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Ron Perlman: “A menos que seas Brad Pitt o George Clooney, la mayoría de los actores no podemos decidir nuestros papeles”

A sus espléndidos 75 años, Ron perlman sigue encarnado a intimidantes héroes de acción pero, como demuestra en ‘Ya no quedan junglas’, hoy ya no necesita máscaras

Lucas Barquero
Ron Perlman

La mirada intensa, la mandíbula pronunciada y en la frente dos arrugas por bandera. Es imposible apartar la mirada cuando estás cara a cara con Ron Perlman (Nueva York, 75 años). Por el respeto que inspira y por todo lo que recuerda: el actor lleva décadas interpretando a outsiders, matones o rudos héroes de acción, como el demonio justiciero de la saga Hellboy o el jorobado Salvatore de El nombre de la rosa. Y ahora vuelve con Ya no quedan junglas, de Luis Gabriel Beristáin, en el papel de Theo, un viejo soldado estadounidense afincado en San Sebastián que, al perder a su única amiga, acaba enzarzándose en una sangrienta historia de venganza.

Una película hecha para este experto en papeles enloquecidos. “Nos encantan las historias de venganza porque todos buscamos siempre una justicia inmediata que no existe en la realidad. Apoyamos a mi personaje porque son cosas que nos gustaría hacer nosotros”, reflexiona desde su casa de Los Ángeles. Habla con la mirada perdida. Su tono es grave y directo. Resulta convincente. Incluso intimidante. De pronto le interrumpen unos ladridos. Se levanta y por primera vez arrastra su metro ochenta y cinco fuera del salón. “¡Silencio!”, grita. Y terminan los ladridos. No hay quien se atreva a retomar la entrevista, pero contra todo pronóstico vuelve muerto de la risa. “Parece que ha funcionado, nunca me hacen caso”, bromea.

Cuando sonríe aparece el verdadero Perlman, un hombre que, incluso pasada la edad de jubilación, sigue entregado a uno de sus géneros predilectos: la acción. En Ya no quedan junglas, que se estrena este viernes 26 en España, le llueven todo tipo de golpes, puñetazos y puñaladas. Incluso le prenden fuego. El personaje aguanta estoico, pero el actor reconoce que esas secuencias tan físicas se le hacen cada vez más duras y que se resigna a rezar para no pensar en todo lo que puede salir mal cuando gritan acción.

La edad, por otro lado, también ayuda: “Lo único bueno de envejecer es que por fin te importa una mierda lo que opinen de ti. Puedes pasar por la experiencia más vergonzosa de tu vida, incluso te puedes cagar encima, que te va a dar igual. Hay algo sexy en esa actitud y ahora estoy consiguiendo roles que la reflejan”, cuenta. Aparte de una confianza descarada y algo malhablada, esos personajes también comparten un único rostro, el suyo. Para cualquier actor esto podría ser una obviedad, pero para Perlman es la conquista de toda una vida.

Sus primeros papeles, y algunos de los más reconocidos, se distinguían por una capacidad inusitada para transformarse en todo tipo de criaturas: cavernícolas, vampiros, bestias y demonios. Pocos actores cuentan en su cartera con semejante número de personajes construidos a base de prótesis y maquillaje. “Todos ellos hablaban del deseo de formar parte de un mundo que te desprecia. Justo lo que a mí me hubiese gustado escuchar cuando era un niño de seis años encerrado en una habitación pensado que era un maldito Quasimodo”, recuerda.

“Nos encantan las historias de venganza porque todos buscamos siempre una justicia inmediata que no existe en la realidad. Apoyamos a mi personaje porque son cosas que nos gustaría hacer nosotros”

Esa habitación era un cuartito compartido con su hermano dentro de un apartamento en el barrio de Washington Heights, en Nueva York, y ese niño prefería quedarse ahí antes que salir a la calle, por miedo a que se metieran con él porque era muy gordo o muy raro. La salvación llegó en forma de una televisión en blanco y negro de apenas 12 pulgadas. Allí vio por primera vez, a los ocho años, al Quasimodo de Charles Laughton en Esmeralda, la zíngara (1939), y no se asustó. Le pareció hermoso. A su lado estaba su padre. “Si alguien me enseñó a amar el cine fue él, aunque nunca recibiera ningún tipo de educación. Era un trabajador, nunca ganó mucho dinero y se partía el lomo durante 10 horas al día. Por la noche siempre veíamos películas de cine clásico juntos, pero yo sobre todo le observaba a él y veía el efecto que tenían en su cuerpo. La losa que cargaba durante el día desaparecía y se transformaba en risas e incluso lágrimas”. Cautivado por aquello que convertía lo horrendo en bello y el agotamiento en diversión, el joven Ron creció con la convicción de que quería ganarse la vida actuando.

Pasó la veintena trabajando en Broadway y, con 30 años, le llegó la oportunidad de saltar al cine. Por aquel entonces uno de sus primeros representantes le enfrentó a la profecía que le perseguiría el resto de su vida: tenía el físico de un hombre de 50 años y, hasta que no los cumpliese, no llegaría su momento. “Le odié por decírmelo. No quería esperar 20 años para poder pagar el alquiler, pero el muy hijo de puta tenía razón. Al principio tuve grandes papeles, pero eran muy pocos y tardaban mucho en llegar. Llegué a pasar cuatro años sin trabajar. Durante ese tiempo, el universo parecía decirme que no valía nada. Era una pesadilla y, sobre todo, un desastre económico. Necesité años de terapia para convertir toda esa frustración en algo positivo”, reconoce hoy el actor.

Sin embargo, aquella profecía tenía una excepción: ¿y si interpretaba a hombres de otras edades? ¿o de otras eras? En su primera película, En busca del fuego (Jean-Jacques Annaud, 1981), encarnó a un neandertal de hace 400.000 años. La historia recreaba la lucha de distintas tribus prehistóricas por dominar el fuego. “No llevábamos zapatos, íbamos casi desnudos y empezamos a rodar a finales de noviembre en las Highlands. Creo que es la manera más difícil de empezar una carrera, pero a partir de entonces aprendí una cosa. Cada vez que le llegaba una oferta a mi representante, le preguntaba: ‘¿En esta llevo zapatos?’. Evidentemente decía que sí, y yo pensaba: no puede ser tan malo”.

Lentamente se fueron sucediendo roles como Salvatore, el jorobado blasfemo de El nombre de la Rosa (1986, también de Annaud), en los que su cara y su cuerpo se cubrían por completo para convertirse en el lienzo perfecto. “Todas esas máscaras me liberaban para interpretar sin miedo. Sin esa barrera entre la cámara y yo, no sé si hubiera conseguido ser tan expresivo”, cuenta.

“Grabábamos en San Sebastián, probablemente la ciudad con más estrellas Michelin per cápita del mundo, pero cuando tenía dos días libres iba a Sevilla, Madrid, Asturias o Bilbao. Cada día teníamos una experiencia gastronómica nueva. ¡Y los vinos! Yo pensaba que me gustaba el Rioja hasta que probé el Ribera"

Con el leonino galán de la serie de La Bella y la Bestia (1987-1990) —una delirante adaptación del viejo cuento francés—, empezaron a cambiar las tornas para Perlman: consiguió un Globo de Oro y, según cuenta en Easy street, su autobiografía, una revista le nombró hombre más sexy del año. Maquillaje de Bestia incluido. Lo primero, sobre todo, empezó a apuntalar su prestigio como ídolo y musa del cine fantástico que hasta hoy le acompaña. “Los defectos que de niño pensaba que eran monstruosos acabaron convirtiéndose en virtudes. La mayor recompensa de mi carrera es que toda esa confusión interna se transformara en combustible para mis papeles y, además, consiguiera empatizar con los que habían pasado por algo similar”.

Sin embargo, como incide una y otra vez en la entrevista, Perlman cree que, si hay algún responsable del rumbo que ha tomado su carrera, desde luego no es él. “Sencillamente, aceptaba todos los papeles que me llegaban y dio la casualidad de que muchos mostraban mis conflictos internos. A menos que seas Brad Pitt o George Clooney, que reciben miles de guiones, la mayoría de los actores no tenemos poder de decisión sobre nuestras carreras. Yo por lo menos nunca lo he tenido”, aclara.

Sin embargo, atraídos por sus particularidades, lo escogían directores extranjeros, a su manera también outsiders de Hollywood, como el mencionado Jean-Jacques Annaud o Jean-Pierre Jeunet, que lo dirigió en La ciudad de los niños perdidos (1995) y Alien: resurrección (1997). “En Inglaterra o Francia se ve a protagonistas magníficos con rostros muy peculiares”, explica ahora. “En Estados Unidos el casting es casi más parecido a un concurso de belleza. No te dan papeles a menos que seas canónico. Creo que es mucha coincidencia que durante los 20 primeros años de mi carrera solo trabajase con franceses, italianos y mexicanos”.

Con mexicanos, se refiere, sobre todo, a Guillermo del Toro. “Sin él no estaríamos hablando ahora, no sería nadie”, sentencia. Del Toro, como enamorado que es del cine fantástico, le suplicó a Perlman que participase en su primera película, Cronos (1993), por un sueldo modesto. A cambio, años después, el director luchó contra los estudios para convertirlo en el gran protagonista de las dos entregas de Hellboy. Para entonces, había superado los 50 y, tal como le vaticinaron, se convirtió en su último papel con una caracterización laboriosa. “Guillermo siempre defendió mis fortalezas como actor y aún ahora me sigue llamando para papeles que nadie me daría. Somos como hermanos, siempre tuvimos los mismos referentes y además compartimos los hábitos alimenticios de dos malditos degenerados. Comemos como si estuviéramos en una fiesta de cumpleaños de niños de ocho años”, ríe.

Su buen apetito quedó más que demostrado el año pasado durante su paso por España para el rodaje de Ya no quedan junglas. A través de las decenas de titulares de los medios locales, que informaron de avistamientos en restaurantes de todo el país, se puede reconstuir milimétricamente su estancia: “Grabábamos en San Sebastián, probablemente la ciudad con más estrellas Michelin per cápita del mundo, pero cuando tenía dos días libres iba a Sevilla, Madrid, Asturias o Bilbao. Cada día teníamos una experiencia gastronómica nueva. ¡Y los vinos! Yo pensaba que me gustaba el Rioja hasta que probé el Ribera, que ahora es mi favorito. Tal vez bebí demasiado Ribera en esos dos meses”, bromea.

Perlman está disfrutando de este momento tan próspero. Nunca había trabajado tanto. “De pronto, justo como me dijo el maldito agente, mi cuerpo acompañó por fin a esa alma vieja que ya cargaba con 20 años. Desaparecieron los parones y empezó una racha de trabajo interminable que me encanta, porque soy un workaholic. Cuanto más ocupado estoy, mejor”. Su ficha de Imdb lo demuestra: ya con su verdadero rostro, suma 280 créditos, incluyendo series como Sons of Anarchy, doblajes en grandes sagas como Transformers, cameos en éxitos globales y películas indies. Lo hace todo y, advierte, no tiene intención de parar: “Seguiré hasta que acabe en el ataúd e incluso, si hay alguna manera de seguir actuando allí, la encontrare”.

Perlman ha logrado triunfar, pero es crítico con el sistema y se lamenta de la perversión del concepto de superhéroe. Cuando él hizo de Hellboy, nada permitía atisbar que llegaría una época en la que los personajes de cómic reinarían en la cartelera: lo que era un terreno de freaks y entusiastas ahora ostenta un poder hegemónico en las salas. “El heroísmo es algo profundo que no debería explotarse. Es casi como la espiritualidad, se cultiva en privado y no se alardea de ello. Está relacionado con el sacrificio personal y la lucha contra las injusticias, y estas películas lo acaban devaluando. En Marvel solo hay adornos y disfraces”, se queja.

Pero lo que más le duele es la pérdida de un oficio artesanal de efectos especiales que él vivió en su apogeo. “A mí me pierden cuando la tecnología aplasta la realidad, cuando una película se llena de imágenes diseñadas por ordenador. No me interesan ese tipo de películas. Solo me interesa lo humano, me entristece que nos alejemos de ello para entretener al público o para acercarnos a lo que los productores creen que entretiene al público. Porque cada vez tratan al espectador con más superioridad, piensan que no es capaz de aguantar una película que aborde conflictos humanos. Así que yo hago lo posible por rebelarme contra la muerte de la luz, como decía el poeta Dylan Thomas”.

El actor neoyorquino también manifiesta sus opiniones en redes sociales. No rehuye el conflicto. El más sonado ocurrió en 2023 durante la histórica huelga de SAG-AFTRA, el sindicato de actores, contra los estudios de Hollywood, cuando Perlman llegó a amenazar a un ejecutivo que pretendía alargar el conflicto hasta que los actores perdiesen sus casas. ¿Le preocupa haber acabado en alguna lista negra? “A lo mejor, pero no lo sé. Supongo que nadie va a venir a decirme: ‘Ey, Ron, te hemos metido en una lista negra’. Te meten, y punto. Pero, si lo han hecho, tampoco me ha afectado. No serviría de nada que me arrepintiese, sigo manteniendo todo lo que dije”.

Lo mismo sucede con su apoyo al Partido Demócrata y sus críticas al gobierno de Donald Trump, que han acabado provocando ataques directos por parte del hijo del presidente, Donald Trump Jr., o del senador Ted Cruz. “No es fácil ver cómo Trump ataca nuestra cultura. Ha retirado mucha financiación e incluso quiere poner el nombre de Melania en el Kennedy Center. Pero este desgraciado no estará allí por mucho tiempo. Un indeseable como él solo puede estar de paso. Ya verás”.

En realidad, los verdaderos protagonistas del feed del Instagram de Ron Perlman son sus cuatro perros que, después de una hora de conversación, esperan a que acabe al otro lado de la puerta. “Todos son adoptados. Mi mujer me ha enseñado la importancia de acogerlos para evitar que los acaben sacrificando”, aclara sonriente. El tipo duro hace rato que se ha ido, pero puede volver. Antes de terminar, decide demostrarlo, invierte los papeles y pregunta: “¿Me parezco en algo a lo que esperabas de mí?”.

—Creí que iba a ser más intimidante.

—Bueno, es que he secuestrado a Ron. Lo tengo metido en un armario y estoy haciendo de él.

Al decirlo, borra la sonrisa y retoma el gesto serio. Por un segundo parece que casi, casi, dice la verdad.

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Sobre la firma

Lucas Barquero
Redactor de la revista ICON. Graduado en Cinematografía y Artes Audiovisuales por la URJC y Máster en Periodismo UAM-EL PAÍS.
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