Misterioso asesinato de una actriz ‘indie’: el caso de Adrienne Shelly, el suicidio que se convirtió en homicidio
Una de las intérpretes favoritas de la crítica en los noventa, esperaba triunfar en 2006 como directora cuando fue hallada muerta en su apartamento. Su viudo cuenta ahora, en un documental, su lucha para demostrar que no fue ella quien se quitó la vida
En la noche de Halloween de 2006, Adrienne Shelly, actriz, guionista, directora y uno de los rostros más reconocibles del cine independiente de los noventa, celebró una fiesta para Sophie, su hija de tres años, y sus amigos. Estaba feliz y nerviosa: esperaba recibir en unos días la confirmación de que su última película, La camarera, iba a participar en el Festival de Cine de Sundance. Aquella invitación supondría el espaldarazo definitivo a su carrera como realizadora.
Unas horas después de aquella fiesta, su marido, Andy Ostroy, la encontró colgada de una sábana en el baño del pequeño despacho del Village neoyorquino en el que se refugiaba para trabajar. Los medios llevaron la noticia a la primera página. “Estrella de cine indie se suicida, su marido encuentra a la mujer de 40 años ahorcada en su apartamento”, tituló The New York Post. La policía también manejaba únicamente la opción de una muerte voluntaria. “No hay nadie trabajando en el caso”, le comunicaron a Ostroy cuando llamó para preguntar cómo iba la investigación.
Pero él estaba firmemente convencido de que Adrienne no se había quitado la vida. ¿Por qué iba a suicidarse una mujer razonablemente realizada, con una hija por la que se desvivía y que estaba a punto de ver cumplido el sueño de su vida? Sabía que era imposible porque “estaba más feliz que nunca”. Lo cuenta en Adrienne, el documental de HBO Max que ha dirigido y producido para que nadie, y mucho menos su hija, la olvide. Valiéndose de una mezcla de grabaciones familiares, entrevistas a amigos como Paul Rudd o Cheryl Hines y alguna animación sencilla, Ostroy desgrana quién era Adrienne Shelly, qué sucedió realmente el día que murió y cómo fue para su familia sobrevivir a una tragedia inimaginable. Adrienne se puede ver como un true crime o como un manual para lidiar con la pérdida de un ser querido, pero sobre todo es un documento devastador sobre cómo la vida cambia en un solo instante.
La insistencia de Ostroy dio su fruto. Unos días después, la policía lo llamó para mostrarle el nudo que había ahogado a su esposa. ¿Sabía ella hacer un nudo así? Claro que no. Tampoco nadie que él conociese tenía unas zapatillas marca Reebok como las que habían dejado una huella polvorienta en el suelo del cuarto de baño. Contrató a un forense para que realizase una nueva autopsia y descubrieron que la actriz había sido estrangulada y, lo más importante para él, que “había luchado como una leona”. Aquel dato le reconfortó: su mujer no había renunciado a vivir.
Shelly siempre había tenido clara su vocación. Estudió interpretación y producción y, en cuanto pudo emanciparse, se trasladó a Manhattan dispuesta a cumplir su sueño. Envió fotos a todas las pruebas de reparto que se anunciaban en las revistas de cine y una de ellas acabó en manos de Hal Hartley, un bisoño director neoyorquino con apenas tres cortos en su haber que le dio el papel protagonista en su primera película, La increíble verdad (1989). El Festival de Toronto se prendó de aquella mezcla de melodrama e ironía que el crítico Roger Ebert definió como “una película para cinéfilos” y la distribuidora Miramax, de Harvey Weinstein, ansiosa por fagocitar todo lo que oliese a indie tras haber triunfado el año anterior con Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1988) de Steven Soderbergh, se apresuró a llamar al director para comprar los derechos y sugerirle que añadiese “carne fresca”. O sea, que pondrían dinero si se añadían escenas en las que Shelly apareciese desnuda. Pero si hoy el nombre de Hartley no es tan reconocible como el de otros compañeros de generación es porque siempre mantuvo fieramente su independencia y no se dejó seducir ni por el dinero ni por las palabras (o los gritos). Si Weinstein quería la película sería suya, pero no habría desnudos. Shelly acababa de descubrir lo que la industria esperaba de ella.
Su siguiente colaboración con Hartley, Trust (1990), también recibió los parabienes de la crítica. Llegó a Sundance como una de las favoritas y recibió el premio al mejor guion. El festival la había convertido en la primera musa del cine independiente. El crítico de cine Kent Jones la describió como “la primera actriz que sugiere una verdadera inteligencia suburbana”, Screen World la incluyó entre los actores más prometedores de 1991 junto a Brad Pitt y Juliette Lewis y una foto suya besando a Evan Dando fue la portada del especial de Spin sobre la “cultura alternativa”. Aunque había trampa: en el interior, la revista le dedicaba tres páginas al líder de Lemonheads, pero apenas un breve reseña a Shelly. La imagen de las mujeres vendía, sus palabras no tanto.
Hollywood la reclamó. Llegaron los agentes, las limusinas y los cifras desorbitadas, pero la mujer que tras el estreno de La increíble verdad en Sundance había preferido quedarse leyendo en la habitación del hotel antes que asistir a la fiesta organizada por Miramax estaba preparada para enfrentarlo.
Lo que se encontró en Los Ángeles lo contó en el documental de Rosanna Arquette Buscando a Debra Winger (2002), ese precedente del movimiento Me Too cuyos desgarradores testimonios sobre la cosificación de la mujer en la industria del cine pasaron sorprendentemente desapercibidos. Tras una llamada de su agente en la que le explicaba que había una propuesta para ella, pero tenía que “parecer follable”, llegó a una habitación en la que se encontró con un tipo “igual que el Señor Potato” que la miró directamente “a las tetas” en vez de a la cara. “Y entonces me di cuenta de que era imposible que me diesen el papel porque a él no le gustaban mis tetas”, comenta.
Era uno de esos momentos de aprovechar y colarse en la industria a cualquier precio. Shelly tenía su propia hoja de ruta. Sabía que una actriz valía entre poco y nada en Hollywood y se centró en lo que de verdad le interesaba: la creación de películas. Era complicado, pero ya sabía entonces que la única manera de que una mujer tuviese buenos personajes era que los escribiese ella misma. Desechó los papeles de bomba sexual y compaginó películas que ella misma consideraba espantosas, en su mayoría comedias con espíritu intelectualoide y bajo presupuesto, con papeles en series como Oz y Ley y Orden y obras de teatro que ella misma escribía y producía.
Sus dos primeras películas como directora tuvieron una recepción desigual, pero sentía que La camarera (2007) iba a significar su consagración. La escribió durante su octavo mes de embarazo y contaba la historia de una esposa maltratada que, tras quedarse embarazada, se enamora de su ginecólogo mientras hornea pasteles de forma más terapéutica que profesional. Ahí estaban de nuevo el humor extraño y la mezcla de drama y comedia que habían marcado los primeros años de su carrera. Contrató a Keri Russell para dar vida a la protagonista y ella se reservó un papel secundario. Desde la primera lectura del guion hubo la impresión de que iba a pasar algo importante con aquella película. Solo faltaba que los programadores de Sundance lo confirmasen.
La anhelada invitación al festival llegó el mismo día en que la policía detuvo al asesino de Shelly. Resultó ser Diego Pilco, un ecuatoriano de 19 años sin papeles que aquellos días estaba trabajando en una obra en el edificio. Según su primera confesión, la actriz había subido a quejarse del ruido. Temiendo que llamase a la policía y acabase deportado, la había empujado y Shelly se había golpeado contra una mesa. Creyéndola muerta, intentó ocultar su crimen fingiendo un suicidio. Esa fue la versión que prevaleció hasta que el juicio demostró la verdad: había entrado en el piso para robar y cuando ella lo descubrió hurgando en su bolso, la estranguló y luego la ahorcó.
El propio Pilco se lo confesó a Ostroy en 2019, cuando el marido de Shelly lo visitó en la cárcel para enfrentarse cara a cara con el hombre que había asesinado a la mujer de su vida. “Y también para humanizar a Adrienne ante él, de modo que en lugar de recordarla como una mujer aterrorizada que corre llamando a la policía, vea a una madre, una esposa, una hija, una hermana. Que comprenda todos los momentos de los últimos 14 años que Adrienne se perdió, que Sophie se perdió, que yo me perdí, que todos se perdieron”, declaró a The Guardian el pasado diciembre.
La detención de Pilco y la confirmación de que la muerte de Shelly no había sido voluntaria hizo que sus seres queridos pudieran pasar el duelo, y el estreno de La camarera en Sundance se convirtió en su gran despedida. Allí se reunieron protagonistas, amigos y familia. Aquella mujer menuda y optimista había cumplido su sueño aunque no estaba allí para vivirlo. Para subsanarlo, Ostroy viajó con parte de sus cenizas y las esparció por las nevadas aceras de Park City.
Con un coste de millón y medio de dólares, La camarera recaudó 25 millones. Fue el mayor éxito de la carrera de Shelly. En 2015, los productores Barry y Fran Weissler, expertos en recuperar musicales clásicos, la convirtieron en una obra, el primer musical con un equipo totalmente femenino. Se representó en Broadway durante cuatro años y sigue de gira por el mundo.
La inesperada noticia de la muerte de la actriz sacudió con tanta fuerza a los que la conocieron que empezaron a donar dinero a Ostroy de manera espontánea. Abrumado, decidió darle el uso que Shelly hubiera deseado. “Quería hacer algo que hablara de quién era Adrienne como persona y de cómo se conducía en la vida”, le explicó a la escritora y periodista Soraya Roberts. “Tenía muy claro que la misión debería ser ayudar a personas como ella: artistas en apuros, mujeres que no recibieron un trato justo y necesitaban ayuda”. Desde entonces, la Fundación Adrienne Shelly otorga subvenciones a mujeres cineastas. Una de las que las recibió fue Chloé Zhao, que una década después se convirtió en la segunda mujer que ha ganado un Oscar a la mejor dirección gracias a Nomadland. Un legado del que Adrienne Shelly se sentiría orgullosa.
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