“Ah, ¡se podía hacer esto en un escenario!”: el Ballet Nacional de Marsella rompe las reglas en la danza posinternet
Un ‘show’ de danza puede ser algo político, furioso y espectacular. Retratamos a 18 de los explosivos integrantes del Ballet Nacional de Marsella y hablamos con sus coreógrafos
Nuestros cuerpos son artilugios limitados. Dos piernas, dos brazos, cinco dedos, el apéndice quien lo retenga, una mirada que no abarca cinco kilómetros de distancia, un corazón, una lengua. Con ellos navegamos, como podemos, el mundo injusto e inabarcable que nos ha tocado y contra ellos luchamos para superar estas limitaciones y ser más, llegar a más, ocupar más. Un error catastrófico.
“El cuerpo contiene todas las respuestas”, insiste (La)Horde, nombre del colectivo artístico que desde 2019 dirige el Ballet Nacional de Marsella y que ha convertido sus obras en muestras palpables de esa filosofía: su espectáculos, que desde la pandemia su compañía representa por toda Europa, son políticos y físicos, tan críticos como estéticos. “Hay demasiado que explorar y expresar con el cuerpo. Es un organismo y un alma que viajan en el tiempo y en el espacio, lo que lo convierte en algo inherentemente político”, añade por escrito este trío, formado por los coreógrafos y cineastas Marine Brutti, Jonathan Debrouwer y Arthur Harel.
La dirección de (La)Horde le ha dado al Ballet de Marsella fama de compañía visionaria. Un espectáculo emblemático suyo —sin título, diseñado por Zoom durante el confinamiento y recientemente visto en el centro Conde Duque de Madrid— puede juntar coreografías de cuatro mujeres tan dispares como la legendaria estadounidense Lucinda Childs (82 años), que emplea música de John Adams y pide a los bailarines que creen patrones geométricos con precisión robótica, o Lasseindra Ninja (37 años), de Guyana, la defensora más erudita del voguing en Europa.
Hay ballet, hay jumpstyle, hay dance. Una hora de (La)Horde deja el cuerpo (el del espectador) como si hubiera echado un rato encadenando vídeos en el móvil. “Nuestro estilo es danza posinternet, estamos marcados por la circulación digital de un amplio espectro de estilos y de ritmos”, explican los directores. Pero alertan que las similitudes acaban ahí. Hay mensaje detrás de cada salto, de cada parpadeo. “A través de la danza, del movimiento corporal, examinamos gestos individuales y comunales de transgresión y resistencia con los que se performan protestas”. En el segmento de Ninja, la ropa de los bailarines se antoja ultrafemenina. En otro, de la irlandesa Oona Doherty, se explora la individualidad a través de vibraciones diminutas de un grupo de bailarines vestidos de blanco.
La idea es, en fin, no dejar atrás el Cascanueces por lo sobado que esté, sino por tener algo más relevante que decir. “Vivimos en un mundo donde se comunica más que nunca, donde tenemos más herramientas que nunca para estar conectados y compartir nuestras formas de ver el entorno y a nosotros mismos. Pero, como dijo Paul Virilio, al inventarse los barcos se inventaron también los naufragios: estas herramientas, empleadas en un mundo capitalista, llevan a muchos a representarse de forma artificial, a performarse a sí mismos, algo que nos desconecta de la realidad y de la propia idea de ser. Nos comunicamos más que nunca y estamos menos conectados que nunca”, prosiguen.
Ahí entran ellos: “La danza es una forma de comunicación libre y crítica que permite cuestionar nuestra humanidad, nuestra carnalidad y nuestros nexos con los demás y nuestros cuerpos. Puede liberarnos de mandatos exteriores, afilar el sentido crítico y la imaginación. Las cosas que hacemos en un escenario no serían bien recibidas en muchos sitios públicos”.
No es solo danza: también su plantilla, de 27 bailarines, transmite sensibilidad social, con los muchos miembros de comunidades en riesgo de exclusón que contiene. Tampoco es solo (La)Horde: lo mismo hacen últimamente otras instituciones francesas, como el Centro Nacional de Danza Contemporánea de Angers bajo la dirección de Noé Soulier, el de Orleans desde que lo dirige Maud Le Pladec, o el mediático Mehdi Kerkouche. Pero (La)Horde sí parece haber llegado antes al concepto o, al menos, haberlo encontrado en un estado más puro.
Cuenta el belga Nahimana Vandenbussche, uno de los 27 de la compañía, de los más corpulentos e inolvidables del espectáculo. “Estuve en el Ballet diez años antes de que llegara (La)Horde. Pasé por tres direcciones distintas y habíamos hecho algunas de las piezas antes. No tuvo nada que ver rehacerlas con ellos. Antes era muy tradicional, esta pose, esta otra, todo coreográfico. Ahora nos preguntan, nos implican en la creación. Me abrió los ojos: ‘Ah, se puede hacer esto en el escenario”.
Si el resultado es seductor y no plúmbeo es porque (La)Horde subraya la importancia de que lo importante sea también bonito. Sus vínculos con la moda son famosos: entre sus bailarines está el impresionante parisiense Nathan Gombert, de 24 años, que colabora con firmas de moda, incluidas nacionales como Shon Mott (Gombert, por cierto, entró en el Ballet de Marsella tras una audición de techno hardcore que hizo con zapatillas de deporte). “Y su ojo para el cine también es importante”, alerta el brasileño João Castro, de Belo Horizonte. “Tienen ojos externos para construir imágenes que son potentes y significativas”. Una caída de brazo, de repente, transmite una visión. Nuestro mundo, tan limitado y un cuerpo, tan inifinito.
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