Cuando el Opus Dei publicó a Charles Manson y dedicamos un cuplé al Ku Klux Klan: escándalos de la España subterránea
Planteado como un diccionario ilustrado, el libro ‘Una, grande y rara’ bucea en lo extraño como esencia de la identidad nacional, en contraposición a las narraciones épicas del patriotismo
La sección Locas pasiones, de El País Semanal, reunió entre 1987 y 1988 a personajes de la vida pública española que posaban disfrazados de sus figuras históricas favoritas. En ese contexto, el fotógrafo Luis Magán se citó con José María Aznar, entonces presidente de la Junta de Castilla y León, en el castillo de Villafuerte de Esgueva (Valladolid), para retratarle vestido del Cid Campeador. “Aznar se bajó del coche oficial ya disfrazado y, según me contó en persona el propio Luis Magán, empezó a hablarle en verso al estilo del Cantar del Mio Cid”, afirma Servando Rocha, director de la editorial La Felguera y coordinador del libro Una, grande y rara: Diccionario ilustrado de la España alucinante y alucinada, que como portada lleva una instantánea del futuro presidente del Gobierno que Magán tomó en aquella sesión.
“La derecha y ultraderecha de hoy están ahí”, cree el editor. “El Cid, Pelayo, los visigodos, los íberos, Isabel la Católica… conforman el artefacto que el nacionalismo español ha intentado construir como identidad. Una identidad forzada, histriónica y chillona, pero siempre saltándose la época árabe, que no interesa a su discurso”.
La clave de Una, grande y rara estriba en el choque entre la portada y la cita del cómico Ignatius Farray con la que se inaugura: “Para mí ser español significa que te importe una mierda ser español. (...) Y, con todos los respetos, los españoles que se toman a sí mismos demasiado en serio siempre me parecieron, paradójicamente, poco españoles”. Inspirado en Celtiberia Show (1971), de Luis Carandell, el nuevo volumen de La Felguera se estructura como un manual de consulta, de la A a la Z, sobre España, donde lo extraño tiene un papel preponderante, muchas veces como resultado del fracaso en la construcción de una épica nacional. Una unidad de destino en el esperpento. “Es mirar la realidad de España a través de los espejos cóncavos y deformantes de Valle-Inclán”, dice Rocha. “Da continuidad a otros libros editados por nosotros como España salvaje: Los otros episodios nacionales [2019, VV.AA.] y describe la base de lo que hacemos, que tiene que ver con la memoria. Nuestras ediciones son una especie de gran enciclopedia de la anomalía”.
“Siempre nos ha gustado lo grotesco y lo atávico”, abunda David Bizarro, otro de los escritores implicados en el libro y las actividades de La Felguera. “Tenemos un país con unas tradiciones y una imaginería religiosa muy loca. Ahí está Franco, que dormía con la mano de santa Teresa en la mesilla. O la utilización del apóstol Santiago como Santiago Matamoros, que se recuperó para la batalla del Ebro [en la Guerra Civil, como Santiago Matarrojos]”. Las entradas que agrupa Una, grande y rara son, en su mayoría, artículos de diversos autores publicados en Agente Provocador, medio online de la editorial, que recoge historias curiosas y sorprendentes relacionadas con España, el ocultismo, la cultura pop, el arte o el punk, entre otros, a base de hemeroteca. “A Servando te lo encuentras siempre con la nariz entre originales polvorientos, se pasa la vida en los archivos de la Biblioteca Nacional, buscando en rastros o museos”, cuenta su colaborador y amigo.
Pese a su título, no todo lo que incluye Una, grande y rara –parodia del lema franquista “¡Una, grande y libre!”– alude a sucesos estrafalarios del nacionalismo español. Ni humorísticos. “También hay historias emocionantes, de dignidad y superación, como la de La Asturianita”, apunta Servando Rocha, en referencia a Regina García López, que creció sin brazos en la España de principios de siglo XX, se ganó la vida en el mundo del espectáculo actuando con los pies (podía tocar el acordeón, pintar o coser) y sería reprimida por autoridades republicanas y franquistas.
En otro plano, están casos como el de Alfonso Graña, un gallego que en 1922 se internó en la selva peruana y se convirtió en rey de tres tribus con vastos dominios, o el del falso faquir Daja-Tarto, matador frustrado reconvertido en artista de variedades, capaz de ingerir vidrios o cemento. “Se me ocurre poca gente que simbolice y diga más de la realidad nacional que un faquir torero que cambia su nombre de Tortajada a Daja-Tarto. ¡Le da la vuelta al nombre y a correr!”, dice David Bizarro, autor de dichos capítulos. “Representan bien eso que dice Ignatius, que cuanto más en serio te tomas España más estás haciendo el ridículo, porque no hay nada más español que estos personajes”.
Buffalo Bill en Barcelona
El ejemplo del que Rocha parte en su prólogo es el polémico choque cultural en torno al llamado “negro de Banyoles”, cadáver disecado de un supuesto bosquimano que estuvo expuesto en la ciudad catalana hasta el año 2000. Desde un concejal del PSC hasta Kofi Annan, secretario general de la ONU, presionaron por su repatriación frente a las protestas de multitud de vecinos, que deseaban que siguiera exhibiéndose con normalidad. Era un vestigio de los zoológicos humanos, habituales en Europa a finales del siglo XIX y principios del XX. Pueblos colonizados eran exhibidos, con recreaciones de sus hábitats, para que el público local los observase en lugares como el Parque del Retiro de Madrid, donde se instaló entre 40 y 50 personas filipinas en 1887, como parte de una Exposición General durante la que al menos cuatro murieron.
En ese ambiente llegó en 1889 a Barcelona el explorador y cazador estadounidense Buffalo Bill, que desembarcó con una compañía formada por más de un centenar de indios, diez caballos y unos 200 bisontes. “Estaba en un momento de ocaso y ya se ganaba la vida como fenómeno de feria, tratando de sacar rédito a su leyenda”, explica David Bizarro. “En España había expectación. Él venía de hacer una gira en Europa, era muy conocido, se vendían muchas novelas del oeste y tenía esa pátina heroica”. Aunque la prensa local advirtió sobre la presunta peligrosidad de “los salvajes”, lejos de matar y violar a nadie, fueron ellos quienes trágicamente regresaron diezmados a EE UU tras una estancia de un mes, una epidemia de fiebre y enfermedades como la viruela. “Sucedió como cuando fueron los conquistadores al Nuevo Mundo, que se llevaron consigo la gripe y arrasaron tribus enteras. Aquí llegaron los indios americanos y muchos se quedaron en el camino”.
Canciones que matan
Otra historia que recoge Una, grande y rara es la de Álvaro Bustos, que el 4 de enero de 1987 se fabricó una estaca, la restregó en pan y ajo y la clavó en el corazón de su padre, al que acusaba de ser Satanás. La década anterior, el parricida era cantante de Trébol, grupo que llegó al número uno en 1971 con la canción Carmen. Tras su disolución, se adentró en la literatura esotérica. “Es nuestro Charles Manson, salvando las distancias, solo que Manson no mató a nadie y Bustos sí”, declara Servando Rocha. “No deja de ser un episodio supersalvaje y desagradable, que venía de alguien muy conocido a nivel popular”, observa por su parte Bizarro. “No sé si fue cosa de adicciones o enfermedad mental, pero también hay que tener en cuenta que el nacionalcatolicismo fueron 40 años de dar la brasa con el Maligno. La mezcla de la cultura pop con eso fue un cóctel molotov”.
Al hilo de Manson, Rocha recuerda otra curiosidad que no aparece en el libro: “El disco de canciones de Charles Manson aquí lo publicó Movieplay, un sello creado con capital del Opus Dei. Es algo brutal, que define la España de la época. Llega en 1971 o 1972, todavía en el franquismo, con Manson ya en la cárcel [por inducir al asesinato de Sharon Tate y sus acompañantes en 1968]”. El disco, que sí se grabó antes de los crímenes con Carl y Brian Wilson (de The Beach Boys) como productores, llevaba por título Lie: The Love and Terror Cult, aunque en España se llamó 12 canciones compuestas y cantadas por Charles Manson, con una foto del líder de la secta de la Familia en portada. “Se lo habían ofrecido a Hispavox y ellos lo habían rechazado por escrúpulo moral, todo el que no tuvo el capital ultracatólico. Les importaba más el dinero del morbo”.
En otro cruce de caminos musical entre lo escabroso y lo folclórico, David Bizarro dedica un capítulo a Waldemar el Vampiro, uno de los apodos con que se conoció al alemán Waldemar Wolhfahrt, detenido en Alicante en 1966 acusado de ser “el Vampiro de la Autopista”, asesino en serie que sembraba el terror en Europa. “Era un extranjero de conducta dudosa para los cánones de la época, pintón, con aires de playboy, yeyé, gafas de sol, al que le gustaban el lujo y los coches rápidos, muy de película de Alfredo Landa”, dice el autor.
Wolhfahrt fue puesto en libertad tras demostrarse que no era culpable y trató de utilizar la publicidad negativa a su favor iniciando una carrera en la música. En 1968 publicó un sencillo bajo el nombre de Waldemar el Vampiro, compuesto por las canciones Benidorm y Tú partes mi corazón. En otro impresionante giro, protagonizó (ahora bajo el nombre artístico de Wal Davis) una película titulada El vampiro de la autopista (1970), donde recreaba los crímenes e interpretaba al asesino que le acusaban de ser. “Es una historia fascinante y con un punto absurdo, de película de Tarantino”.
La boca de Franco es un goloso remanso
Servando Rocha se divierte recordando otros artículos disparatados del libro, como el del cuplé del Ku Klux Klan (canción de los años veinte, no está claro si irónica, sobre unas chicas a las que repugna el Klan pero acaban seducidas porque sus militantes son “ricos y niños bien”), pero especialmente con el apartado que él dedica a la propaganda fascista de tintes eróticos. “Para muchas de las fotografías de José Antonio Primo de Rivera se utilizaba un velo extraño tipo Sara Montiel”, señala Rocha. En Una, grande y rara cita unas palabras del escritor falangista Ernesto Giménez Caballero: “Franco es la sonrisa. Su más profundo secreto. (...) La mejor condecoración, el mejor premio que puede recibirse en nuestra Causa no es otro que ese: merecer que Franco nos premie con su sonrisa. La sonrisa de Franco”.
“Tiene que ver también con la religiosidad, donde hay un cierto erotismo en la construcción de las imágenes para ser veneradas”, explica el editor. “La Legión es algo indudablemente homoerótico que incluso reivindica un sector del mundo gay. Una subcultura ultramasculina, a pecho descubierto, fascinada por la muerte, por la entrega del cuerpo, el sacrificio. La literatura legionaria también es un subgénero absolutamente excesivo, donde se tiene envidia de uno que ha muerto mutilado, que seguía lanzando granadas con el brazo que le quedaba”.
“Es que nuestro fascismo fue un esperpento total”, continúa. “Una Legión creada por un personaje [Millán-Astray] que pierde un ojo, un brazo y una pierna, que hace un prólogo a un libro sobre el arte del buen morir del bushidō japonés… ¿Cómo no va a ser eso esperpento?”. Servando Rocha, obseso de la historia de Madrid, que dedicó su último libro (Todo el odio que tenía dentro, 2021) a la figura del boxeador Dum Dum Pacheco, afirma creer en el poder “revolucionario” de “conocer el pasado para cambiar el presente”. Y también para no dejar que otros lo reescriban según sus visiones gloriosamente elusivas. “Hay una identidad que para los nacionalistas es vergonzante pero a mí me gusta. Las fiestas de san Isidro, el populacho, la fritanga, el rock barrial, los descampados o los quinquis, es algo que puede que muchos desprecien, pero es España también”.
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