“Se acabó, estoy harta”: Debra Winger, la estrella de cine que prefirió desaparecer antes de volverse invisible
A los 40, la actriz dijo "basta" tras sentir que era injustamente pagada y tratada en la industria de Hollywood. Hoy, cuando cumple 65, se mantiene fiel a esa promesa y aunque trabaja en televisión y teatro presume de que nadie la reconoce ya por la calle
En 2002, Rosanna Arquette dirigió un documental en el que varias actrices maduras se reunían en casa de Melanie Griffith para denunciar la jubilación forzosa de las mujeres en Hollywood pasados los 40 años. Lo tituló Buscando a Debra Winger. Aquel documental inició una conversación cultural que no se ha apagado desde entonces y que ha tenido como símbolo a Winger: la estrella de cine que un día se cansó y, en vez de quejarse de la industria, se atrevió a retirarse y desaparecer en sus propios términos antes de que otros la invisibilizasen.
“Investigué y estudié los cómics, pero luego llegué al set y me decían 'No, no, limítate a girar sobre ti misma y transformarte en fuego'. Eso no era interpretación, era prostitución, así que empleé todo mi sueldo en pagar abogados para que me liberasen de aquel contrato”
Debra Winger (Ohio, 1955) pasó su adolescencia en un kibutz, donde colaboró con el ejercito israelí, y tras volver a Estados Unidos sufrió un accidente que la dejó ciega y paralizó el lado izquierdo de su cuerpo. Durante su convalecencia de un año, decidió que si se recuperaba haría carrera en Hollywood. Ella misma confesaría al Washington Post que esta vocación surgió porque su familia apenas tenía fotos o vídeos de ella: “Es como si para el tercer hijo mis padres ya estuvieran cansados. De pequeña me asustaba que no hubiera fotos de mi infancia porque me hacía sentir que no existía”. Así que Winger llegó a la conclusión de que las cámaras de cine garantizarían su identidad. George Cukor, el legendario director de My Fair Lady, trató de disuadirla: “Esa voz... no sabes andar, no tienes clase”. Su padre también le advirtió que no lo conseguiría, porque las estrellas eran hermosas. Ella respondió: “Entonces no seré una estrella, seré una actriz”.
Desde su debut en la serie Wonder Woman, Debra Winger sufrió el choque entre su disciplina profesional y lo que la industria quería de ella. “Investigué y estudié los cómics, pero luego llegué al set y me decían 'No, no, limítate a girar sobre ti misma y transformarte en fuego'. Eso no era interpretación, era prostitución, así que empleé todo mi sueldo en pagar abogados para que me liberasen de aquel contrato”, recordó en la revista Esquire. “Lynda Carter [la protagonista] era un maniquí, su única preocupación era que yo no llevase la misma sombra de ojos que ella”.
Cuando el productor Robert Evans (El padrino, Chinatown, La semilla del diablo) vio su prueba para Cowboy de ciudad (1980), exclamó: “no me la follaría ni con un palo de tres metros”. El presidente del estudio la consideró “demasiado judía”. Pero el director James Bridges insistió en que le dieran el papel. La escena en la que Winger montaba un toro mecánico pasaría inmediatamente a la posteridad del erotismo americano.
Winger se convirtió en la actriz que mejor personificaba a las mujeres de los ochenta. “Ves una docena de Debras cada día: chicas de ciudad, modernas y preocupadas; más listas que los tipos con los que salen; con coches que no arrancan; con apartamentos limpios y vidas desorganizadas; chicas interesantes que no saben lo guapas que son porque su atractivo surge de su energía, de su aura de posibilidad. Debra Winger tiene la presencia más auténtica y cotidiana que se ha visto en una estrella americana”, ensalzó el crítico Henry Allen. La crítica Pauline Kael aseguró que Winger era uno de los principales motivos para seguir yendo al cine en los ochenta. La actriz, por su parte, se quejaba de que odiaba ir a eventos porque no tenía un personaje que interpretar en ellos.
“Me gustan los finales enigmáticos. En cuanto me sacaron en brazos de aquella puta fábrica me di cuenta de que no quería volver a hacer algo así. Desarrollé una alergia a los finales cerrados porque nos hacen sentir que la vida va a tener un clímax”
Durante el rodaje de Oficial y caballero, el productor Don Simpson (Flashdance, Top Gun) le daba pastillas para que retuviese menos líquidos y apareciese más delgada. A pesar del éxito de la película, que le daría su primera nominación al Oscar, la actriz se negó a promocionarla. Describió a su compañero Richard Gere “un muro de ladrillos” y al director Taylor Hackford “un animal” y explicó que lo que más detestaba de Oficial y caballero era, precisamente, la escena que más conmovía al público: el final con Gere vestido de uniforme rescatándola en brazos de la fábrica donde trabajaba. “Me gustan los finales enigmáticos. En cuanto me sacaron en brazos de aquella puta fábrica me di cuenta de que no quería volver a hacer algo así. Desarrollé una alergia a los finales cerrados porque nos hacen sentir que la vida va a tener un clímax”, afirmó. A ella le interesaban las historias sobre vidas mundanas, en las que la clase media del personaje no fuese un defecto ni una medalla, sino una condición intrínseca a su existencia.
Su enemistad con Shirley MacLaine en La fuerza del cariño sigue siendo una de las más mitificadas de Hollywood. La tensión entre sus personajes se trasladó a las actrices y MacLaine contó en su autobiografía que Winger llegó a levantarse la falda y tirarse un pedo durante una discusión a gritos. Las crónicas de la época señalaban la cocaína como causante de este histrionismo, pero Winger aclararía en Vanity Fair, años después, que aunque solía consumir (era el Hollywood de los ochenta, donde había más cocaína en los camerinos que comida en los caterings) nunca culpó a la droga de su volatilidad: “Si ese fuera el problema, habría sido tan fácil como dejar de tomarla”. En cuanto terminó el rodaje, la actriz ingresó en una clínica de desintoxicación. Cuando MacLaine ganó el Oscar al que Winger también estaba nominada, celebró la “turbulenta brillantez” de su compañera antes de exclamar: “¡Me lo merezco!”. A Winger no le hizo ninguna gracia, así que al día siguiente MacLaine le envió una camiseta que decía “Turbulenta significa brillante”. “¡Venga ya!”, respondió Winger en Los Angeles Times. “Si tienes que explicarlo no lo digas. ¿No podía haberse limitado a decir 'gracias zorra'? Al principio me alegré de que ganase porque así se callaría unos días, pero de repente empezó a celebrar su 50 cumpleaños una y otra vez”.
Debra Winger no tenía reparos en confesar que tenía más amigos que amigas (entre ellos, Jack Nicholson) porque consideraba que no se podía confiar en las mujeres. Como consecuencia, se obstinaba en regirse según las reglas solo permitidas a los hombres en Hollywood: vivir deprisa, hacer lo que le daba la gana, decir lo que pensaba. “En los ochenta, si un actor se iba a su camerino se asumía que estaba preparándose para una escena intensa. Si una actriz hacía lo mismo, se asumía que tenía la regla”, lamentó. Pero eso no significaba que se llevase bien con todos los tíos.
“Nada es comparable a la liberación que sentí. Sin hacer castings, sin esperar llamadas de teléfono, sin depender del juicio de los demás. Mi propia vida me resultaba más apasionante que cualquiera de las historias que pudiera vivir en la pantalla”
Winger odió cada minuto del rodaje de Peligrosamente juntos hasta el punto de que, incluso mientras la promocionaba, aclaró en The New York Times que le habían prometido una comedia sofisticada en la tradición de La costilla de Adán pero acabó siendo una película de acción genérica que “sacudía a los espectadores hasta que se les caían seis dólares del bolsillo”. Añadió que se sintió como “una rebanada de centeno en una bolsa de pan de molde”. “Me dieron el papel que iba a interpretar Bill Murray, pero nunca planeé hacer una película pirotécnica. Imaginad mi consternación al encontrarme a mí misma saltando al East River mientras pensaba en La costilla de Adán”.
Una noche, esperando para empezar a rodar, calada de frío hasta los huesos, le preguntó a su compañero Robert Redford cómo soportaba aquellas condiciones infrahumanas. Él respondió que amenizaba las esperas calculando el dinero que estaba ganando mientras no hacía nada. Winger echó cálculos y se dio cuenta de que, a pesar de ser la actriz mejor pagada del momento, su sueldo no le compensaba tanto como el de Redford. Al terminar aquel rodaje la actriz despidió a su agencia de representación CAA, la más poderosa de Hollywood. Durante los años siguientes su desmotivación la llevó a rechazar papeles que lanzarían carreras para otras actrices: Blue Velvet, Algo para recordar, Atracción fatal, Ghost o Ellas dan el golpe, que aceptó pero abandonó en cuanto se enteró de que Madonna estaría en el reparto. Antes de cada rodaje se pasaba meses preparándose mentalmente para el personaje y al terminar se echaba a la carretera y conducía durante semanas.
Su relación con la prensa echaba chispas gracias al conflicto que ella representaba: los medios se volvían locos con su franqueza, inédita en las estrellas de Hollywood, y aunque ella aborrecía conceder entrevistas no podía evitar generar titulares incendiarios. Winger se negó a atender a los periodistas que visitaron el set de El cielo protector, pero les regaló la siguiente observación: “Ya se encargarán John [Malkovich] y Bernardo [Bertolucci] de vosotros, porque son unas zorras de la prensa; John quiere ser un modelo de pasarela”. Su tercera nominación al Oscar en 1994 por Tierras de penumbra prometía una madurez espléndida para una mujer que, a pesar de su mala reputación profesional, seguía siendo una de las actrices más prestigiosas de Estados Unidos. Una de las pocas que conseguía irradiar magnetismo pareciendo una mujer normal. Pero en 1995 llegó su fecha de caducidad, los 40 años, y decidió que ya había tenido suficiente.
Tres semanas después de empezar el rodaje de Divine Rupture, cuya producción había puesto patas arriba la aldea irlandesa de Ballycotton, los productores se esfumaron con el dinero y todo el equipo, incluidos Marlon Brando (que se había asegurado de cobrar un millón por adelantado) y Johnny Depp, cogieron los bártulos y se largaron al día siguiente. Debra Winger prefirió quedarse y pagar de su bolsillo a todos los aldeanos que habían arrimado el hombro en el rodaje. Entonces se puso a conducir por Irlanda con su segundo marido (el actor Arliss Howard; Winger estuvo anteriormente casada con Timothy Hutton, con quien tiene un hijo, entre 1986 y 1990) y durante una parada se bajó del coche, se quedó de pie pensativa y exclamó: “Se acabó, estoy harta”.
Al regresar a Estados Unidos firmó su baja del sindicato de actores y la colocó en su espejo para verla todos los días. “Llevaba años queriendo renunciar”, contó al New York Magazine en 2001. “Me harté de escucharme a mí misma decir que quería abandonar. De empezar las entrevistas diciendo: '¡Odio las entrevistas!'. Pues vete. Dejé de leer guiones y dejó de importarme. No me fui de Hollywood, sino que caminé hacia otro lugar. Sabía exactamente dónde iba”. Dejar de ser actriz, interpretando vidas de otras mujeres, fue la única forma que encontró para empezar a vivir su propia vida auténtica.
Se dedicó a viajar, a cuidar de su granja, a ejercer como madre de sus tres hijos, a impartir un curso en Harvard y a trabajar en un par de obras de teatro con su marido. “Nada es comparable a la liberación que sentí. Sin hacer castings, sin esperar llamadas de teléfono, sin depender del juicio de los demás”, explicó. Winger dejó de leer los pocos guiones que le llegaban y cambió de número de teléfono. Estaba tan feliz yendo a trabajar en bicicleta que lloraba durante todo el trayecto. “Mi propia vida me resultaba más apasionante que cualquiera de las historias que pudiera vivir en la pantalla”.
Hoy, con los 65 años recién cumplidos, Winger está empeñada en desmitificar a Hollywood y a sí misma, empezando por su condición de abanderada de la causa de las actrices maduras (Arquette nunca le avisó de que titularía su documental Buscando a Debra Winger): “Michelle Pfeiffer y yo tenemos la misma edad. Empezamos en este negocio juntas, pero ahora parece mi hermana pequeña. ¿Cómo puede ocurrir algo así? Todo el mundo asume que quieres parecer más joven. Nadie lo cuestiona siquiera. El fotógrafo o el editor de foto asumen que quieres que borren todo de tu cara”. Winger, que habló de discriminación sexista en los ochenta cuando nadie más se atrevía, se niega hoy a sentir lástima por sus compañeras. “La gente que gana montones de dinero por su trabajo debería callarse. Si quieres hacerte un lifting hazte un lifting, pero no vayas por ahí luego explicando que lo has hecho por presión”, opinó en The Independent.
Winger anima a las actrices maduras a tener aspecto de mujeres maduras en vez de aparentar 30 años hasta los 70 mediante lo que ella denomina “caras cocidas”. “Albergo cierta compasión por mujeres como Nicole Kidman, a quien evidentemente han mirado su cara y la han diseccionado como si fuese un objeto. Yo no quiero ser la abanderada de las arrugas, pero te conviertes en eso si hablas abiertamente sobre el tema. La sociedad vuelve invisibles a las mujeres de cierta edad. ¿Recordáis a nuestras madres? ¿Recordáis lo inconvenientes que nos resultaban? En la primera etapa de mi vida llevé una antorcha por las mujeres feroces y espabiladas. Y ahora siento que puedo interpretar a las mujeres invisibles”, resumió. Debra Winger asegura que nadie la reconoce por la calle, porque tampoco la reconocían cuando era la actriz más prestigiosa de Hollywood. Su físico corriente fue su mejor aliado dentro y fuera de la pantalla y ella misma definió su cara como “la cara que no importa”.
Debra Winger ha salido de su retiro para un puñado de películas (La boda de Rachel) y series de televisión (En terapia, The Ranch). Pero su carrera no ha vuelto a despegar, en parte, porque lo que más interesa a la cultura pop de Debra Winger es su reputación de actriz imposible y su desaparición en 1995: ella fue la única que se atrevió a predicar con el ejemplo. El mayor símbolo que Debra Winger puede representar hoy es la incapacidad de Hollywood para crear personajes a la altura de su talento. “La gente sigue haciéndome preguntas como si yo fuera Yoda, como si tuviera las claves sobre la madurez femenina en esta industria. Pero yo no tengo las respuestas”, lamentó en 2010. “Solo sé que soy una de las personas más felices que conozco, pero eso puede ser porque no conozco a mucha gente”. Debra Winger detesta los desenlaces cerrados, pero al final ella ha encontrado su propio final feliz. “Mi único consejo, si os preocupa envejecer, es que tengáis menos espejos en casa”.
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