Un doloroso ejemplo de la barbarie urbanística que hemos heredado
El volcán Cumbre Vieja consume el paisaje y a los vecinos de La Palma, un lugar bello y privilegiado para tomar conciencia de nuestra pequeñez
Este artículo fue publicado originalmente en el número 92 de ICON el 2 de octubre de 2021.
Desde hace 24 horas vivo pendiente del volcán de La Palma, una catástrofe cuyo alcance es imposible prever al cierre de esta columna. Reserva Mundial de la Biosfera, La Palma es una de las islas más altas del planeta en relación a su diámetro, motivo por el que en su cima están ubicados algunos de los telescopios más importantes del Hemisferio Norte. Es decir, La Palma es un lugar privilegiado para tomar conciencia de nuestra pequeñez.
Esa particularidad, la de un lugar muy pequeño y remoto abierto a la inmensidad del océano Atlántico y del universo, convierte la isla en un sitio extraño, no para todo el mundo, abrupto y melancólico, con barrancos y acantilados de vértigo y, a diferencia de otras islas canarias, muy verde, con mucha vegetación. Un lugar algo inquietante que en gran medida, aunque por desgracia no del todo, se ha librado del turismo de masas por sus escasas playas, algunas bastante peligrosas, y porque la arena negra y las rocas no suelen ser para los amantes del cómodo chiringuito y la discoteca.
Hasta que llegó el volcán de la Cumbre Vieja y la ministra de Industria, Comercio y Turismo, Reyes Maroto, se apuntaba el tanto de unas desafortunadas declaraciones sobre la explotación turística de un fenómeno que “hay que aprovechar”. Una respuesta que, sin el mismo eco, había dejado caer horas antes el propio presidente de Canarias, Ángel Víctor Torres, y que solo refleja una ansiosa urgencia por repetir los errores de siempre.
Muchas de las casas que la lava ha arrasado, además de preciosos pajeros de labranza, son de extranjeros que han construido o reconstruido viviendas rurales en una de las zonas más soleadas de la isla. Personas que huyen de los paquetes turísticos para invertir de verdad en el tejido de la economía local. Mucho antes de que algunos lugareños tomasen conciencia de su extraordinario entorno, eran los alemanes y cuatro locos quienes compraban y restauraban las casas antiguas salvaguardando un patrimonio pateado por las autoridades locales.
Prefiero no regodearme en la insensibilidad ante los que han perdido su techo o sus cultivos, ante miles de personas aterradas, para detenerme en cómo la desmemoria de este país empieza a ser una patología muy peligrosa. Nuestro pasado de desvergonzada y destructiva (anti)planificación turística es una de las señas de identidad de un mapa cuya belleza ha sido explotada hasta convertir el paisaje en un enjambre de paraísos perdidos que no tuvieron la protección que merecían. Ese desprecio por el entorno natural y la arquitectura popular prevalece, ninguna región se salva. Canarias es un doloroso ejemplo de la barbarie urbanística que hemos heredado. Metan en Google edificio Mesa del Mar, Tacoronte, Tenerife, y entenderán el nivel de atrocidad al que se llegó en el archipiélago durante el desarrollismo franquista. ¿Y para qué? Casi todo el mundo lo sabe y casi todo el mundo se hace el sueco: pan para hoy, hambre para mañana. El cinismo no conoce límites y por eso, ante un “maravilloso espectáculo de la naturaleza” lo que brilla, es la otra lava, la del turismo, buscando cualquier grieta para sus nuevas erupciones.
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