Muertos Godard, Rabanne e Isabel II, ¿hemos aprendido algo del siglo XX?
Tantos iconos del siglo pasado han desaparecido en los últimos meses que solo queda aceptar que el pasado ha muerto definitivamente y el futuro se presenta, por ahora, lleno de incógnitas y con pocos rostros conocidos
En la década de los noventa, el historiador británico Eric Hobsbawm desarrolló la idea de “corto siglo XX”, que hizo fortuna inmediatamente y que desde entonces se emplea con naturalidad. Para Hobsbawm, el comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914 y el hundimiento de la Unión Soviética en 1991 delimitaban “un periodo histórico coherente”, un intenso ciclo de acontecimientos y procesos concatenados de consecuencias globales y sin precedentes que justificaba achicar conceptualmente la centuria.
Hobsbawm, cuyas memorias, Años interesantes (2002), se subtitulaban precisamente Una vida en el siglo XX, falleció en 2012, y en sus últimos años de vida no dejó de reflexionar sobre el nuevo mundo que había surgido después de ese siglo corto y del fin del orden bipolar. “Política, partidos, periódicos, organizaciones, asambleas representativas, estados: nada funciona en el mundo como funcionaba antes y como se suponía que tenía que seguir funcionando aún durante mucho tiempo”, declaraba en una entrevista en 2004. Hobsbawm dejó un libro póstumo, Un tiempo de rupturas, en el que exploraba la historia social y cultural del pasado siglo y se lamentaba de una época actual “que ha perdido el norte y que, en los primeros años del nuevo milenio, mira hacia delante sin guía ni mapa, hacia un futuro irreconocible, con más perplejidad e inquietud de lo que yo recuerdo en mi larga vida”.
Quizá es la perplejidad y la inquietud que provoca un presente que cambia a la velocidad de respuesta de ChatGPT lo que alimenta el sentimiento de orfandad colectiva que se detecta tras la muerte reciente de figuras que protagonizaron y dieron forma a ese siglo XX. Personalidades de la política como Isabel II o Mijaíl Gorbachov, o creadores y artistas como Jean-Luc Godard, Stephen Sondheim, Paco Rabanne, Carlos Saura, Burt Bacharach o Vivienne Westwood. Con su desaparición, parece cerrarse definitivamente un tiempo al que ellos contribuyeron a dar forma y que de alguna manera nos resistimos a dejar atrás, treinta años después del final de ese siglo corto de Hobsbawm y tras dos décadas efectivas de inestable siglo XXI.
La última imagen de Isabel II en su residencia escocesa de Balmoral, tendiendo su amoratada mano derecha a la nueva primera ministra del Reino Unido, Liz Truss, anticipaba la muerte inminente de la reina, anunciada solo dos días después. El reinado más largo (siete décadas) de la monarca más longeva de Inglaterra (96 años) contrasta poderosamente con la vertiginosa sucesión de acontecimientos británicos desde la votación del Brexit en 2016, y especialmente con el mandato más efímero de un primer ministro, que terminó con la renuncia de Truss apenas un mes después del entierro de la reina.
La pompa minuciosamente planificada de las honras fúnebres, su retransmisión mundial seguida en directo por millones de espectadores, fueron en sí mismas una suerte de epílogo de una época, último recorte del álbum isabelino y recuerdo de la era del broadcasting, cuando todo el mundo se reunía simultáneamente ante el televisor (cuando todo el mundo tenía uno) para asistir en directo a los grandes acontecimientos: bodas reales, entierros de Estado, alunizajes o finales deportivas. Hoy, en la era de las plataformas, el consumo a la carta, las audiencias atomizadas y las pantallas portátiles, pocos eventos son capaces de concitar la atención obtenida por el funeral de la reina, que no obstante no pudo superar el récord de audiencia establecido 25 años antes por el de Diana de Gales.
Una muerte, la de Lady Di, que supuso en 1997 un punto de inflexión para el reinado de Isabel II, quizá su particular fin de siglo. Y que obligó a la soberana a humanizar su figura para frenar la desafección popular hacia la corona y adaptarse progresivamente a las herramientas comunicativas de este nuevo milenio digital, diverso, viral y sentimental. Desde entonces, demostró un poder de adaptación que para sí querrá su sucesor, Carlos III, si quiere perdurar en este siglo: Isabel II moduló la serenísima frialdad que se le suponía como cabeza del Estado y de la Iglesia anglicana y cultivó la imagen de anciana entrañable e icono pop transversal.
En 2012, se vinculó con otro de los grandes símbolos de la britanidad, James Bond, para la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres: grabó con Daniel Craig un sketch en el que simulaban su llegada al estadio en paracaídas, un irreverente juego de metaficción impensable hasta la fecha. Y pocos meses antes de su muerte celebró su jubileo de platino tomando el té con Paddington, el popular osito de animación, y dándole a Queen, golpeando con la cucharilla sobre la porcelana, las primeras notas de We Will Rock You con que arrancó el concierto de conmemoración ante el palacio de Buckingham.
Allí acudió, una mañana de 1992, Vivienne Westwood para recibir de manos de Isabel II la Orden del Imperio Británico. La diseñadora, que en los setenta había acuñado la estética que hizo correr el punk como la pólvora alrededor del mundo, obtenía la validación institucional de la misma testa coronada que había sido zaherida por los Sex Pistols en su himno antisistema God Save the Queen. Ante los fotógrafos que esperaban a la puerta de palacio, Westwood le dio vuelo a la preciosa falda gris de su conjunto descubriendo que no llevaba ropa interior; un gesto de íntima disidencia que pretendía mantener viva, aun domesticada por las condecoraciones, la llama de aquello llamado contracultura.
El final del final
Westwood, reina del punk, falleció el pasado 29 de diciembre, pocos meses después que la otra reina, y su muerte tiene también algo de fin de ciclo. En las últimas décadas, mientras el mundo de la moda y el lujo experimentaba un proceso de expansión sin concesiones, la diseñadora británica mantenía su independencia al margen de los grandes grupos y se afanaba en conservar la coherencia, luchando por armonizar las exigencias de una firma de alcance y dimensión internacional y los rigurosos principios autoimpuestos de su activismo humanitario y climático.
En Westwood, el documental de 2018 de Lorna Tucker, quedan en evidencia las contradicciones entre el temperamento de la creadora y el funcionamiento de una compañía que ha crecido demasiado para depender solamente del criterio de su fundadora. En los primeros minutos, el espectador observa a Westwood repasar las piezas de la próxima colección y enfadarse al ver colgadas cosas que no reconoce como suyas, que no le gustan y que decide retirar. Observamos a una mujer indómita y llena de vitalidad pero que, superada por su propio nombre y por el ritmo inclemente de la máquina de la moda del siglo XXI, piensa seriamente en dejarlo.
¿Volverá a ser posible el tipo de rebeldía que sostuvieron algunos personajes clave del siglo XX? ¿Sería posible que surgiera un Godard en la era de las redes sociales y el consentimiento colectivo? Como estilete de la nouvelle vague, el cineasta francosuizo, fallecido en septiembre por medio de suicidio asistido, desafió los esquemas narrativos y formales del cine. Con sus colegas de generación inventó el cine de autor y contaminó Hollywood con el estilo europeo. Y a través de él, seguramente, influyó en que un genio como Stephen Sondheim revolucionara los esquemas del musical, el género mimado de la dramaturgia estadounidense. Hoy, su propuesta intelectual sigue teniendo recorrido, pero su incepción queda, oficialmente, en el pasado.
Ni siquiera certezas relativamente recientes y puramente siglo XXI, como la gastronomía como máximo y mejor exponente de la cultura, y encarnada en la figura de los superchefs y sus prohibitivos locales, pertenecen al presente ya. El reciente cierre de NOMA, el restaurante de René Redzepi, en repetidas ocasiones elegido el mejor del mundo, ha roto el hechizo: resulta que la alta gastronomía, entendida como alarde, no es sostenible económicamente. Frank Bruni, quien durante años fue crítico gastronómico de The New York Times, se preguntaba en el mismo diario: “Este tipo de restaurante ha trascendido tanto los básicos de la hostelería –vanidad, filosofía, excentricidad– que posiblemente esté en el tiempo de descuento”.
De frente solo hay niebla
El corto siglo XX concluyó con la desintegración de la URSS y el final de la Guerra Fría. La muerte de Gorbachov el pasado agosto permitió reevaluar el legado del último dirigente soviético, héroe en Occidente y villano en Rusia. Por otro lado, la invasión de Ucrania no ha hecho sino poner de manifiesto una vez más que las heridas del comunismo y el defectuoso proceso de democratización en la región sigue teniendo consecuencias funestas 30 años después. Una realidad que se parece a la metáfora de la viuda embarazada acuñada por el socialista utópico ruso del siglo XIX Aleksandr Herzen: entre la desaparición de un mundo y el nacimiento del otro “pasará una larga noche de caos y desolación”.
En 2018, el historiador Timothy Snyder publicó El camino hacia la no libertad, donde analiza el contexto geopolítico actual. El optimismo de que la democracia liberal se implantaría con éxito tras la caída del Muro no solo era infundado, sino que en la última década se ha verificado una inversión de la corriente de influencia de este a oeste. “En 2013, Rusia se volvió en contra de la Unión Europea. En 2014, en vista de que uno de sus vecinos, Ucrania, estaba aproximándose a ella, Rusia invadió el país y se anexionó parte de su territorio. En 2015, Rusia había extendido una extraordinaria campaña de guerra cibernética más allá de Ucrania que llegaba a Europa y Estados Unidos, con ayuda de muchos europeos y estadounidenses. En 2016, Gran Bretaña decidió en referéndum abandonar la Unión Europea, tal como Moscú llevaba tiempo deseando, y los estadounidenses eligieron a Donald Trump como presidente, un resultado que los rusos contribuyeron a obtener”. La nueva invasión de Ucrania, de la que se cumplirá ahora un año, parece validar la concatenación de hechos observada con clarividencia por Snyder y su pesimista conclusión: “El siglo XX estaba muerto y enterrado, sin que hubiéramos aprendido sus lecciones”.
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