Cómo la pandemia acabó con los planes improvisados
Con el coronavirus pierde la aventura, la idea de ir a cualquier bar, de viajar sin mapas, mientras ganan las compañías que vigilan todas nuestras coordenadas
"Como fuera de casa no se está en ninguna parte”, cuentan que dijo una vez el actor Antonio Gamero, el personaje del feriante en Amanece, que no es poco, la película de José Luis Cuerda. En estos días, encerrados aún en nuestros hogares, ahogados entre pantallas que nos agasajan con planes personalizados sin fin, la afirmación de Gamero nos recuerda que somos muchos los que preferimos lo inesperado a lo sabido. Simplemente, no queremos conocer de antemano las cartas que nos van a tocar. Porque ha llegado el momento de hablar del miedo. De lo que nos espera ahí fuera, de cómo nos va a tratar el futuro. Tenemos algunas pistas: si no ponemos remedio, la prioridad no van a ser las personas, sino la métrica.
En la vieja religión del antropocentrismo, más enajenada que nunca en este siglo XXI, los datos son el nuevo altar ante el que postrarse. Como un tiro, el capitalismo de control iba en línea recta, sin distracciones, a cumplir el propósito de saciar supuestas demandas de seguridad, regularización y orden. Ahora, en tiempos de pandemia, hay peligro de que ese nuevo camino pueda convertirse en un callejón sin salida. Y una idea terrible ronda por la cabeza. En una asombrosa paradoja, ahora que vivimos una época tan incierta, asoma la posibilidad de la muerte de la aventura. En estos tiempos por venir, el leve espacio que quedaba para lo impredecible en nuestras vidas puede desaparecer. De un plumazo, entendemos que en esta nueva senda por recorrer sale perdiendo lo incierto. Pierde la idea de ir a cualquier bar, entrar en un cine porque sí, tropezarse con desconocidos o pasear sin destino final. Pierde la idea de viaje sin mapas, de huida a ciegas y el coche rumbo a cualquier parte, al Pirineo, a Acra o a Azerbaiyán, a labrarte un futuro sin saber si nunca vas a volver.
La métrica no entiende la aventura porque su código puede con casi todo, pero es incapaz de concebir la muerte y, por tanto, la vida. La exacerbación de la cultura de la comodidad nos puede llevar a aceptar la oferta de un mundo disecado, que solo imita al mundo real. Entre el deseo y el pánico, gana el control y la predicción. Hipnotizados ante el esplendor de la tecnología, nos sumergimos en la trazabilización de la vida, que impone la cultura del registro, la sistematización y el método, donde la casa, transformada en un castillo en una nube, se erige en bastión contra los otros. En ese espacio gana por goleada la pantalla, todas las pantallas, engullendo primorosas la exactitud de todas nuestras coordenadas: el qué, cómo y cuándo, sin importar el porqué. Gana Google, Amazon y Netflix. Gana Ikea, Apple y Facebook. La epidemia nos lleva en volandas, de un suspiro, a un acelerón tecnológico sin precedentes donde la complejidad del mundo se transforma en algo conectable, medible y vendible. Asistimos, en riguroso directo, al peligro de un reduccionismo cicatero de todo lo nuestro. Es la jibarización de nuestras vidas.
Como seres infantilizados, solo pendientes de nosotros mismos, enredados en confortables y hacendosos hábitos digitales —como los adolescentes japoneses que sufren hikikomori y ya no quieren salir nunca más de sus habitaciones—, empezamos a olvidar el placer de mirar cara a cara a lo desconocido.
La falacia de la utopía solucionista
Pero no seamos cenizos. Nada está escrito. Para Ingrid Guardiola, ensayista y autora de El ojo y la navaja (Arcadia), nuestro sentido de la aventura no morirá a no ser que el capitalismo digital, con un minucioso trabajo de redes sociales y plataformas de entretenimiento, consiga controlar nuestra voluntad y nuestra conciencia. No seamos tampoco ingenuos: la métrica digital está determinando no solo lo que consumimos, sino también lo que pensamos y lo que deseamos. Guardiola subraya la urgencia de atender las teorías de Shoshana Zuboff, economista y profesora de Harvard Business School, quien alerta de que el denominado capitalismo de vigilancia mercantiliza la experiencia privada humana a partir de los datos del comportamiento (behavioural data), convirtiéndolos en beneficio al transformar dichos datos en productos predictivos de comportamiento. “Lo que se comercializa es el futuro. Las métricas no solo sirven para mejorar los productos o para establecer relaciones de nicho con los clientes, sino que también son útiles para eliminar el disenso o la diversidad”, advierte Guardiola.
Abramos los ojos: estamos más capacitados para vivir lo inesperado y afrontar lo inédito de lo que creemos
Pere Ortín, periodista y documentalista, también cree que, a pesar del abrumador crecimiento de la tecnología de control, el gusto por los desafíos y lo desconocido pervive en nosotros y no desaparecerá. “No sé dónde se encuentra el cromosoma de la aventura, metafóricamente hablando, pero tengo claro que es inherente al ser humano”, afirma. Ortín, director de la publicación de cultura viajera y crónica periodística Altaïr Magazine, dice que en estos días extraños le viene a la cabeza una reflexión de Edward O. Wilson, el prestigioso biólogo evolutivo y autor del libro El naturalista (Debate): la vida no está construida para ser explicada con facilidad. “La aventura humana no se puede empaquetar con datos. La utopía solucionista de la cultura digital, esa que pretende dar respuesta a todo a partir de la predicción y la razón, es una falacia”, señala Ortín.
En todo caso, aún permaneceremos en casa unos días más, pero la vida en piloto automático no tardará en volver, encadenados al dictado de un robot de bolsillo que nadie, nunca, jamás, pidió, caminando por una calle inundada de sol pero malviviendo en un lugar deshabitado llamado Internet. Sumisos al parpadeo digital, atrapados en un espesor infinito de propuestas, avisos y preguntas que te alcanzan allá donde estés, no hay donde esconderse. En Nowhere To Run, Martha and the Vandellas cantan al desasosiego de los pasos que huyen sabiendo que no hay posibilidad de escape.
Tras el confinamiento, tendremos que decidir si plantamos cara a la economía del control
Como piratas sin rumbo, sumergidos en el gran océano de las pantallas, nos cuesta nadar y llegar a la superficie, con miedo a reconocer en nosotros ese hedor a cerrado que desprende el conformismo con lo que viene, con lo que toca. Abramos los ojos: lo sabido y conocido nos gusta menos de lo que creemos, y estamos más capacitados para afrontar lo inédito y vivir en lo inesperado de lo que pensamos.
Cuando baje la marea del confinamiento, más allá del combate tecnológico contra la epidemia, tendremos que decidir si plantamos cara a la economía del control. Para empezar, estaría bien tirar el móvil al mar y perseguir la luz de un bar cualquiera, buscando algo nuevo en qué creer. Al fin y al cabo, podemos dejar atrás las ideas guardadas sin razón alguna.
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