Los camareros están apagados
Parece mentira la expresividad que encierra ese trocito de piel oculto por la mascarilla. Minúsculos movimientos que también son lenguaje, ahora perdidos
No sé ustedes, pero tengo un problema con los burócratas obtusos. El otro día me vi en una de esas discusiones en que te falta un papelito y de ahí no los sacas. Creía que nada podía ser peor, pero sí: esa misma situación con mascarilla. Es muy raro discutir con mascarilla, no se discute bien. No puedes gritar, no se te entiende, no oyes, y todo esto a dos metros. Acercarse es señal de agresividad y ya quitarse la mascarilla es como si fueras Hulk desgarrándose la camisa, que es lo que me pedía el cuerpo, porque ya vas amordazado de casa. Fue una bronca extraña, justo por esa media cara que ya no vemos.
Parece mentira la expresividad que encierra ese trocito de piel ahora oculto, los pómulos, la comisura de los labios. Minúsculos movimientos que también son lenguaje, empatía, ahora perdidos. Es increíble la cantidad de humanidad que se va, que de repente no está. Evidentemente esto no ayuda en un momento en que necesitamos toda la que tengamos, porque son tiempos duros. Hay una hostilidad añadida en la impasibilidad de los rostros, y es peor para el más débil. Lo mío fue una chorrada, pero pensaba en las colas para pedir trabajo, para comer, para un subsidio, evitar un embargo, reclamar un derecho. Te pueden despedir con mascarilla, o por Zoom. Ya no habrá personas reconocibles en ese proceso, son intercambiables. Hasta los camareros con mascarilla están más apagados, parecen autómatas. Otra cosa: en la calle ya no hay guapos ni feos. Somos todos estándar, un Míster Potato a medio hacer. Solo conoces de verdad a alguien estos días si se quita la mascarilla, para ver cómo es, y recordarlo. Si no, somos todos olvidables. Por otro lado, seguir como si aquí no hubiera pasado nada es muy difícil. Lo sabes en momentos de súbito desánimo que recuerdan que hay un duelo oculto, que aún no hemos superado por volver a la normalidad, porque lo que ha pasado no ha sido normal. La gente de repente falla, explota. Todos necesitamos unas vacaciones, pero muchos antes necesitan un trabajo.
Debo admitir ahora que lo que pasó luego en esa oficina que decía fue igual de revelador que la pelea inicial. Después de tener que volver tres veces, uno de los funcionarios se quitó la máscara, metafóricamente hablando, y se mostró como era: jornadas de 13 horas con la mascarilla, colas interminables, una hora de ida y otra de vuelta a su casa en transporte público, no les han hecho el test, ni está previsto. Y con ciudadanos nerviosos, tristes, de mala leche, como yo.
Las primeras mascarillas que vi en mi vida fue a escondidas en una serie que no me dejaban ver: MASH. Estar allí, en un hospital campestre en la guerra de Corea, me parecía lo más divertido del mundo, y eso que era un barrizal con tiendas de campaña, pero hacían chistes, jugaban al póquer, destilaban alcohol y ligaban con enfermeras. Salió de la divertidísima película de Robert Altman, que hizo también a escondidas, haciendo creer a los productores que era una historia patriótica. Tal como la recuerdo hoy tiene que ser pero que muy censurable —era una película contra los burócratas—, sobre todo por el tema enfermeras. Yo arreglaría esto de los filmes dudosos con una etiqueta así: “Queridos niños y espectadores, se ha descubierto algo increíble que debéis saber antes de ver esto: con el paso del tiempo, las cosas se ven de otra manera”. En MASH, con mascarillas y todo, mantenían la humanidad. Qué envidia ver cómo se insultan en el Congreso, sin contención, sin pudor, sin mascarilla. Quién pudiera.
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