Millones de litros de agua para un cultivo no comestible: ¿es el césped el lujo más extravagante de nuestra era?
Consideramos que el césped crece de forma natural, pero es un artificio que hemos normalizado en terrenos públicos y privados y cuya ubicuidad preocupa tanto a ecologistas como a paisajistas
Estados Unidos tiene un problema con el césped. Lo denunciaba con inusual contundencia The Washington Post el pasado 29 de agosto. En una actualización de Instagram que se volvió viral en cuestión de horas, el diario planteaba lo absurdo que resulta que, en plena crisis de recursos hídricos, con el cauce del río Colorado bajo mínimos y Estados como Arizona y Nevada sumidos en una de las peores sequías de su historia, el país dedicase “más de 40.000 millones de litros de agua diarios” al cultivo y mantenimiento de “jardines ornamentales e improductivos”.
Citando datos de un estudio de la NASA coordinado por el climatólogo Garik Gutman, el Post afirmaba que el césped ocupa “alrededor de 40 millones de acres [más de 16 millones de hectáreas], es decir, el 2% de la superficie de los 48 Estados contiguos”. Se trata del principal cultivo estadounidense, muy por delante del maíz, la soja o el trigo, y ni siquiera resulta comestible. Solo sirve, en opinión de la antropóloga neoyorquina Krystal D’Costa, una de las voces autorizadas que terciaron en la polémica “para tener buen aspecto y contribuir a que nos sintamos un poco mejor con nosotros mismos”. Se ha convertido, concluía el Post, “en un extravagante lujo que no podemos permitirnos”.
Una costumbre con fuerte arraigo
Sin embargo, a juzgar por los cientos de comentarios que suscitó el hilo, muy pocos estadounidenses están dispuestos a renunciar de una vez por todas al césped. Algunos acusaban al diario de incurrir en un moralismo hipócrita, cuando el verdadero problema, más que los numerosas pero modestas parcelas privadas, serían “los campos de golf”. Otros aseguraban que sus jardines se nutren exclusivamente de agua de lluvia, y que el césped solo resulta insostenible en “Estados áridos” como Nuevo México, no en lugares como la húmeda y fértil Nueva Inglaterra.
Para D’Costa, ninguna de estas objeciones tiene el menor fundamento. Ella considera que la proliferación masiva de parcelas privadas de césped es a todas luces “insostenible”. Pero Estados Unidos no asume esta verdad incómoda porque plantar gramíneas en patios traseros es “una obsesión nacional” que tiene bases antropológicas muy profundas.
Aunque se trate de un “producto de importación” traído de la vieja Europa por los primeros colonos, el césped forma parte desde hace más de un siglo de lo más arraigado y transversal de la cultura popular estadounidense, “a la altura de la Biblia, el revólver, la Coca Cola o el automóvil”. Para muchos de sus compatriotas, insiste D’Costa, “una parcela bien cuidada es síntoma de felicidad doméstica, prosperidad material y un cierto grado de conformismo social y cultural”. Detrás de un buen césped, remata la antropóloga, “tendemos a ver a un buen ciudadano”.
No se trata, por supuesto, de un fenómeno exclusivo de los Estados Unidos. En realidad, si algo sorprende de la cultura del césped es su extraordinaria capacidad de irradiación. En opinión de Jorge Dioni López, autor del ensayo sobre urbanismo La España de las piscinas (Arpa Editores), “basta con asomarse a los chalets unifamiliares de urbanizaciones como Arroyomolinos, en el suroeste de la Comunidad de Madrid, para entender que sí que existe esa España que cuida de su césped con devoción fanática, sin regatear ni un euro en mangueras o herbicidas”.
Sus habitantes compran, en opinión de Dioni, “un estilo de vida aspiracional e individualista de clara influencia estadounidense”. Una utopía de bolsillo en la que las praderas de uso exclusivo coexisten con la plaza de aparcamiento privado, la barbacoa y, sí, la piscina familiar rodeada de sombrillas y tumbonas. Aunque el césped ya formaba parte de la cotidianidad de nuestro país antes del advenimiento de la España de las piscinas.
Césped por doquier
La arquitecta, ecóloga y paisajista Maria Ignatieva ha dedicado una parte sustancial de su trayectoria académica a estudiar el césped. Formada en San Petersburgo y Berlín, ha ejercido su profesión en países tan diversos como Rusia, Estados Unidos, Nueva Zelanda y, ahora, Australia, donde ocupa el cargo de directora del departamento de Ecología Urbana de la Universidad de Perth. En todos esos lugares ha topado una y otra y vez con estas alfombras ornamentales elaboradas con plantas herbáceas.
Ignatieva se ha acostumbrado a describir el césped, no sin cierto humor, como “una de las especies invasoras más prevalentes del planeta”. Está en (casi) todas partes, forma parte integral del paisaje urbano de ciudades de los cinco continentes y a la mayoría de terrícolas, en palabras de la profesora, les resultan familiares y agradables “su aspecto, su olor o su textura”. En su ensayo Lawn as a Cultural and Ecological Phenomenon (El césped como fenómeno cultural y ecológico), publicado en 2015, Ignatieva ya explicaba el proceso de expansión gradual de este invento franco-británico que empezó a proliferar en la Europa del siglo XVII y ha acabado convirtiéndose en “el principal elemento homogeneizador de los paisajes urbanos contemporáneos”.
Los aristócratas del sur de Inglaterra lo pusieron de moda al convertirlo en símbolo de estatus (tal y como explica Ignatieva, “la posibilidad de dedicar grandes extensiones de tierra a un cultivo completamente ornamental, sin ninguna utilidad práctica, se convirtieron en signo definitivo de opulencia y refinamiento”) y el paisajista André Le Nôtre le dio una pátina de dignidad cultural y estética al incluir en los jardines del palacio de Versalles una espléndida zona de plantas herbáceas bautizada como tapis vert. A partir de la década de 1830, su uso empezó a extenderse y democratizarse gracias en parte a la invención del cortacésped, cortesía del ingeniero británico Edwin Beard Budding.
Hoy, el césped ocupa “entre el 70 y el 76% de las superficies verdes de las ciudades occidentales”. Tal es su omnipresencia que hemos acabado percibiéndolo como “natural”, la opción por defecto (y poco menos que inevitable) tanto en espacios públicos como privados, en parques, patios traseros, estadios, cementerios, parterres, piscinas o campos de golf. Sin embargo, tal y como recuerda Ignatieva, es “un arreglo vegetal altamente artificioso, producto de una tradición muy refinada que parte de la jardinería francesa formal del XVII y el pintoresquismo británico del XVIII para desembocar en los jardines de la era victoriana o el paisajismo modernista contemporáneo”.
Ha sido “un agente globalizador” que acompañó a los europeos occidentales en “su proceso de expansión económica, cultural y militar”, de manera que ha acabado echando raíces en sociedades muy alejadas de ese norte de Europa en que alguien tuvo, por primera vez, “la ocurrencia de plantar gramíneas en una parcela y asegurarse de que creciesen de manera regular”.
Racionalizarlo y moderarlo, no erradicarlo
Para el experto en jardinería y paisajismo Alfonso Pérez-Ventana, el césped, como recurso ornamental, presenta una serie de ventajas, empezando por “su fácil implantación, su capacidad para transformar un terreno aparentemente baldío en un manto verde y el confort y la sensación de frescor que aporta”. Entre sus inconvenientes, destaca sobre todo “la banalización del jardín”.
Pérez-Ventana considera que “con el abuso del césped, se corre el riesgo de crear espacios insustanciales y se limita enormemente la potencialidad de los jardines”. También le resulta contraproducente “la obsesión por mantener las praderas perfectamente segadas, como alfombras verdes, lo que aniquila toda posibilidad de vida en el jardín”. No es una cuestión exclusivamente ecológica: “la presencia de aves y de insectos aporta color, sonido, movimiento”.
En cuanto a su sostenibilidad, sobre todo en situaciones de escasez de recursos hídricos, el paisajista considera que “el protagonismo del césped en los jardines españoles es excesivo”. En su opinión, resulta “poco razonable” que en un país mayoritariamente seco como el nuestro “no se conciba un parque público, hotel o urbanización sin una amplia zona de césped”. Algo así tendría sentido, en todo caso, en la España húmeda, “en el norte, donde los prados forman parte del paisaje cultural y natural, pero no en el centro y el sur, que es precisamente donde más se ha instalado esa cultura: no hay hotel entre Huelva y Levante que no lo convierta en protagonista casi exclusivo de sus jardines”.
Para el también paisajista Álvaro Sampedro, las praderas de césped son un elemento uniformizador del que se lleva décadas abusando: “Su omnipresencia no nos permite disfrutar adecuadamente de los cambios de estación. Los colores ocres, rojizos y marrones en las praderas naturalizadas o en las plantaciones mediterráneas de hojas perennes y gramíneas del otoño y del invierno suponen, para mí, una mayor riqueza estética que los verdes primaverales del césped”.
Sampedro celebra el lento pero firme retroceso del modelo de césped estadounidense, “que poco a poco está empezando a ser sustituido por una jardinería más orientada a plantaciones locales y setos con poca necesidad de agua”. Para él, el riego extensivo en situaciones de emergencia climática “no está justificado”. Sampedro aboga “por concienciar y educar para moderar su uso”, aunque no se muestra partidario de restringirlo legalmente o intentar erradicarlo. “El exceso de legislación me parece negativo”, concluye.
Hacia una nueva cultura del jardín
Pérez-Ventana tampoco cree en la necesidad de perseguir o demonizar el césped por su alto grado de ineficiencia ecológica, pero sí considera esencial que se produzca “un cambio de paradigma en el jardín basado en un uso sensato y coherente del agua”. La clave, en su opinión, estriba en “conocer y respetar el ciclo biológico de las plantas y no tratar de forzarlo a nuestro antojo por convenciones estéticas”. Estamos acostumbrados a “disfrutar de jardines verdes todo el año, no asumimos como algo natural que la hierba se marchite”. De ahí el derroche de recursos “como el agua de un pozo” que algunos perciben como “ilimitados” pese a que se trata de bienes escasos.
Se impone renunciar a “un mantenimiento estándar de las praderas, que no tenga en cuenta los condicionantes de cada lugar concreto o el tipo de gramíneas utilizadas”. Solo así se evitará un error muy frecuente, “el uso de agua, fertilizantes y pesticidas por encima de las necesidades reales del jardín”. Pérez-Ventana recomienda decidir primero si la creación de praderas cespitosas es la mejor opción y, en caso de que sí lo sea, “elegir siempre la especie mejor adaptada a las condiciones climáticas (y, por tanto, más resistente) y llevar a cabo un plan de mantenimiento coherente”.
Como alternativas a la omnipresencia del césped, Sampedro propone “las llamadas plantas rastreras” y, sobre todo, “las plantaciones naturalizadas con especies mediterráneas”, que crean “ambientes naturales con atractivo cambiante a lo largo del año y menor consumo de agua y gasto de mantenimiento”. Pérez-Ventana considera que la alternativa idónea “depende de la zona, el uso previsto y la superficie plantada”. Él sugiere un amplio abanico de opciones, “de praderas tapizantes con plantas de bajo consumo como lippias, mazus, tomillos o dymondias” a, “en el caso de zonas no transitables, la hiedra, las vincas y las praderas de vivaces”. En cuanto al césped artificial, le parece un recurso “que no debería tener cabida en espacios cuya función es conectarnos con la naturaleza”. Además, resulta especialmente inadecuado en zonas de España con altas temperaturas, “dada su tendencia a recalentarse, generar verdín y alojar hierbas adventicias”.
Cualquier alternativa natural parece preferible a una pradera de plástico. Pero ningún estilo de vida basado en el cultivo obsesivo de parcelas herbáceas justifica el derroche de millones de litros de agua diarios.
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