‘Jesucristo Superstar’: cómo “la peor idea de la historia” y un supuesto ataque contra el cristianismo logró captar a miles de jóvenes
Hace 50 años la prensa conservadora del Reino Unido, el país en que vio la luz por primera vez, tildó de sacrílego y blasfemo el álbum conceptual con el que empezó todo pensando que iba a tener una carrera comercial tan breve como anecdótica. Se equivocaron
El álbum conceptual con el que empezó todo acaba de cumplir 50 años. Se editó en septiembre de 1970 y pasó desapercibido en sus primeras semanas. La prensa conservadora del Reino Unido, el país en que vio la luz por primera vez, lo tildó de sacrílego y blasfemo, pero lo hizo con sordina, dando por supuesto que no era necesario hacer leña del árbol caído, porque aquel primer artefacto discográfico del dúo que formaban el compositor Andrew Lloyd Webber y el letrista Tim Rice iba a tener una carrera comercial tan breve como anecdótica.
Se equivocaron. Pocas semanas después, durante las vacaciones navideñas, el álbum rondaba el número uno de las listas de éxito estadounidenses, gracias sobre todo al demoledor estribillo y la exuberancia funk de su primer single, Superstar, aunque también tuvo mucho que ver la controversia generada por unas letras que pretendían ser una reinterpretación radical de los evangelios.
Hoy lo recordamos como una fascinante anomalía, un genuino producto de ese periodo desquiciado y contradictorio que fue la primera mitad de la década de los setenta. Una ópera rock que se pretendía vanguardista dedicada a un personaje tan canónico y tan trillado como Jesús de Nazaret. Un supuesto ataque frontal contra el cristianismo que acabó convirtiéndose en la más eficaz campaña de marketing que la religión de Jesús ha conocido en su último siglo de historia.
En años posteriores, el álbum sirvió de base a un musical estrenado en Broadway en octubre de 1971 y que estuvo en cartel hasta finales de 1973 y a una película dirigida por Norman Jewison que se estrenó en junio de 1973. Tres formatos distintos para el que, en esencia, viene a ser el mismo producto, un drama musical de sorprendente vigencia que forma parte del acervo cultural básico y sigue representándose hoy en día.
La quintaesencia del cristianismo ‘cool’
Porque Rice y Webber realizaron, sin ni siquiera pretenderlo, un milagro que parecía francamente improbable a finales de la década de los sesenta: acercar el cristianismo a la sensibilidad de toda una generación de jóvenes agnósticos hijos del rock’n roll. Por entonces, los discípulos de Elvis Presley y los del profeta del mar de Galilea parecían pertenecer a tribus irreconciliables. Para líderes religiosos ultraconservadores como el papa Pío XII, el rock, con su vacuo hedonismo y su sensualidad exacerbada, era la música del diablo, un obstáculo formidable para la salvación de las almas de la juventud descarriada. Para colmo, un rockero de izquierdas y con ínfulas intelectuales como John Lennon acababa de perpetrar el ultraje definitivo al asegurar, en 1966, que su banda, los Beatles, era “más famosa que Jesucristo”. Las imágenes de jóvenes estadounidenses reuniéndose para quemar en público sus propias copias de los discos del cuarteto de Liverpool se convirtieron en símbolo de ese cisma en apariencia insalvable entre subculturas juveniles disidentes y religiones organizadas.
La incomprensión mutua crecía a uno y otro lado de la trinchera. Desde el fundamentalismo religioso, escuchar música rock llegó a concebirse como un acto de apostasía. La generación Woodstock, con su rock vanguardista, beligerante y narcótico, les parecía más proclive a unirse a movimientos sectarios y homicidas de nuevo cuño, como la Family de Charles Manson, que a volver a interesarse por el Evangelio. El budismo, el hinduismo, el zoroastrismo, el gnosticismo herético y otras corrientes espirituales más o menos exóticas parecían por entonces compatibles, aunque fuese en versiones edulcoradas y desvirtuadas, con el espíritu de la contracultura contemporánea. El cristianismo no. Era percibido como una religión adocenada e hipócrita, incompatible con la autenticidad y la juventud.
En ese contexto, Rice y Webber triunfaron con una audaz deconstrucción del relato evangélico en la que, para empezar, se equiparaba a Jesucristo con objetos de idolatría contemporánea como las estrellas del rock. En su libreto (escrito desde el hasta entonces inédito punto de vista de Judas Iscariote, el apóstol traidor), Jesús es el líder de una insurrección política, la de los judíos contra el yugo de la Roma Imperial, que se transforma sobre la marcha en movimiento religioso y mesiánico. Un tipo carismático pero frágil, de una humanidad desconcertante, sensible al amor carnal de María Magdalena y atormentado por la servil estupidez de sus discípulos y por el frustrante silencio de un dios al que dirige sus súplicas sin obtener respuesta. Un hombre que acaba traicionado y abandonado por los suyos, sufre un martirio atroz y ni siquiera resucita antes de que caiga el telón, porque Rice y Webber tuvieron claro desde el principio que no iban a incluir en su versión de los hechos ningún detalle que confirmase la supuesta divinidad del mártir de la cruz. Ese, por extraño que parezca, es el Jesucristo del que se enamoraron los cientos de miles, tal vez millones, de jóvenes que volvieron al redil del cristianismo, en los setenta y décadas posteriores, inspirados por la sugerente puesta al día de una mitología que se estaba quedando obsoleta.
¿Una pésima idea?
La gestación de esta mitología contemporánea fue accidentada. Estaba previsto que fuese una obra de teatro, pero empezó siendo un álbum conceptual porque ninguno de los productores con los que contactaron Rice y Lloyd Webber en verano de 1969 se mostró dispuesto a llevarla al escenario. Uno de ellos llegó a decirles, según recordaba Lloyd Webber años después, que hacer un drama musical basado en los Evangelios le parecía “la peor idea de la historia”. Letrista y compositor llevaban trabajando juntos desde 1965 y ya se habían asomado al éxito conjunto en 1968 con la comedia kitsch Joseph and the Amazing Technicolor Dreamcoat, representada en escenarios tan pintorescos como la londinense catedral de San Pablo. El rechazo que suscitaba su nuevo proyecto les sorprendió, pero no consiguió desanimarles.
Lloyd Webber recuerda que se inspiraron en uno de los versos de With God in our side, canción de Bob Dylan del año 1964. En concreto, el que dice: “¿Es que acaso Judas Iscariote no tenía a Dios de su lado?”. “Esa sencilla frase”, declaró el compositor, “nos resultaba muy sugerente, porque permitía interpretar el personaje de Judas desde una nueva perspectiva, no como el traidor perverso y sin redención posible del relato bíblico, sino como un pobre hombre forzado por las circunstancias a jugar un papel ingrato en la realización de los planes de Dios”.
A Lloyd Webber se le ocurrió la primera de las melodías de la obra un día de primavera que paseaba por Fulham Road, en Londres. Entró a un restaurante italiano que frecuentaba por entonces y pidió al camarero que le pasase una servilleta: “Necesitaba dejar escrita esa melodía formidable que se había materializado en mi cerebro, tenía miedo de perderla”. Era la base del tema principal, el más reconocible de la obra, el que nueve de cada diez terrícolas han silbado o tarareado en alguna ocasión. Partiendo de esa primera intuición, Rice y Lloyd Webber trabajaron juntos en una veintena de canciones narrativas que estuvieron listas en muy pocos meses.
A falta de teatros en que representar su obra, Lloyd Webber y Rice decidieron editar las canciones en que estaban trabajando como un doble álbum de 87 minutos, en la estela de óperas rock tan populares por entonces como Tommy, de The Who. Contaron con voces notables, como la de Ian Gillan, cantante por entonces de los británicos Deep Purple, Murray Head y, sobre todo, una excepcional María Magdalena: Yvonne Elliman, vocalista de jazz hawaiana a la que Lloyd Webber descubrió por casualidad en un club del barrio neoyorquino de Chelsea. En febrero de 1971, cuando el disco alcanzó por fin el número 1 en Estados Unidos, el dúo estaba trabajando ya en el musical de Broadway, que iba a dirigir Tom O’Horgan y para el que escribieron temas adicionales. Se estrenó en octubre y fue acogido con relativa indiferencia por la crítica. Clive Barnes escribió en The New York Times que le recordaba al Empire State Building: “No es que carezca de interés, pero sí de capacidad de sorpresa y verdadero valor artístico”. Aunque fue un considerable éxito (superó las 700 representaciones y fue nominada a cinco premios Tony), la adaptación decepcionó a Lloyd Webber, que la consideraba “estridente y vulgar”.
Mucho mejor resultó la película basada en el álbum, con un guion notable en el que trabajaron Melvyn Bragg y el propio director Norman Jewison. El cineasta decidió ambientar la historia en el Israel contemporáneo, siguiendo los pasos de un grupo de hombres de teatro estadounidense que acuden a Tierra Santa para representar la obra. Ted Neeley, cantante estadounidense de un rango vocal superlativo, asumió el papel de Jesucristo, secundado por un enérgico y doliente Judas, Cal Anderson, y la poco menos que imprescindible Yvonne Elliman como María Magdalena. La película costó 3,5 millones de dólares y recaudó en su primer año alrededor de 25. Semejante éxito acabó de consolidar la franquicia como uno de los grandes fenómenos culturales de la década de los setenta.
Un Jesucristo marxista
Pero lo más sorprendente de todo tal vez sea hasta qué punto esa reescritura heterodoxa y en clave contemporánea del viejo relato ha acabado suplantando en gran medida al cristianismo ortodoxo. El supuesto trasfondo revolucionario del sermón de la montaña, la lectura en clave social de la expulsión de los mercaderes del templo, el énfasis en el amor de la prostituta redimida, la crisis de angustia al pie de la cruz de un Jesús demasiado humano, incluso el papel de Judas como traidor leal, torturado y reticente: todos son aspectos de la versión de Rice y Webber que se han popularizado hasta el punto de formar parte de la imagen privada de Jesús que tienen muchos cristianos.
Confesiones cristianas como la propia iglesia católica hace años que renunciaron a combatir este nuevo relato hegemónico. Lo aceptan desde un resignado pragmatismo. Después de todo, como dijo el papa Pablo VI, al que los productores de la película ofrecieron en 1973 un pase privado en el Vaticano en un intento de demostrarle que no había en ella nada que pudiese ofender a la comunidad católica, “la de ustedes es una película muy interesante y muy bien hecha, y creo que va a contribuir a que muchas personas recuperen el interés por el cristianismo”.
La de Pablo VI era, por supuesto, la iglesia católica reformada que trajo en 1962 el Concilio Vaticano II. Sin embargo, resulta muy llamativa la docilidad con que acabó dejándose colonizar por un Jesucristo ajeno, procedente de la constelación pop. Jesus Christ Superstar, en cualquiera de sus versiones, viene representándose en parroquias y escuelas católicas desde hace décadas. Incluso en la España de los ochenta, recién salida del franquismo, aunque fuese en las versiones en castellano (algo suavizadas, pero sin traicionar del todo el espíritu del original) que popularizaron Camilo Sesto y Pablo Abraira.
Mientras predicadores evangélicos y pastores anglicanos insistían en lo erróneo del mensaje y la maldad intrínseca de la obra de Rice y Lloyd Webber e incitaban a boicotearla, la iglesia de Roma optó por incorporarla a su propio arsenal de persuasión y seducción. Ya en 1971, Radio Vaticano, la emisora de la Santa Sede, programó el álbum entero, de la primera canción a la última, tras presentarlo con un par de frases que eran toda una declaración de intenciones: “Se trata de una obra importante. Podrían escucharla ustedes en cualquier sitio, pero creemos que vale la pena que la escuchen aquí”. Es decir, si no puedes con tu enemigo, únete a él.
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