“Todo el mundo parecía haberme olvidado”: la segunda vida de Henry Thomas, el niño de E.T.
El intérprete se ha convertido en actor fetiche de Mike Flanagan, con quien acaba de estrenar en Netflix nueva serie, la adaptación de ‘La caída de la casa Usher’
Decía Alfred Hitchcock que nada resulta tan odioso en el cine como trabajar “con niños, con animales o con Charles Laughton”, porque son tercos, inexpresivos y no te obedecen. Steven Spielberg no tuvo la oportunidad de trabajar con Laughton (falleció en 1962, cuando el director de Ohio era apenas un adolescente), pero nunca ha dudado en hacerlo con perros, coyotes, mapaches, llamas, caballos o dromedarios, además de con Drew Barrymore y con Henry Thomas (San Antonio, Texas, 52 años).
Thomas, descendiente de una humilde estirpe de granjeros de la periferia de San Antonio, en Texas, se comportó con Spielberg como un alumno obediente y aplicado, siempre dispuesto a seguir al pie de la letra las instrucciones de su héroe, el hombre que había dirigido su película preferida, la entonces recién estrenada En busca del arca perdida.
Estos días, Thomas vuelve a Netflix, el que viene siendo su escenario natural en los últimos años, con La caída de la casa Usher, serie de ocho capítulos dirigida por Mike Flanagan. Al director le debe Henry una segunda etapa de su carrera como actor que está resultando bastante más fértil de lo esperado. Fue una llamada de Flanagan, en octubre de 2015, la que le permitió incorporarse al reparto de Ouija: El origen del mal en un papel, el de reverendo Hogan, que hoy describe como “un caramelo”. Director e intérprete congeniaron. Flanagan encontró en él a un profesional “sereno y versátil”, para el que dos décadas de papeles menores habían supuesto una (por otro lado, innecesaria) cura de humildad.
Porque lo cierto es que Thomas, a diferencia de su vieja amiga Barrymore, nunca había llegado a perder el mundo de vista. Tras su segundo matrimonio, se instaló en un rancho de Wilsonville, en Oregón, para ahorrarle a sus hijos la experiencia traumática de crecer en un entorno tan poco recomendable como Hollywood. Pero no por ello renunció al cine. Dio un paso al costado, pero se mantuvo activo. Siguió solicitando guiones, acudiendo a pruebas e intentando involucrarse, aunque fuese de refilón, en proyectos de un cierto lustre, como Big Sur (2013) o Querido John (2010).
Pese a todo, antes de que Flanagan acudiese al rescate, estaba ya a punto de tirar la toalla. Su nuevo mentor consiguió convencerle de que no existía ninguna razón objetiva que impidiese a los antiguos niños actores dar lo mejor de sí mismos en la madurez. Por cada juguete roto del calibre de Dustin Diamond, Linda Blair, Corey Feldman o Corey Haim, hay al menos una Emma Watson, una Kristen Stewart, un Daniel Radcliffe. Incluso una Drew Barrymore, porque la actriz de Culver City, bien lo sabe Thomas, también fue capaz de encontrar la luz al final del túnel y se acabó consagrando como una actriz y productora de éxito tras una adolescencia turbulenta.
De la mano de Flanagan, Henry Thomas ha recuperado la confianza y ha ido acumulando papeles en El juego de Gerald (2017), Doctor Sueño (2019), Misa de medianoche (2021), La maldición de Hill House (2018) o La maldición de Bly Manor (2020). Se ha convertido en rostro reconocible de un nuevo cine de género de sensibilidad deliciosamente camp, que sabe ser a la vez reverente y paródico, ya sea navegando en la estela de William Friedkin y Stephen King o en la de American Horror Story (2011) y la saga Scream (1996). Como en tiempos de Spielberg, Flanagan concibe y ordena y Thomas obedece y ejecuta. Su patriarca en La maldición de Hill House es ya el papel con el que más ha disfrutado, “en décadas”, según contaba en una entrevista reciente, el que más ha contribuido a que se siga sintiendo (a sus 52 años, muy lejos ya del Elliott de E.T.) un verdadero actor. “Estoy en deuda con Mike. Me tuvo en cuenta cuando todo el mundo parecía haberme olvidado. Como diría Elliott: Él vino a mí”.
La madre de todas las pruebas
Ni la de Robert de Niro para El padrino (1972), ni la de Carrie Fisher para La guerra de las galaxias (1977), ni la de Marlon Brando para Rebelde sin causa (1955), ni la de Gabourey Sidibe para Precious (2009). La que muchos consideran una de las mejores pruebas de cámara de la historia del cine, si no la mejor, la protagonizó un Henry Thomas de nueve años un día de primavera de 1981.
Le acompañaba su madre, Carolyn, y llevaba puesto un disfraz de Indiana Jones. Las imágenes resultan elocuentes. Uno de los colaboradores de Spielberg le describe brevemente una escena en que la NASA acude a su hogar para llevarse a “un amigo de otro planeta”. ¿Qué les dirías? Henry tarda apenas un instante en ponerse en situación. En cuestión de segundos, lágrimas de genuina impotencia empiezan a correr por sus mejillas mientras le grita al mundo que el amigo alienígena le pertenece a él, no a ninguna agencia aeroespacial ni al presidente de los Estados Unidos. Testigos presenciales aseguran que tuvieron que esforzarse por no llorar con él. Incluso a Spielberg, un hombre más bien reservado y poco proclive a exhibir emociones en público, se le estrangula la voz cuando le dice: “Muy bien, muchacho, el papel es tuyo”. Henry desvía la mirada hacia su madre mientras una sonrisa, cauta pero triunfal, asoma a sus labios.
El autor de este brillante ejercicio de introspección creativa prefiere quitarle hierro al asunto. Thomas atribuye la supuesta “hazaña” a que “solo tenía 10 años, seguía muy en contacto con mis emociones primarias, y me resultaba muy fácil entusiasmarme, exaltarme o llorar”. Más aún, en sus clases de interpretación en San Antonio, a las que empezó a acudir para librarse “de las de piano y solfeo”, le habían acostumbrado ya a la más elemental de las triquiñuelas del Actor’s Studio: si te piden que llores, echa mano de algún recuerdo triste. Y a Henry le acudió a la mente la pérdida del perro de la familia, fallecido unos meses antes.
La historia, pese a todo, no resulta tan sencilla. Según explica Sian Cain en The Guardian, lo que ocurrió aquella mañana es que Henry estuvo a punto de perder un papel que ya tenía poco menos que asegurado. Solo su oportuna exhibición de llanto le permitió conservarlo. Spielberg detestaba los castings infantiles. El centenar largo de niños que optaron en los primeros meses de 1981 al papel de Elliott no tenía, en su opinión, ni experiencia ni talento. Ninguno estaba a la altura de un personaje de alta exigencia, sobre el que debía recaer gran parte del peso emocional de la película. Ya le había resultado extenuante encontrar a los dos hermanos del protagonista, Michael (para el que eligió a Robert McNaughton, un actor de teatro shakesperiano de 17 años) y Gertie, que fue a parar a Barrymore, “un raro ejemplo de niña de seis años a la que no intimidaban las cámaras”.
Así que decidió seguir el consejo de un buen amigo, Jack Fisk, que había dirigido a Thomas unos meses antes en El mendigo (1981). El rapaz estaba impecable en su papel de hijo de Sissy Spacek. Tan bien, en realidad, que ni siquiera daba la impresión de estar actuando. De manera que la cita con el joven actor de San Antonio no era más que un trámite. Spielberg quería charlar con él antes de rubricar una decisión que ya daba por poco menos que definitiva, y así se lo había hecho saber a sus padres.
El caso es que Henry acudió al encuentro un tanto cohibido. En la lectura de fragmentos del guion, se mostró impreciso y nervioso. La productora, Kathleen Kennedy, quiso charlar con él de manera relajada, pero le desesperó su timidez y falta de locuacidad. ¿Ese chico iba a ser el protagonista de una producción de Universal Pictures de más de 10 millones de dólares? Pese a todo, Spielberg decidió seguir con la prueba de cámara. Henry tenía un acento texano francamente simpático y un cierto ángel, un brillo en la mirada, que valía la pena explorar. En vista de que la lectura dramatizada no estaba funcionando, lo pusieron a improvisar. Y ahí brotó la magia.
La sombra del niño que fuimos
Decir que E.T.: El extraterrestre acabaría siendo una película magnífica, un melodrama infantil a la altura de los mejores clásicos familiares de la historia del cine, resulta una obviedad a estas alturas. La inversión inicial de 10 millones se transformó en una recaudación de 792. Recibió nueve nominaciones a los Oscar y obtuvo cuatro estatuillas. Ha sido imitada y parodiada con el punto de alevosía y descaro que se reserva a los productos de una relevancia cultural indiscutible. Más aún, cuatro décadas después se mantiene fresca y vigente.
Henry disfrutó “hasta el último minuto” de los 61 días de rodaje, que se realizaron en la periferia de Los Ángeles y varias localidades del barrio de San Fernando entre septiembre y noviembre de 1981. Entre sus anécdotas preferidas, el “fichaje” de una veteranísima actriz televisiva, Pat Welsh, que se convirtió en la voz del entrañable alienígena. Welsh, residente en Marin County, se estaba quejando de las molestias que el rodaje causaba a los vecinos cuando su voz rota y rasposa, macerada en décadas de consumo de tabaco y licor de alta graduación, captó la atención de Ben Burtt, ingeniero de sonido. La contrataron para una sesión de nueve horas en las que grabó alrededor de 100 frases y por las que acabaría cobrando apenas 380 dólares.
A Thomas le entusiasmó también pasar las horas muertas jugando a Dragones y mazmorras con McNaughton y el resto de actores adolescentes, entre cuatro y siete años mayores que él. También las conversaciones con la paciente y amable Dee Wallace, su madre en la ficción, o las visitas al set de colegas de Spielberg tan ilustres como Robert Zemeckis, que aprovechó para sugerir la escena en la que E.T. se esfuerza en pasar desapercibido entre los peluches del armario de Elliott.
El gran reto, para el actor incipiente, fue interpretar escenas de gran calado emotivo dándole la réplica “a una marioneta”: “Sé que Carlo Rambaldi, el creador de E.T., hizo un trabajo magnífico, y que el personaje resultaba muy convincente en pantalla. Pero durante el rodaje no podíamos dejar de verlo como lo que era, una marioneta bastante grotesca que nos daba abrazos de pega y con la que teníamos que fingir que hablábamos”. La joven veterana Drew Barrymore, con su impagable bagaje de cuatro películas a cuestas, fue la que mejor supo adaptarse a esta peculiar circunstancia: “Pasaba del más rotundo desinterés, cuando no estábamos rodando, por aquel muñeco que le parecía feo y mal hecho a emocionarse en su presencia en cuanto la cámara empezaba a rodar”.
El rodaje acabó y la película entró en un lento y minucioso proceso de posproducción. Thomas volvió al colegio y se olvidó de Elliott y su mascota galáctica hasta unos meses después, ya entrado 1982, cuando empezó a intensificarse la campaña promocional que precedería al estreno en Estados Unidos, el 11 de junio.
Y llegó la fama
Fue en ese periodo de altísima exposición mediática cuando el joven actor empezó a padecer los rigores de una fama no (del todo) deseada. Sus compañeros de colegio le convirtieron en objeto de burlas, reaccionando así, de manera hostil, a su súbita conversión en uno de los preadolescentes más célebres del mundo. Thomas asegura que tocó fondo muy pocas semanas antes de que la película llegase a los cines, el día en que acabó con la cabeza metida en la letrina mientras uno de los alumnos mayores tiraba de la cadena.
Luego vendrían las invitaciones a alfombras rojas, que su madre vivió con “una mezcla de aprensión y orgullo”. Por último, las inquietantes visitas a la granja de sus padres de amantes de la película que acudían al encuentro “de Elliott”, pero se encontraban con una familia tradicional que solo aspiraba a seguir con sus rutinas y no toleraba bien las injerencias externas. Si Thomas perseveró en su vocación de actor fue, sobre todo, “porque la alternativa era hacerme cargo del negocio familiar, y eso implicaba rutinas que se me hacían insufribles, como la de ser yo, desde edad muy temprana, quien se encargaba de matar a algunos de los animales”. Henry asegura que aquellos conejos y corderos ejecutados en la infancia aún le atormentan, y son la razón por la que este amante de los chuletones ha hecho “muy serios intentos” de adoptar una dieta vegetariana.
El caso es que siguió actuando. Pueden verle ustedes en Valmont (1989), en Psicosis IV: El comienzo (1990), en Leyendas de pasión (1994) o En todos los caballos bellos (2000). También en capítulos de series como CSI (2000) o Ley y orden (1990). Fueron, según explica él mismo, etapas sucesivas de un aprendizaje truncado, porque cada año que pasaba se convertía en mejor actor, pero se alejaba un poco más de Elliott y cada vez encontraba menos productores interesados en ofrecerle buenos papeles. De no ser por Mike Flanagan, tal vez hubiese cerrado ya ese capítulo de su biografía.
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