La Reina de Inglaterra: ¿un placer culpable?
Si la figura de Isabel II logra prevalecer sobre esa boba fascinación sobre el carácter británico es porque sabíamos que hacía un esfuerzo
En medio de la avalancha de reportajes, memes y comentarios que nos cayó encima cuando murió Isabel II, Milena Busquets dijo en su Instagram algo interesante: “Hay poquísima gente en el mundo (y más si eres mujer) que esté por encima de la elegancia, más allá de juicios estéticos y de valoraciones, en una categoría propia. Isabel II era una de ellas”. Luego lo remataba en un comentario: “La monarquía me parece un horror, pero ella, no”. Como el juancarlismo, pero mucho más duradero, Isabel II puso al mundo de acuerdo, en parte, gracias a un estilo particularísimo y a una máxima —tienen que verme para creerme— que hoy es canon. El público se derretía. Ver o escuchar ese pacificador espectáculo llamado Reina de Inglaterra era como un ratito de ASMR, ya saben, esos soniditos que masajean el cerebro.
Luego está todo lo malo. Enric González lo explicaba bien en la serie de columnas que escribió para EL PAÍS desde el Reino Unido cuando decía, por ejemplo, que Isabel II era embajadora de un “supuesto caracter británico” del que posiblemente fuera la última representante y que, desde su raíz imperial, se enorgullecía de ser “frío, lacónico y estoico ante los súbditos exóticos”. Total, que cuando mirabas a una mujer que se había construido un carisma a base de su falta de carisma, y vestida con prudentes trajecitos de vivos colores, evitabas mirar a una institución que, por quedarme en su pecado original, se fundamenta en algo tan alucinante como el derecho divino.
Lo que quiero decir es que somos tan indulgentes con nuestros placeres culpables que ya prácticamente no lo son aunque a veces, como pasa con la repostería, beber, fumar o ir mucho de compras, sepamos que algo no está bien. ¿Pero acaso hay placer limpio? El cineasta Albert Serra defendía la idea de incomodidad durante la presentación en Madrid de su última película, Pacifiction, una de las más aplaudidas del año desde su estreno en el Festival de Cannes. “Todos dicen que es muy buena y muy comercial, muy agradable, pero no os confiéis”, advertía desde el escenario del cine Golem: detrás de su colorido de postal tahitiana, Pacifiction esconde “desconcierto, ambigüedad, incertidumbre”. Y cuidado con disfrutar con una espectacular escena grabada sobre una ola enorme, concebida para ser vista en una pantalla de cine, o con dejarse llevar por su visión casi alucinógena de la vida en un paraje, digamos, idílico: “Todo está tan exagerado que es casi ridículo. Hay capas, ambivalencias y muchos anticlímax. Además, siempre he odiado las islas. ¡Suelen ser los más corruptos!”.
El método desestabilizador de Serra incluye no dar información al equipo ni a los actores sobre la película que están haciendo. Rueda en medio de una sensación de aparente caos y, cuando el rodaje termina, se enfrenta al material, en ocasiones ingente, y deja que la lógica surja por sí misma. Por supuesto, hay una misión, y un esfuerzo considerable, en toda esa presunta indiferencia: “No hay forma de ejercer el control. Creo que esta es la modernidad, la única idea de autoría. Yo solo vinculo una coherencia. Me resulta difícil pensar que haya otra forma de hacer cine”.
Lo cual me devuelve a la pobre Reina de Inglaterra. En parte porque lo sabíamos gracias a su muy pública carrera profesional, y en parte porque nos aleccionó The Crown, creo que si la figura de Isabel II logra prevalecer sobre esa boba fascinación sobre el carácter británico es porque sabíamos que hacía un esfuerzo. Tras los vestidos, y tras la discutible institución, había una mujer comprometida con algo superior a su propio bienestar. Es lo bueno detrás de lo malo del placer culpable. No sé si llamarlo redención.
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