Cómo los recuerdos se han convertido en la única opción para dar la espalda al presente
Todos esos festivales abarrotados con torsos desnudos, gente disfrazada y dj que se lanzan sobre nuestras cabezas son solo un recuerdo que hoy nos parece maravilloso, a pesar de que si soltabas un virus ahí dentro todo el mundo lo cogía
No hay nada más que hacer que extrañar los tiempos pasados. Cuando las tiendas, los restaurantes y los bares están cerrados, cuando el Gobierno nos confina en casa, cuando la policía desembarca en los hogares para apagar la música, solo nos queda un refugio: los recuerdos. Es nuestra única opción para dar la espalda a este presente helado. El frío no es solo la temperatura de noviembre, el poder es un congelador gigante y nos hemos convertido en estatuas vivientes. Así que me vuelvo para calentarme y resucitar como un mamut prisionero durante milenios en el permafrost. Con 20 años, quería tener 50. A los 50, quiero tener 20. Camino con la cabeza hacia atrás, como los torturados de Dante. Intercambio sin dudar el presente siniestro y el futuro inexistente por mi pasado feliz.
No fui visible a los ojos de las chicas hasta el momento en que empecé a montar fiestas, en 1985. Fueron las fiestas las que me salvaron de la soledad y me curaron la timidez. Pienso en el verano que aparqué mi Mini Austin en el salón de una casa de Saint-Tropez. Me habían invitado unos amigos que no tenían equipo de música. Así que abrieron un ventanal y entré con mi coche por el jardín. Pudimos bailar Chaka Khan alrededor del radiocassette a todo volumen. También me acuerdo de un Autobianchi Abarth con el que pude recorrer España de punta a punta con un colega, escuchando Por qué te vas, de Jeanette, con un salchichón seco colgando del retrovisor que menguaba en cada etapa. Una noche en París, me bañé en el Sena con dos amigos debajo de un puente. La corriente del río era bastante fuerte. Estuvimos a punto de ahogarnos pero lloramos de risa porque ni siquiera se nos había pasado por la cabeza coger unas toallas. Nos encontramos en pelotas temblando en los muelles en medio de las ratas. E incluso este es hoy un recuerdo maravilloso. ¿Veis el problema?
Pienso en todos esos festivales en los que no nos podíamos mover de lo apretados que estábamos. El pelo mojado de sudor, los torsos desnudos, la gente disfrazada, los dj que se lanzan sobre nuestras cabezas, los cantos a coro, el baile que se convierte en un trance colectivo. Sí, no hay duda: soltabas un virus ahí dentro y todo el mundo lo cogía. ¿Por qué nos daba igual? Las enfermedades contagiosas no se han inventado en 2020. He pillado gripes, gastroenteritis, enfermedades de transmisión sexual. La noche me ha ofrecido siempre aquellos regalos asquerosos que descubría al día siguiente de la fiesta. Y aún así sonrío con nostalgia solo de pensar en esos microbios. ¿Por qué nos la pelaba en 1985 y hoy nos cagamos de miedo hasta el punto de parar la vida de países enteros?
Tenía 17 años, era un inconsciente, la muerte me parecía tan abstracta, tan lejana... Estábamos tan a gusto en 1985. No quiero moverme de 1985. ¿Así que es a eso a lo que llaman senectud? Siempre he detestado a los viejos gilipollas que repetían sin parar que lo de antes era mucho mejor. Pero, coño, los jóvenes nunca sabréis lo que es ser joven, ser de verdad joven, completamente libre y sin preocupaciones. Odio esta epidemia por dos razones: porque está estropeando vuestra juventud y porque me ha hecho extrañar la mía.
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