El alucinante viaje de la encina cántabra de 400 años o por qué defendemos los árboles centenarios por motivos erróneos
Los especímenes más viejos han sido codiciados por su interés turístico y utilizados en discursos patrióticos. Diversas voces los revindican como símbolos de la conservación del planeta, y como forma de imaginar la continuidad frente al colapso
Para construir cada galeón, los imponentes buques de la Armada en el siglo XVII, los trabajadores de los astilleros de Colindres (Cantabria) peinaban los montes en busca de materias primas. Talaban robledales y castañares y serraban encinas para producir carbón, el cual enviaban a las fábricas de balas y cañones. En mitad de aquella destrucción brotó un retoño, muy endeble para llamar la atención, que hoy, 400 años después, aparece como un árbol de gran porte. Es conocido como la encina de San Roque, testigo vivo de los últimos cuatro siglos que ha transformado su tierra, pueblo y clima.
La encina de San Roque ha sido reconocida con el premio Árbol del Año 2023, reflejo del respeto que le profesan los actuales vecinos de Colindres. Es una distinción otorgada por votación popular en un concurso de Bosques Sin Fronteras, que destaca el valor de los árboles singulares y su conservación. “Cuando se van estos árboles, se va algo que nunca podrá recuperarse”, lamenta Susana Domínguez, ingeniera forestal y presidenta fundadora de la ONG. Se refiere al caudal de información climática y biológica que almacenan los árboles mayores. Y también a lo que estos ancianos representan culturalmente: “Son testigos de la historia. Aunque quisiéramos volver a plantar esos árboles o 50.000 más, nunca serían iguales. Son como nuestras grandes catedrales”. Y cada día su planeta se vuelve un entorno más hostil para ellos.
En palabras del historiador Jared Farmer, de la Universidad de Pensilvania (EE UU), los árboles son “los lugareños por excelencia. Las plantas no pueden moverse, aceptan lo que les viene y su experiencia del tiempo es distinta”, reflexiona. Quizá por eso multitud de culturas veneran un árbol, desde Yggdrasil en la mitología nórdica al árbol de Bodhi de la tradición budista. En su reciente libro, Elderflora: A Modern History of Ancient Trees, Farmer explora esa fascinación y lo que ha descubierto no le acaba de agradar.
Por un lado, los registros históricos de los árboles más antiguos están teñidos de “ego masculino”: exploradores, científicos y naturalistas —casi siempre hombres— competían con sierras o cintas métricas por el ejemplar más grande o el tronco más grueso, aquel que tuviera más anillos de crecimiento. Y la exaltación de los árboles que no talamos ha provocado, para el historiador, una preocupante deriva etnonacionalista. “Cada país busca el organismo más antiguo de su territorio como forma de expresar un nacionalismo de sangre y tierra a través del patrimonio natural. Los árboles antiguos han formado parte de agresivos discursos de extrema derecha”, advierte.
No es casualidad que el árbol vivo más grande —una secuoya en California que ya era centenaria cuando cayó el Imperio Romano— lleve el nombre de un militar de la Guerra de Secesión estadounidense, General Sherman, famoso por su política de tierra quemada contra los confederados. Cuando una comunidad socialista utópica ocupaba lo que ahora es el Parque Nacional de las Secuoyas, el árbol se llamaba Karl Marx.
El magnetismo identitario de los árboles también preocupa a Domínguez. Como organizadora del concurso Árbol del Año, en cada edición tiene que lidiar con participantes que solo buscan el reconocimiento de algún árbol singular como reclamo turístico: “Si esto ocurre, al final el árbol importa tres rábanos”.
Frente al discurso nacionalista o machote que exhibe al árbol más grande o viejo como trofeo, existe un movimiento que propone reconocer la dignidad y sabiduría de los árboles antiguos, de manera que normalmente reservamos a las personas mayores de un pueblo, que lo han visto todo y tienen algo que enseñar a las generaciones nuevas. “Hay árboles y especies que han sobrevivido a cambios climáticos anteriores. Ofrecen una forma de imaginar la continuidad, en vez de la ruptura o el colapso”, medita Farmer. Tampoco podemos permitirnos su pérdida desde un punto de vista pragmático: los bosques maduros encierran toneladas de carbono en las ramas y troncos necesarias para mitigar la crisis climática. La protección de los viejos árboles es mucho más importante que la siembra de nuevos. Porque incluso dentro del bosque, los individuos más ancianos tienen cualidades extraordinarias.
“Un bosque maduro con árboles ancianos es muy diferente a un bosque maduro sin ellos”, explica Sergi Munné, catedrático de biología de la Universidad de Barcelona, quien ha pasado años estudiando los individuos más longevos de pino negro en el Pirineo. En una investigación aún sin publicar, su equipo ha encontrado que los pinos ancianos, retorcidos por el tiempo, ofrecen cobijo a organismos de otras especies. Antes habían descubierto que estos ejemplares tienen una capacidad de adaptación excepcional. Esto significa que son fuente de diversidad genética, algo que fortalece la resiliencia del bosque; mientras que un monocultivo joven puede caer, por ejemplo, ante una plaga o una sequía.
La investigadora Suzanne Simard, profesora de ecología forestal en la Universidad de Columbia Británica (Canadá), habla de “árbol madre” para describir individuos singulares, grandes y ancianos, que ayudan a plantas jóvenes a desarrollarse. Mediante una red de micorrizas, asociaciones simbióticas entre hongos y raíces, los árboles madre suministran nutrientes y hongos beneficiosos a los retoños. En el caso de los abetos de Douglas, una conífera nativa de Norteamérica, Simard ha documentado cómo el árbol madre es capaz de compartir carbono específicamente con los abetos que descienden de su linaje. La captura de carbono de la atmósfera es crucial: engorda la planta y enfría el planeta. Paradójicamente, los troncos de los árboles milenarios encierran en sus anillos uno de los mejores registros de la variación climática del pasado. Aunque es posible usar una fina barrena para tomar muestras sin talar el árbol, la técnica es algo invasiva y ciertos expertos, como Munné, no están de acuerdo con practicarla en árboles ancianos.
Sabios como la encina de San Roque también nos recuerdan transgresiones del pasado. Son símbolos de una memoria histórica ambiental, o así lo ven sus vecinos. En Colindres, el Ayuntamiento impulsa desde 2019 una iniciativa de reforestación con todos los centros escolares del municipio. “A medida que avanzamos con las plantaciones, vimos que a los más pequeños de los colegios no los podíamos llevar al monte a plantar”, relata Javier Incera, alcalde del pueblo. “Así que iniciamos un cuentacuentos: una anjana, hada típica de Cantabria, les cuenta la historia de la encina. Contamos a los niños y niñas que estamos devolviendo a la naturaleza lo que un día destruimos”.
El premio Árbol del Año reconoce el cuidado y relación que ya tenía el pueblo con el individuo. Expertos como Munné consideran que la mejor forma de respetar a algunos ancianos es dejarlos en paz. El Servicio Forestal de los Estados Unidos, por ejemplo, no divulga la ubicación del pino longevo Matusalén, considerado el segundo más antiguo de los organismos vivos con una edad de más de 4.850 años, para protegerlo del turismo.
“Hay gente a la que le da igual subirse por las ramas o compactar el suelo a su alrededor. Es como si vas a la mezquita de Córdoba y te subes por las columnas. Es una falta de respeto absoluta”, coincide Domínguez.
Gracias a iniciativas como la de Bosques sin Fronteras o Colindres, el respeto por los mayores se está recuperando. Recuperando, porque los árboles lo solían recibir. A la pregunta “¿Qué es un árbol?”, Farmer responde: “Un árbol es cualquier planta a la que llamamos árbol. Es un término de dignidad, no de botánica”.
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