John Carpenter, un “capitalista feliz”: “Las películas de terror no tienen que ser nada más que terroríficas”
Pionero del cine visceral y sin prejuicios, ha firmado algunas de las mejores películas de culto de las últimas décadas. Ahora nos quita el sueño con un álbum de música electrónica tan rompedor y lúgubre como fue siempre su cine
Tras el teléfono se oye la voz cálida –y cansada– de John Carpenter, que todavía conserva un ligero acento sureño. El director de cine, icono del género de terror, tiene ya 73 años y la política estadounidense es ahora lo único que consigue asustarle. Su prioridad ya no es dar miedo: con Lost themes III reanuda, tras una pausa de cinco años, su peculiar carrera como músico electrónico. “Son canciones que hemos diseñado para provocar imágenes dentro de tu cabeza, para crear una película dentro de ti”, explica. El álbum es para él “un conjunto de bandas sonoras imaginarias”, con el foco puesto, como de costumbre, en los sonidos más lúgubres.
Carpenter compone música desde que dio sus primeros (y precarios) pasos como director, antes del éxito de Halloween en 1978. “Todo empezó con Dark star [1974], mi primera película. No había dinero para compositores, para orquestas ni para nada, así que al final acabé haciéndolo todo yo”. Armado con un sencillo sintetizador, empezó a moldear universos que acabarían formando parte del paisaje sonoro de toda una generación. Es difícil olvidar el frenético ritmo de Halloween, y casi imposible obviar la inherente sensación de peligro que transmite su música. Carpenter fue un innovador en este campo, pero partió de la tradición del gran Hollywood.
“Mientras crecía, yo escuchaba sobre todo bandas sonoras del cine clásico. Me influenciaron compositores como James Bernard, Dimitri Tiomkin y Bernard Herrmann”, señala. También confirma, algo nostálgico, su viejo amor por el grupo alemán Tangerine Dream, al que se considera pionero en el uso de sintetizadores dentro de ese enorme continente sonoro que llamamos música rock.
Sin embargo, es en la dirección de cine donde Carpenter dejó una profunda huella, aunque él mismo no parezca tenerlo muy claro. “Nunca veo mis películas, porque cuando lo hago empiezo a ver lo que hice mal y no quiero volver a pasar por eso”. Niega tajantemente que se trate de inseguridad y recalca que, pese a todo, está orgulloso de su cine. Dirigir películas fue para él “un sueño hecho realidad”, aunque tuviese que sufrir las malas críticas que, paradójicamente, recibieron en su día producciones que hoy consideramos clásicos de culto, como La cosa (1982). El cineasta recuerda que una de sus obras más vigentes, Están vivos, pasó desapercibida en su estreno en 1988, en plena recta final de la presidencia de Ronald Reagan: los años de la política económica conocida como reaganomics.
Él la reivindica como “una crítica del capitalismo salvaje, que es contra lo que el protagonista [un desenfrenado Roddy Piper] lucha”. Su director no duda en afirmar que ese sistema de explotación sigue en vigor, “incluso es peor ahora mismo que en 1988”, en parte, “por culpa de Donald Trump”, que tanto ha contribuido a traerlo de vuelta. Él afirma que se sigue identificando con sus protagonistas de clase trabajadora, pero tampoco duda en definirse como un “capitalista feliz”, un concepto más sencillo e intuitivo de lo que podría sospecharse. “¡Gano dinero y soy feliz con ello!”, remata con sincero entusiasmo.
Esa forma de ver las cosas hace que valore muy positivamente que se sigan haciendo remakes de sus películas. “Si me pagan por ello, es maravilloso. Y si no me pagan, tampoco me importa en absoluto”, le contaba hace tres años al diario británico The Guardian a propósito de una nueva versión de 1997: Rescate en Nueva York. El director lleva ya unos años alejado del mundo del cine, tras la decepción que supusieron Encerrada y Fantasmas de Marte, las dos únicas películas que ha dirigido en el siglo XXI, auténticos ascos de crítica y público. Así que el hombre que revolucionó el terror audiovisual vive ahora de sus bandas sonoras y de los réditos de sus viejos éxitos cinematográficos, lo que explica tal vez la absoluta libertad y el punto de excentricidad con que se expresa últimamente.
Carpenter no oculta que sus gustos fílmicos tienen muy poco que ver con lo que la gente tiende a dar por supuesto. “El género de terror me encontró a mí, no al revés. Hice una película de terror, La noche de Halloween, que acabó resultando muy popular, así que pasaré a la historia como director de películas de ese género”, asegura sin poder evitar que se le escape la risa. “Mi plan inicial era hacer westerns”. Una vocación que ya se apreciaba en su segunda película, Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976), que viene a ser una del Oeste sin indios ni caballos.
En cierta medida, casi todas sus cintas tienen estructura y alma de western: basta con ver a Kurt Russell pegando tiros por las lúgubres calles de 1997: rescate en Nueva York para percibirlo de inmediato. Para Carpenter, la aparente falta de complejidad de su cine en absoluto es un defecto. “Las películas de terror no tienen que ser nada más que terrorícas”, asegura. En Estados Unidos, concede, es la realidad la que se encarga de dar miedo.
Roddy Piper afirmaba en Están vivos –como un vaquero desastrado– que aún creía en América. Carpenter le secunda antes de colgar el teléfono. “Aún tengo fe”, declara justo en el momento previo a dar paso al silencio.
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