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Trump vs Biden, segundo asalto: la dosis justa de mentiras, demagogia, hipérbole y juego sucio

Tras el error de cálculo en que incurrió el presidente en el primer debate, ha aprendido la lección: esta madrugada no ha sido el bufón delirante de hace 21 días

Donald Trump y Joe Biden, durante el segundo debate presidencial.
Donald Trump y Joe Biden, durante el segundo debate presidencial.Chip Somodevilla (AP)

Si algo ha demostrado el debate presidencial de esta madrugada en Nashville es que Donald Trump no está loco. Y si lo está, hay un método en su locura. Da igual lo elocuente y persuasivo que resulte el documental de Dan Partland del que todo el mundo habla (¿Está loco Donald Trump?), disponible estos días en plataformas digitales españolas. La megalomanía, el narcisismo desatado, la desmesura e incluso una cierta dosis de amoralidad y psicopatía no son necesariamente sinónimos de demencia. En realidad, se trata de rasgos de la personalidad en absoluto infrecuentes entre los profesionales de la política, aunque Trump los lleve a otra dimensión. El psicólogo Steve Taylor argumentaba en un artículo en The Conversation que hay algo intrínsecamente patológico en el poder y en la voluntad de ejercerlo. Ni siquiera la democracia resulta del todo eficaz a la hora de evitar que nuestras sociedades acaben siendo regidas por los a priori más predispuestos a hacerlo: narcisistas y psicópatas. Por falsos dementes de una cordura tóxica, locos con método, perfectamente competitivos y funcionales.

En su segundo cruce de espadas dialéctico con Joe Biden, Trump volvió a dar muestras de instinto, astucia y habilidad táctica, las cualidades que mejor explican sus éxitos contra natura y que, tal vez, sus múltiples detractores deberían empezar a reconocerle. Sobre todo, si de verdad aspiran a contribuir a derrotarle. Visto lo bien que se manejó en un debate perfectamente convencional, sin apenas estridencia ni malos modos, con la dosis justa y precisa de mentiras, demagogia, hipérbole y juego sucio, cuesta entender el monumental error de cálculo en que incurrió el presidente hace tres semanas, optando por sembrar el caos y convirtiendo el primer encuentro con Biden en una insufrible y vergonzante jaula de grillos. No sabemos a qué quiso jugar, pero lo cierto es que perdió con estrépito. Se hundió en las encuestas e hipotecó en gran medida sus posibilidades de ser relegido. Pero aprendió la lección, demostrando que tendrá muchos defectos, pero la falta de cintura no es uno de ellos.

El Trump de esta madrugada no ha sido el bufón mercurial y delirante de hace 21 días. Aunque con mucha frecuencia el personaje devore al hombre, lo cierto es que tiene otros registros. Y el de demagogo escurridizo y con una incuestionable habilidad para el regate en corto es uno de los que mejor se le dan. Trump estuvo enérgico, locuaz, brillante en la medida de sus posibilidades. Tuvo incluso la soberbia desfachatez de proclamarse el presidente que más ha hecho por los afroamericanos “desde Abraham Lincoln”. Dijo que no tiene por qué esforzarse en reconciliar a estadounidenses de uno y otro signo político, porque ya los reconciliará “el formidable éxito” que augura al país en caso de que él salga reelegido. Aseguró que el ejército de los Estados Unidos se encargará de repartir “en cuestión de pocas semanas” una vacuna contra la covid-19 que (según reconoció a continuación, en uno de sus asombrosos alardes de desvergüenza) no tiene la menor idea de quién fabricará ni cuándo estará disponible. Pero será en muy pocas semanas. Y la distribuirá el ejército.

También aseguró entender mejor que nunca “el virus chino” ahora que lo ha contraído, se ha curado en tiempo récord sin que ni él mismo sepa muy bien cómo y ha pasado a ser inmune “por cuatro meses o para toda la vida”. Y sí, jugó sucio (pero siempre dentro de los límites de la política más o menos institucional), al acusar a Biden y su entorno familiar de “presunta” corrupción con argumentos floridos y difusos, presentados sin ningún rigor. Reprochó a su rival “48 años de carrera política dedicados a no hacer nada” así como la “nefasta” hoja de servicios de la administración Obama, en la que Biden fue vicepresidente. Y dejó una frase mordaz (y cruel) para el recuerdo: “¿Quién hizo esas jaulas?”, en referencia a la política de control de fronteras de los demócratas, a los que acusó no ya de separar de sus padres a los inmigrantes menores de edad de sus padres, como ha hecho él mismo, sino de encerrarlos “como a animales”.

Ese Trump con sordina, de una agresividad controlada y contenida, es suficiente hoy por hoy para contrarrestar a un Biden de circunstancias, cuya reputación de excelente orador ya no se sustenta. Pese a la solidez general de su discurso y sus formas casi siempre exquisitas, el candidato demócrata volvió a estar desmadejado y mustio, obsesionado tal vez por no cometer errores que pongan en peligro la sustancial ventaja que le atribuyen las encuestas, lo que le condujo a pasar por el debate casi de puntillas. Como sabe cualquiera que haya jugado a ajedrez, aunque te sirvan las tablas, no jugar a ganar es una de las formas más seguras de acabar perdiendo. Sobre todo, si tu rival es un depredador sin escrúpulos y con instinto. Un (falso) loco con método.

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