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Ultraviolenta, cruel e incómoda: cómo una película llamada ‘Saw’ se convirtió en un fenómeno del siglo XXI

La saga de terror más popular de las últimas dos décadas vuelve al cine siete año después de su última entrega con la promesa que lleva cumpliendo durante diez entregas: dar a su público todo lo que desea

El títere Billy, una de las estampas más reconocibles de la parafernalia de la saga 'Saw'.
El títere Billy, una de las estampas más reconocibles de la parafernalia de la saga 'Saw'.Jay L. Clendenin (Los Angeles Times via Getty Imag)
Miquel Echarri

Cuando el cineasta australiano James Wan defiende la serie Saw, la obra de su vida, la piedra angular de su imperio, recurre con frecuencia a una muy intuitiva analogía gastronómica. No es un solomillo, no es un steak tartar, no es un entrecot de ternera. Es una hamburguesa. Las hamburguesas son piezas de carne procesada y generosamente condimentada y suelen servirse con grandes cantidades de mostaza y kétchup. A la gente le gustan. Pero no son solomillos.

Wan se ha descrito siempre como un cinéfilo muy voraz y de paladar más bien tosco, consumidor de gore, slasher, giallo y todo tipo de irreverente casquería cinematográfica, de Navidades negras (1974) a La noche de Halloween (1978), The Ring (2002) o Tu madre se ha comido a mi perro (1992) pasando por Seis mujeres para el asesino (1964) o La matanza de Texas (1974). En su altar privado ha dejado un cierto hueco al Hitchcock de Vértigo o al Walt Disney de Blancanieves y los Siete Enanitos (I), pero sus referentes son, sobre todo, gente no muy proclive a la sutileza y que carga con munición de grueso calibre en las cartucheras. Tipos como Tobe Hoper, Mario Bava o Hideo Nakata. Sus héroes.

Esa es la dieta con la que el australiano de origen malasio (nacido en 1977) lleva alimentando las retinas desde la adolescencia. Y ese es el tipo de películas que se propuso hacer con apenas 20 años, siendo aún estudiante del Instituto Tecnológico de Melbourne, en compañía de su socio y amigo Leigh Whannell, entusiasta de “zombis, monstruos, asesinos en serie, el terror grotesco y zafio y los taquillazos de acción de Hollywood”. Juntos se resistieron, según cuenta Andrea Albin en un muy cómplice artículo en Bloody Disgusting, al solomillo intelectual y “de autor” al que intentaban aficionarles sus profesores y compañeros de estudios. Sus sistemas digestivos nunca toleraron a Godard. Siempre supieron que el suyo sería un cine crudo, desprejuiciado y grasiento. Y así intentaron vendérselo, en primer lugar, a una serie de productoras independientes australianas y luego, por fin, a los estudios de Hollywood.

El guionista Leigh Whannell y el director James Wan posan en 2004, en plena resaca del éxito de 'Saw'.
El guionista Leigh Whannell y el director James Wan posan en 2004, en plena resaca del éxito de 'Saw'.The AGE (Fairfax Media via Getty Images)

Wan y Whannell produjeron la primera de sus hamburguesas industriales hace casi veinte años, en 2004. Según explica Chris Coffel en el blog Film School Rejects (III), poco después de aterrizar en Los Ángeles, el dúo de veinteañeros de las antípodas se ganó la confianza de la productora Lions Gate, que puso en sus manos un millón de dólares y a un par de intérpretes de cierto postín, Cary Elwes y Danny Glover, y les dio 18 días para que intentasen convertir en una película “al menos potable” el guion que se habían traído de Australia, la curiosa historia de un maníaco homicida empeñado en someter a sus víctimas a intrincados y crueles experimentos sociológicos.

Un atracón de vísceras y entresijos

Pese a su intenso sabor a sangre fresca, no apto para pusilánimes, y su magro presupuesto, aquel primer Saw fue un éxito tan abrumador como inesperado que demostró a Wan lo muy en sintonía que estaba el público con sus preferencias culinarias. Más aún, sirvió para revitalizar un género de terror que andaba por entonces en horas bajas y contribuyó a popularizar una de las etiquetas más controvertidas y denostadas de la historia del cine, torture porn, que es sinónimo de ultraviolencia explícita con una dosis añadida de crueldad mental.

Ross Tibs, redactora de Far Out Magazine, rompe una lanza por una película que considera “valiente” y disruptiva en su contexto. Un producto más que digno en su asumida modestia, que, además, trajo al cine “una oportuna mezcla de filosofía, psicología y violencia física extrema”, inaugurando así la autopista por la que transitarían a continuación productos como Hostel (2005), de Eli Roth. Para Tibs, “estas películas trajeron de vuelta la lógica del ‘ve a verla si te atreves’ que ya habían anticipado clásicos del terror más virulento estrenados en los sesenta y setenta”, de La matanza de Texas a La violencia del sexo o La última casa a la izquierda.

En cierto sentido, esta ultraviolencia demencial reivindicó con una energía insólita el derecho a “sorprender, horrorizar y escandalizar” de nuevo a una audiencia que ya se había acostumbrado a que las grandes franquicias del terror contemporáneo, como Pesadilla en Elm Street o Viernes 13, se deslizasen por la pendiente de la autoparodia y resultasen cada vez más blandas e inofensivas. El género se había adocenado y pedía a gritos una descarga eléctrica para no perder su urgencia y su vigencia. Saw, con sus virtudes y sus defectos, formó parte de esa descarga.

¿Banalidad insultante?

Por supuesto, no toda la crítica se rindió sin condiciones al festín de carne procesada propuesto por Wan y Whannell. Al contrario, la película cosechó, sobre todo, reacciones entre escépticas y furibundas. Le sobraron detractores y apenas encontró cómplices entre la opinión publicada. David Germain, de Associated Press, la calificó de “atrocidad sin apenas fundamento”, se indignó con la “banalidad insultante” de su guion y la “torpeza” de su puesta en escena, lamentó que intérpretes “de cierto nivel” como Elwes y Glover hubiesen comprometido su prestigio participando en semejante despropósito y concluyó que director y guionista eran un par de “oportunistas” sin talento que habían intentado disfrazar de “cuento moral” lo que no era más que un degradante despliegue de perversión y estupidez.

El actor Cary Elwes durante una fiesta organizada en Nueva York tras la proyección de la película 'Saw'.
El actor Cary Elwes durante una fiesta organizada en Nueva York tras la proyección de la película 'Saw'.Dimitrios Kambouris (WireImage for LIONSGATE)

Peter Travers, de Rolling Stone, tuvo suficiente con tres líneas para reprochar a Wan su “espeluznante” exhibición de falta de escrúpulos y pésimo gusto. Mike Clark, de USA Today, consideró que la película incurría en continuos atentados contra la sensatez y el más elemental sentido de la ética, y que lo hacía con más “desvergüenza” que verdadera destreza cinematográfica. Scott Tobias, de AV Club, lo consideraba el epítome de la imbecilidad, protagonizado, además, “por el más ridículo y anodino freak que el guionista ha sido capaz de sacarse del culo”.

Entre los contados elogios de esa primera hornada de reacciones, Peter Bradshaw, en The Guardian, le reconocía a la película “un clima malsano y excéntrico” digno de thrillers tan crueles como Seven. Owen Gleiberman, en Entertainment Weekly, optaba por mostrarse condescendiente: a la cinta, más allá de su atmósfera pesadillesca y su apuesta por el terror físico sin adulterar, cabía concederle una notable capacidad para entretener al público sin insultar (del todo) su inteligencia.

Contar hasta diez

Dos decenios más tarde, aquella película que Gleiberman consideraba honesta a su manera, atroz y sin grandes pretensiones, pero por cuyo éxito nunca hubiese apostado, ha conocido ocho secuelas, con recaudaciones de entre 40 y 169 millones de dólares, y está a punto de lanzar una más, Saw X, que se estrena en España el 29 de septiembre. La dirige Kevin Greutert, responsable en su día de Saw VI y montador en hasta seis de las entregas de la franquicia, y viene a ser un spin off que trae de vuelta al villano original, John Kramer, también conocido como Jigsaw (interpretado, una vez más, por el muy competente Tobin Bell), ese enfermo de cáncer al que el resentimiento y un desmesurado apego a la vida han acabado convirtiendo en un depredador retorcido e inmisericorde.

En un muy ilustrativo hilo de Reddit sobre lo que se espera de Saw X, los fans de la saga se muestran más que dispuestos a morder de nuevo el anzuelo y acudir al cine con el entusiasmo del primer día, pero le ponen a la película una serie de condiciones. La primera, que no aparezca en ella “un nuevo discípulo y aprendiz de psicópata”, un recurso argumental del que se viene abusando desde que Kramer murió al final de la tercera entrega. Tampoco aceptarían que “se hiciese un uso excesivo de los efectos visuales generados por ordenador” (Saw siempre ha presumido de una cierta factura “artesanal” que convierte en particularmente impactantes sus escenas más violentas), que se introdujesen fenómenos paranormales o que el villano fuese presentado “como una especie de justiciero y no como el individuo amargado, moralista e hipócrita que siempre ha sido”. Si nada de eso ocurre, que sigan contando con ellos.

Leyendo esta declaración de intenciones, queda claro por qué Saw no ha perdido la capacidad de conexión con su público natural, en su mayoría hombres de entre 18 y 25 años. La saga ha establecido un sólido pacto con su comunidad de adeptos incondicionales porque nunca ha incurrido en el error de darle gato por liebre. Ha entendido sus expectativas y se ha dedicado a satisfacerlas sin desnaturalizar el producto. Las líneas rojas están claras: no se puede perder la coherencia de personajes y situaciones; no conviene rebajar la dosis de violencia, por mucho que ese ingrediente en concreto la convierta en plato de difícil acomodo en muchos cines; hay que conservar un tono de una cierta verosimilitud y realismo, sin incurrir en excesos carnavalescos; no hay que renunciar nunca a la sordidez y el humor macabro, y, por último, aunque la calidad de los guiones empiece a ser, a estas alturas, más bien menguante, hay que conservar el ingenio y la capacidad de sorpresa y no abusar de trucos ya empleados.

James Wan dirigió, coescribió y produjo la película que lanzó la franquicia. También firmaba Saw 0,5, el cortometraje con que empezó todo, una pieza hoy de culto que dura apenas nueve minutos y medio, rodada en un par de días con una cámara de 16 mm y por poco más de 2.000 de dólares. Desde entonces, su implicación en la saga se ha limitado a participar en el guion de Saw III y hacer de productor ejecutivo en todas las demás, tarea compartida con Leigh Whannell. La dirección ha ido recayendo en meritorios como el citado Greutert o Darren Lynn Bousman y los guiones han ido pasando por diversas manos, en un intento no siempre exitoso de que corra el aire y circulen las ideas. Los padres de la criatura han ejercido un cada vez más distante control de calidad mientras se embarcaban en otros proyectos (Insidious, Anabelle, The Conjuring), a menudo con la revitalización del género de terror por bandera.

Hasta 2010, Saw siguió su curso al frenético ritmo de una nueva entrega cada año, siempre en el mes de octubre, coincidiendo con la celebración de Halloween. Saw 3D, la séptima de la serie, fue presentada como el capítulo final, la que clausuraba de una vez por todas el ciclo narrativo. Y tal vez lo hubiese sido si el renovado éxito en taquilla (136 millones recaudados contra un presupuesto de 17) no hubiese hecho que sus responsables reconsiderasen la decisión de cortarle el pescuezo a la gallina de los huevos de oro.

Al final, la cancelación prevista se convirtió en una pausa de siete años que sirvió para rejuvenecer el producto. Lo lanzaron de nuevo con Jigsaw (2017) una puesta al día dirigida por los nuevos purasangres del cine de género, los Spierig Brothers, y que acabaría siguiendo la ruta transitada por sus predecesoras: críticas entre reticentes y pésimas, notable éxito en taquilla. El camino, en fin, por el que es de esperar que discurra también la nueva entrega, a menos que sus responsables hayan encontrado el camino para redoblar la apuesta y devolvernos al horrorizado estupor con que contemplamos los primeros crímenes de Jigsaw.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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