“¿A qué huele la clase obrera?”: comer de táper en el trabajo, el símbolo de una generación desencantada
Cocinar, envasar, calentar en un microondas y comer en la oficina. La rueda del trabajo y la autoexplotación ha convertido en tedio para muchas personas lo que debería ser un placer: cocinar y sentarse a disfrutar de lo cocinado
Soylent Green (en español, Cuando el destino nos alcance) es una película de ciencia ficción estrenada en 1973 que se desarrolla en Nueva York, una ciudad destartalada y asfixiante, durante el año 2022 (tal y como lo imaginaron entonces). En la cinta, el “soylent green” es el único alimento que consume la población empobrecida de la ciudad y, aunque la empresa que produce estas galletas anuncia que están hechas con plancton, el protagonista, un policía interpretado por Charlton Heston, descubre que contienen restos humanos. Sin miedo a que su producto fuera asociado con la película, en 2013, Rob Rhinehart, ingeniero en Silicon Valley, comercializó los polvos Soylent, un superalimento que se ingiere en forma de batido y que, según su creador, proporciona todos los nutrientes que el cuerpo necesita, eliminando la necesidad de cocinar o sentarse a la mesa.
En sociedades cada vez más aceleradas, cocinar e incluso consumir los alimentos, es decir, comer, se ha convertido en un estorbo. Muchos empleadores (y muchos profesionales que se autoexplotan) fantasean con la posibilidad de no tener que interrumpir su producción o su trabajo con pausas para hacerlo, y esa incomodidad respecto a algo tan necesario se traduce en todo tipo de estrategias para aligerarlo y optimizarlo. El táper fue una de las primeras: ideado para conservar frescos los restos de comida (gracias a su tapa hermética) y mantener ordenadas las cocinas, su uso como tartera para transportar alimentos entre casa y trabajo ha sido el que lo ha convertido en uno de los objetos de uso cotidiano más odiados, casi un símbolo que representa todo lo que está mal en nuestras vidas laborales.
Creada en 1945, Tupperware es una de esas marcas tan populares (como Zodiac o Kleenex) que han terminado convirtiéndose en el nombre común —táper, recogido por la RAE— del producto que comercializan. Como señala el arqueólogo Alfredo González Ruibal, el táper es también uno de los objetos más significativos del siglo XX y en cualquier excavación de “pasados contemporáneos” sirve como “marcador del inicio del Antropoceno, la época de los plásticos (entre otras cosas), cuyo origen los geólogos fechan ahora a mediados del siglo XX”. En la novela El descontento, de Beatriz Serrano, la palabra táper aparece once veces y en todas esas ocasiones es casi una metonimia: esos táperes siempre subrayan la rabia y la angustia que la protagonista siente en la oficina.
Sin tiempo para cocinar
“La vida enloquecida que lleva gran parte de la población está quitando cada vez más espacio no solo a la preparación de la comida, sino al mismo acto de comer”, señala Mikel López Iturriaga, director de El Comidista. “Hay quien culpa a la gente por no dedicar suficiente tiempo a esas actividades, como si fuera por vagancia, pero yo prefiero poner el foco en el entorno y las condiciones en las que vivimos y trabajamos. Cocinar en casa a diario y comer tranquilamente se está convirtiendo en un privilegio cuando debería ser un derecho si las prioridades fueran nuestra salud y nuestro bienestar no sólo físico, sino emocional”, apunta el gastrónomo.
“No como de táper porque me obligasen sino porque yo lo decidí, creí que sería la mejor opción, pero luego fue algo que se volvió productiva y personalmente contra mí”Ruby Fernández, librera
La expropiación del tiempo de los trabajadores, que se ha convertido en algo muy escaso y disputado, es una de las claves que explican el auge de los táperes (y el odio que generan). En su libro Aceleración social, el filósofo Hartmut Rosa asegura que “la aceleración del ritmo de vida” puede medirse de forma objetiva porque cada vez realizamos más acciones en las mismas unidades de tiempo y explica que eso es algo que hemos logrado porque ahora asumimos varias tareas al mismo tiempo, acortamos las pausas entre ellas o, simplemente, las comprimimos. Las citas rápidas, los sistemas autoservicio y la comida rápida son ejemplos concretos de estas estrategias que, según expone, antes eran propias de ciertos empleos o sectores en los que el reloj o el calendario resultaban fundamentales (como el transporte o la atención al público en periodos de gran afluencia) y ahora están presentes en las vidas de todos los trabajadores.
“No como de táper porque me obligasen sino porque yo lo decidí, creí que sería la mejor opción, pero luego fue algo que se volvió productiva y personalmente contra mí”, comenta Ruby Fernández, librera que, muchas veces, atiende al público frente a su táper. “Trabajo en un curro de mierda que todos romantizan y allí es una solución socorrida, como en todos, con la diferencia de que no hay ni microondas ni frigorífico, ni intención de que los haya. El jefe pide para llevar, así que mi menú del día casi siempre consiste en comida fría de táper para mí y en acercarle a él su pedido de Glovo. Mientras, pienso que si él dejase de pedir para llevar y se trajese más táperes (preparados por alguien, en su caso) tal vez podría pagarme el finiquito”.
Esta división entre jefes y subordinados a la hora del almuerzo es algo muy comentado en foros tan reaccionarios o nostálgicos como Forocoches que, sin embargo, recogen algunas preocupaciones generalizadas. Allí, cada cierto tiempo, surge un hilo en el que se comenta que la popularización del táper en detrimento del menú del día es un síntoma más del empobrecimiento de la clase trabajadora (“hace 20 años los obreros se podían permitir ir al bar a diario y ya no”, lamentan los foreros).
“En mi empresa hay mucha gente a la que le gusta salir por ahí a comer. Hay una división casi ideológica con el asunto: están los que siempre salen y los que siempre traen táper”Javier Egea, oficinista
Javier Egea, oficinista en el centro de Madrid, cree que hay algo de eso, aunque la preocupación por llevar una alimentación saludable también pesa: “En mi empresa hay mucha gente a la que le gusta salir por ahí a comer. Hay una división casi ideológica con el asunto: están los que siempre salen y los que siempre traen táper”, apunta. “También es una cuestión de salud para muchos. Si no encuentras sitios muy concretos, es imposible comer fuera comiendo bien. Aunque claro que influye el factor económico: no mucha gente se puede pagar comer fuera a diario. Además, suele ser una relación inversa: la gente que más tiempo pasa en el trabajo es la que está cara al público en el sector servicios y menos tiempo y salario tiene para todo, incluida la comida. Es algo que estrangula mucho a unos y no a otros”, observa.
El olor de la clase obrera
En 1981, la filósofa Angela Davis pidió que se buscara la manera de “socializar el cuidado de los hijos, socializar la preparación de comida e industrializar el trabajo doméstico, convirtiendo todos esos servicios en algo realmente accesible para la clase obrera”. Según parece, ha ocurrido justo lo contrario: el coste de todas esas actividades, cada vez más, lo asume en solitario cada individuo o cada familia (y entonces suele recaer sobre las mujeres). En su ensayo ¡Reconquista tu tiempo!, la escritora y periodista Jenny Odell reconoce que, agobiada por la disponibilidad y la atención exigidas por su trabajo, llegó a considerar que tareas como ordenar calcetines o cocinar formaban parte de sus momentos de ocio más emocionantes. Aunque cocinar puede ser divertido, Odell explica que verlo como una actividad excepcional que sirve para “desconectar” desvirtúa su verdadera naturaleza: hacerlo a diario debería ser una necesidad y un derecho. Por otro lado, los atracones (no de alimentos, sino de horas de cocina), tampoco son buenos. El batch cooking, ese método que consiste en dedicar varias horas (habitualmente, la tarde del domingo, que se vuelve doblemente amarga) para dejar preparada la comida de toda la semana, también supone una carga mental insoportable para muchos.
“Hay personas que sienten el batch cooking como una especie de condena, y no me extraña, porque tiene algo de cadena de montaje que no ayuda precisamente a disfrutar de la actividad culinaria”, explica López Iturriaga. “Creo que es más eficaz un modelo mixto: cocinar el finde algunas cosas de las que puedas ir tirando a lo largo de la semana, y luego ir añadiendo otras que hagas el día anterior. Mis táperes son casi siempre de sobras: cocino en cantidades grandes y así tengo para comer otro día de la semana sin mover un dedo. También intento preparar cosas que se puedan ir transformando en platos diferentes: unas berenjenas con tomate me las puedo comer solas, con pasta, con arroz, con cuscús o con huevos, y unos garbanzos los puedo usar para un potaje, un salteado o un untable”, apunta el director de El Comidista.
“Cocinar no deberían ser una condena o un suplicio, al menos en la pura teoría. La diferencia respecto a algo hecho por otros, es decir, por los restaurantes o la industria, es que el control lo tienes tú, y por eso las probabilidades de comer más saludable aumentan”Mikel Iturriaga, director de 'El comidista'
Así que no todo es negativo respecto a estos objetos. De hecho, Ruibal recuerda que el táper forma parte de unas dinámicas de consumo mucho más sostenibles que inventos posteriores: “Surge inmediatamente antes de que se pongan de moda los plásticos de un solo uso, algo que sucede en la década de los cincuenta. El táper es lo contrario: un objeto que se puede reutilizar varias veces; todavía tiene que ver con esa mentalidad de las abuelas de conservar comida en frascos o recipientes”, indica el arqueólogo. “Eso sí, ya con un giro nuevo, porque en el táper ya no guardas conservas, sino algo que puede durar, como mucho, unos días. Eso nos habla de una aceleración más cercana a los tiempos actuales que al régimen temporal de los años veinte o treinta, mucho más pausado o de larga duración. El táper, para mí, es una especie de bisagra: está en la transición entre ese estilo tradicional, de conservar y el estilo acelerado de cosas de un solo uso, donde nada dura y continuamente consumimos, reponemos y tiramos objetos”, continúa.
El director de El Comidista insiste en que es posible reconciliarse con ellos incluso desde el punto de vista culinario: “No deberían ser una condena o un suplicio, al menos en la pura teoría. La diferencia respecto a algo hecho por otros, es decir, por los restaurantes o la industria (precocinados o platos preparados) es que el control lo tienes tú, y por eso las probabilidades de comer más saludable aumentan. Si eres una persona con una mínima preocupación por tu bienestar y unos conocimientos básicos de cocina y alimentación, podrás comer dignamente por un precio sensato. Con que la mayor parte de lo que haya en tu tartera sean verduras y legumbres, apuestes por los cereales integrales y reduzcas al máximo o elimines la carne roja y/o procesada, ya lo tienes”, aconseja.
Desgraciadamente, la teoría no siempre coincide con la práctica y lo peor del táper suele ser todo aquello que lo rodea. El propio López Iturriaga admite que la “experiencia táper” también lo puede convertirse en algo deprimente: “Si lo has tenido que hacer cuando no te apetecía nada o estabas muerto de cansancio, si el sitio donde te lo comes es un horror (muchos comedores de empresa lo son) y si tienes que compartir el momento con Jose Antonio de Contabilidad, Pilar de Recursos Humanos u otros compañeros a los que preferirías no ver ni en pintura, la fantasía se desmorona”, lamenta.
Por desgracia, a la mayoría de usuarios no les importa demasiado si el táper de hoy contiene la enésima ensalada de pasta o algo más elaborado. Por su uso social, este recipiente no puede librarse de ser identificado con las jornadas extenuantes, la falta de tiempo y con todas las miserias cotidianas que nos imponen y nos imponemos. Porque el táper también representa unos estándares de cuidados y salud que apenas podemos alcanzar (y que, en muchas ocasiones, dan lugar a nuevas expectativas frustradas). “Siempre me pregunto a qué huele la clase obrera”, reflexiona Egea. “Pues a lo que huele es, exactamente, a la ropa sudada del gimnasio que llevo encima porque voy en el descanso justo después de comer, junto al olor de las lentejas del táper que suelo llevar en esa misma bolsa, en la que también va el ordenador”, se responde. La librera Fernández va mucho más allá en su queja: “No comemos de táper porque vivimos lejos de casa y no nos da tiempo a volver a mediodía, comemos de táper porque no nos preguntaron si queríamos nacer”, concluye.
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