Bellísima, esnob e irreal: cómo la ficción convirtió París en una fantasía solo para blancos
Se cumplen 20 años del estreno de ‘Amelie’, la película que oficializó París como una ciudad amable, ‘cuqui’ y acogedora donde ser excéntrico es romántico, y vuelve ‘Emily In Paris’, el fenómeno de Netflix que actualiza la misma lógica a 2021
Cuando se cumplen 20 años del estreno de Amélie, la película que renovó el mito de París para las nuevas generaciones, todo el mundo recuerda exactamente en qué consiste ese mito aunque cueste definirlo. Es la idea de París como una ciudad de una belleza, elegancia y encanto tales que cambian para siempre a quien la visita o tiene la suerte de vivir allí durante una temporada. La literatura, el cine y la ficción, a menudo desde una mirada extranjera —como demuestra el éxito de la serie de Netflix Emily in Paris, a punto de estrenar su segunda temporada― han ayudado a construir para nuestra era una imagen que ya existía desde que, en un punto entre el Renacimiento y la Ilustración, París se convirtió en la ciudad más avanzada, sofisticada y hedonista del mundo occidental. Hace muchos años (se suele datar su decadencia en la Segunda Guerra Mundial) que París no es una de las ciudades que lideran el desarrollo mundial, pero su presencia en el imaginario colectivo sigue gozando de excelente salud y vigencia. ¿Cuánto de esto se ha construido sobre la ficción? Y, sobre todo, ¿qué hay de real en ese París?
“De alguna manera, ese cliché, alimentado por la ficción y por la fascinación que acarrea el peso de su historia, creo que es su trampa, su gancho, lo que provoca que quieras vivir allí. Es una ciudad que inevitablemente se ha soñado antes”, responde el escritor Use Lahoz, que dedicó un libro de viajes a la ciudad en la que residió un tiempo. “Pero artísticamente, arquitectónicamente, culturalmente, es extraordinariamente tentadora. Suena a tópico, pero es cierto lo que decía Enrique Vila-Matas, no se acaba nunca, no acabas de conocerla nunca, y eso es lo atractivo. Por eso es una ciudad transformadora, porque no es ese decorado de la ficción”.
Esa idea de París transformadora es una de las más queridas y tratadas por la cultura, sobre todo por la creada en Estados Unidos y exportada con éxito al resto del planeta. Ernest Hemingway, los Fitzgerald y la generación perdida escribieron sobre aquel París de entreguerras al que huían jóvenes bohemios de todo el mundo en busca de “otra cosa” (ese mundo fue plasmado por Woody Allen en Midnight in Paris, su película de más éxito en décadas, demostrando que la nostalgia de la ciudad gozaba de excelente salud hace 10 años también). La misma Dorothy Parker parodió en uno de sus relatos la figura del estadounidense que vuelve de París considerándose demasiado sofisticado para la vulgar América. Use Lahoz apunta que esta relevancia también tiene su peso en la literatura en castellano: “Rubén Darío inventa en París el modernismo con el que transforma el lenguaje. Qué bonito es cuando dice en las memorias: ‘Cuando era niño, en mis oraciones, le rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París’. También influye en el boom latinoamericano, porque Vargas Llosa y García Márquez escriben aquí, en la misma chambre de bonne, además, novelas fundacionales”.
Esa capacidad mágica de París de convertir a cualquier persona en el paradigma de la elegancia (en su encarnación más cliché, preferiblemente vestido con boina, camiseta de rayas, una baguette bajo el brazo y bebiendo vino en un bistrot con aire displicente) se multiplicó con la inestimable ayuda de la exportación cultural más exitosa de Estados Unidos: Hollywood. Sobre esto, señala Endika Rey, profesor de filología y comunicación en la Universidad de Barcelona, “están títulos clásicos como Un americano en París, Una cara con ángel y Sabrina, donde Gene Kelly y Audrey Hepburn no alcanzan su plenitud hasta vivir en la ciudad, pero esta idea no se queda en ese momento histórico sino que se mantiene hasta el cine más contemporáneo. Pienso en títulos como Soñadores, que no deja de estar contada bajo el punto de vista de un norteamericano que visita el mayo del 68 casi como un turista. O en La La Land, cuya protagonista dedica una de las canciones más importantes de la película a su tía que vivía en París y que era su modelo a imitar. Hasta en un dramón como Revolutionary Road la única salida a un matrimonio depresivo era el sueño imposible de viajar a la ciudad de las luces”.
Incluso algunas de las series de televisión que representan con más ahínco el american way of life (con lo que tiene éste también de fantasía y de construcción artificial) no han eludido la presencia de París como ciudad transformadora. Brenda Walsh, de Sensación de vivir, volvía de su verano parisién creyéndose mucho más moderna y adulta (no tardaba en descubrir que Dylan y Kelly se habían liado en su ausencia), lo que se plasmaba en que, de pronto, fumaba. “El cliffhanger del último episodio de Friends, por ejemplo, era que Rachel había conseguido su trabajo soñado en París”, añade Endika Rey. Y la serie que convirtió Nueva York en una fantasía capitalista de vaga emancipación femenina a golpe de consumo de hombres, tacones o cosmopolitans perfecta para la nueva era de Giuliani (después de décadas de mostrar una ciudad mucho más oscura y conflictiva en la ficción), Sexo en Nueva York, planteó el conflicto de sus últimos capítulos en una elección de la protagonista, Carrie, no solo entre dos hombres, sino entre dos ciudades: Nueva York y París.
Precisamente el creador de Sexo en Nueva York, Darren Starr, es el responsable del último gran aporte popular en el mito de la ciudad: Emily in Paris. La visión de Netflix intenta a veces mostrar una parte menos dulcificada de la capital francesa, con sus personajes antipáticos y la frialdad en las relaciones sociales, pero en ella gana definitivamente el París de cuento. Comparar la serie con la realidad de los parisienses se ha convertido ya en un subgénero periodístico y en un meme de Internet. En un artículo en The Guardian, la periodista Alice Pfeiffer analizaba la serie desde una perspectiva francesa, incidiendo en lo irreal del maravilloso apartamento de Emily (en un edificio sin ascensor, eso sí), en la cantidad de tiempo libre para hacer vida social que le deja a la protagonista su trabajo (con jornadas que empiezan a las diez y media) y en cómo su sueldo podía dar para frecuentar tantos lujosos restaurantes. Pfeiffer era la persona idónea para tratar este choque entre la París inventada y la vivida por ser la autora de Je ne suis pas Parisienne (No soy parisiense), un ensayo en el que desmonta una de las encarnaciones más sólidas y unidas a París, la de la parisienne, o cómo ser o debe ser una mujer de París (eso a lo que aspira Emily).
El de la parisienne es un cliché que hunde sus raíces en el siglo XVIII (igual que el de la ciudad), como desarrolla Emmanuelle Retaillaud en su libro La Parisienne. Histoire d’un mythe. Du siècle des Lumières à nos jours, pero su plasmación moderna la hizo Inés de la Fressange en su libro de gran éxito La parisina. En esta “guía de estilo”, la modelo e icono escribía “tener una actitud made in Paris más bien es un estado de ánimo. Como ser rockera y nada burguesa, por ejemplo”, y citaba a Jane Birkin y Charlotte Gainsbourg como ejemplo. Sin embargo, Alice Pfeiffer denunciaba en su obra que “el concepto de la parisienne se ha convertido en una máquina de hacer dinero, en un modelo de negocio. Hoy nos damos cuenta de que son valores blancos, heterosexuales, burgueses… Los gigantes del lujo a principios de los 2000 comenzaron a vender “Francia” y a “la parisienne” dentro del paquete. Son valores capitalistas disfrazados de republicanos”.
Señalaba a toda esa plétora de mujeres, a menudo racializadas y de clase baja, “a las que se les ha negado el derecho a erigirse como parisinas y denigradas por comparación con la única parisienne”, pese a ser tan residentes o nacidas en París como esa encarnación mítica de los valores de la ciudad. Para rizar el rizo, se da la circunstancia de que el libro No soy parisina aparece en la serie Emily in Paris como una de las lecturas de la mesilla de noche de la protagonista.
Sobre la vida real de los parisienses de hoy reflexiona Use Lahoz: “En París hay una expresión muy popular, que viene del mayo del 68, metro, boulot, dodo. O sea: metro, trabajo, dormir. Parte de un verso de Pierre Béarn y hace referencia a ese ritmo cotidiano de los parisienses. Alejo Carpentier en sus memorias tiene una entrada maravillosa en la que se queja de la falta de espontaneidad de la gente en París, dice que es enemiga de la improvisación, que encontrarse con alguien es un trabajo, y eso es real todavía. Hay amigos íntimos que se ven cada seis meses y conciertan la cita con antelación a la hora en punto y en el lugar preciso. En la ficción, París suele recibir con los brazos abiertos, en la realidad te la tienes que ganar. Es muy poliédrica: por un lado es burbujeante, llena de motivaciones culturales, y por otro está llena de soledad. Si quieres tranquilidad y calidad de vida no es el lugar, pero es generosa porque te enriquece. Lo que te quita en energía, te lo devuelve en conocimiento”.
En realidad el asunto no es tanto que la París soñada, por mucho que tenga de construcción, no exista. Es que la visión hegemónica de la ciudad excluye otras realidades, las más complejas, menos cuquis o instagrameables. La misma Emily in Paris ha sido acusada (entre otras cosas) de “blanquear” las calles de la ciudad, y ya se ha anunciado que la segunda temporada de la serie será más diversa. El contraste entre el París fantaseado y el real puede ser tan chocante que hasta se ha tipificado como trastorno. “Del mismo modo que existe el síndrome de Stendhal, también existe el síndrome de París”, explica Use. “Es esa alteración psicológica rara y repentina que experimentan muchos turistas, especialmente japoneses, al encontrarse con el París real y no con el de las revistas de las agencias de viajes. De pronto se equivocan de parada de metro y aparecen en la esquina de Barbès Rochechouart o en Chateau d’Eau y les genera ansiedad, depresión o alucinaciones”.
Ese París que no sale en las postales ha aparecido también en el cine, pero, como señala Endika Rey, “la mayoría de producciones que tratan la ciudad de París desde una vertiente menos luminosa provienen de la propia Francia y, en consecuencia, han tenido menos influencia en la confección de ese imaginario colectivo. Es cierto que también existen títulos hollywoodienses como Frenético, Taken o alguna película de la saga Bourne donde París es retratada como una ciudad conflictiva, pero son muchas menos”. En este sentido, resulta reseñable que Amélie, que creó un nuevo paradigma de lo parisiense, sea una película francesa. Su caso resulta reseñable por el éxito obtenido, convertida prácticamente en un hito cultural del cambio de siglo; pocos años después de su estreno, la autora de este artículo vio en el escaparate de una tienda el cartel “Se busca dependienta tipo Amélie”, con una foto de Audrey Tautou en la película.
“En French Kiss, que es seis años anterior a Amélie, París se trataba casi como un chiste, como si ya en los noventa fuese considerada un lugar común de las comedias románticas”, reflexiona Rey. “Amélie consiguió contar lo mismo que todas las otras películas del género (chica conoce chico) pero dejando de lado la distancia irónica, haciendo una apología de lo bonito, reivindicando una cierta esencia naif. Creo que es por eso que hoy hay una corriente tan grande en contra de la película: porque es una película cero cínica. En este sentido, más que renovar la imagen de París, Amélie contribuyó a actualizar esa antigua idea de la ciudad del amor. Además se estrenó el mismo año que Moulin Rouge, que también transcurría en un París de un romanticismo exacerbado. Me da la sensación de que toda una nueva generación vinculó de repente la ciudad a los colores de esas películas y a sus escenarios a medio camino entre la realidad y la fantasía”.
“No creo que Amélie contribuya a esa imagen extranjera de la ciudad”, remata Rey. “Para bien y para mal, me da la sensación de que su mirada es íntegramente francesa. Tal vez sea un escaparate, pero es uno con productos de denominación de origen”.
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