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Woody’s Festival: el paraíso perdido de Woody Allen

La última película del cineasta muestra una felicidad imposible a partir de ahora: él creía que estaba rodando una comedia romántica pero es sobre todo ciencia ficción

Cartel de la última película de Woody Allen, 'Rifkin's festival'.
Cartel de la última película de Woody Allen, 'Rifkin's festival'.

El pasado 18 de septiembre viví una experiencia extraña en el Festival de Cine de San Sebastián. Gracias a mi trabajo en esta revista, fui invitado a la proyección, en primicia mundial, de la nueva película de Woody Allen, Rifkin’s Festival, que cuenta la historia de un escritor al que... invitan al Festival de Cine de San Sebastián. ¡Se me hacía difícil saber si estaba sentado en la sala o si estaba en la pantalla! La cinta es una comedia nostálgica sobre la desaparición del cine europeo, una oda a la belleza de España y (como de costumbre) la historia de un tío que se enamora de una mujer que no es la suya. Los mejores momentos son homenajes en blanco y negro a Fellini, Godard, Bergman, Lelouch... Como todas las películas del gafotas neoyorquino, es a la vez loca y desesperada. Hay diálogos graciosos (“Siempre tengo miedo de que mi médico me dé solo un mes de vida y, con mi suerte, será febrero”), un tío guapo (Louis Garrel), una mujer sublime (Elena Anaya), y una sorpresa extraordinaria al final, cuando Christopher Waltz desembarca en una playa... No digo nada más, pero sabed que solo esta secuencia justifica haber pagado la entrada. Admiro la capacidad de Woody Allen para mantenerse ligero a pesar de su situación atroz: si yo hubiera sido acusado de violación por mi propia hija y boicoteado por todos los medios de mi país, probablemente me habría suicidado. Os recuerdo que la justicia estadounidense lo encontró inocente pero su familia e hijos siguen absolutamente desgarrados por esta tragedia. Ha rodado en una de las ciudades más bonitas del País Vasco un homenaje poético, frívolo, divertido a sus películas favoritas: Ciudadano Kane, Un hombre y una mujer, Al final de la escapada, El séptimo sello... ¿De dónde saca las fuerzas para seguir bromeando? Probablemente Rifkin’s Festival nunca llegará a estrenarse en las pantallas de su país natal.

Hay una cosa de todas maneras que el cineasta no había tenido en cuenta: las mascarillas. La proyección tuvo lugar en su ausencia por culpa de la covid-19, ante un público enteramente enmascarado y espaciado en la gran sala del Kursaal. La situación era surrealista: en la pantalla gigante veíamos el San Sebastián de antaño, la vida libre y dulce en La Concha, los bares y las terrazas donde los humanos podían tocarse, las veladas mundanas en las que las mujeres y los hombres podían acercarse sin que los detuviera la policía. La película muestra un mundo desaparecido. La sala estaba estrechamente vigilada por seguratas. Todos los espectadores tenían que lavarse las manos con gel hidroalcohólico antes de sentarse, el rostro cubierto por una mascarilla quirúrgica. Cualquier persona que tosiera corría el riesgo de ser evacuada y sometida a 15 días de aislamiento. Las imágenes soberbias del nuevo director de fotografía de Woody (Vittorio Storaro) mostraban una ciudad balneario, un paraíso perdido, una felicidad imposible a partir de ahora. Estos seres fútiles y espléndidos, que retozan en la playa, se aman libremente bajo los arcos de la plaza de la Constitución, beben cócteles acodados juntos, deambulan entre los restaurantes de moda y los conciertos de jazz despreocupadamente... Woody Allen creía que estaba rodando una comedia romántica pero lo que yo vi aquella noche era sobre todo una película de ciencia ficción.

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