme o apreciarme. “Yo tenía vocación de autodidacta, de autodidacta puro, de esos que no han leído nunca un libro y que dicen frases explosivas y llenas de vida; pero una semi-cultura, una semi-instrucción y una semi-cobardía frustraron ese ambicioso proyecto”, dijo una vez Berlanga, cómo le comprendo. Esa frustración hoy es mayor, hay que leer mucho para entender algo. Los mitos de otra época se te caen del pedestal y con los de esta te da la risa.
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