La casa surrealista de Pedro Friedeberg, rincón a rincón
El hogar en Ciudad de México del artista es como un museo lleno de anécdotas tan extraordinarias como su inquilino. Sus dibujos, pinturas y muebles están repletos de arquitecturas utópicas mezcladas con patrones psicodélicos y una iconografía inventada con referentes de la cultura pop, la tradición mexicana y la zoología
A la casa del artista mexicano Pedro Friedeberg (Florencia, 85 años) uno llega a molestar. Ya seas amigo, cliente, admirador o periodista. A todos abre la puerta pero todos están allí para incordiar. “La gente me hace perder el tiempo, quieren robar mi magia, si es que tengo. Ellos creen que tengo”, dice nada más comenzar esta entrevista, sentado en la enorme mesa de trabajo de su estudio sin dejar de trazar líneas sobre uno de sus dibujos de arquitecturas imposibles. La bienvenida resultaría incómoda si no se tratara de un golpe de la personalidad sarcástica, excéntrica y juguetona de este creador considerado uno de los últimos surrealistas mexicanos. “Soy un burócrata de lo sublime”, precisa.
A su edad, no pasa un día sin trabajar. Traspasar la discreta fachada blanca de su casa-estudio de dos pisos en la colonia Roma Norte de la Ciudad de México es entrar en un universo abarrotado de objetos inesperados acumulados durante toda una vida en el vecino mercadillo de La Lagunilla y en sus viajes por el mundo. El visitante se da de sopetón con un museo de la imaginación repleto de maniquíes de otro siglo, muebles con piernas y brazos, efigies egipcias, ratones Mickey, calaveras, pájaros, bichos... e incluso tres ejemplares de Louis Ghost, las famosas sillas transparentes diseñadas por Philippe Starck, icono de la decoración de principios de este siglo.
“Son baratas”, comenta para justificar su presencia en la casa. En el universo Friedeberg, no solo está permitido tocar, sino que es el propio anfitrión el que va descubriendo al visitante sus secretos ocultos. “Adoro los objetos, soy un hijo de la sociedad de consumo”, admite.
Friedeberg nació en Florencia (Italia), más de una década después de que el francés André Breton diera inicio al movimiento surrealista. Hijo de judíos alemanes que escapaban del Holocausto, emigraron todos a México cuando tenía tres años. De su infancia recuerda los espacios austeros donde vivía con el mobiliario resumido en un cuadro, dos sillas y una cama. “Los odiaba. Iba a otras casas y veía que tenían más cosas”, comenta.
También su constante necesidad de huir del entorno burgués y conservador del que, por otro lado, heredó su pasión por los libros y por los idiomas que le permiten evitar las traducciones. En la extensa biblioteca que rodea su estudio se mezclan clásicos de la literatura mundial como Jorge Luis Borges, Fiódor Dostoyevski, Marcel Proust o Dylan Thomas con tomos de historia alemana, autores mexicanos y cómics de Betty Boop o Superman. “Leo mucho, cualquier cosa que se me atraviesa”.
En su juventud, Friedeberg abandonó la carrera de arquitectura por el arte porque se dio cuenta de que la dictadura del cliente no le iba a permitir crear nada original ni extraordinario. Le interesaban más las formas sinuosas de Antoni Gaudí que la lineal disciplina con que Ludwig Mies Van Der Rohe definió el estilo del siglo XX. La influencia de su formación recorre toda su obra. Sus dibujos, pinturas y muebles están repletos de arquitecturas utópicas mezcladas con patrones psicodélicos y una iconografía inventada con referentes de la cultura pop, la tradición mexicana y la zoología.
“Mis piezas son mitad animal, mitad columna, mitad acordeón. Hay que usar un poco de todo, hay que ser ecléctico”, explica. En su afán por alejarse del aburrimiento, muy joven se hizo amigo de la pintora surrealista Remedios Varo y el impulsor de la arquitectura emocional Mathias Goeritz, su gran mentor. Ellos le animaron a exponer por primera vez en 1959 en la Galería Diana de la capital azteca. Dos años después fundó con Goeritz y un grupo de artistas como José Luis Cuevas, Chucho Reyes y Alice Rahon el irreverente colectivo de Los Hartos.
En una sola noche pusieron patas arriba el panorama cultural mexicano con una exposición en la vanguardista galería del escritor Antonio Souza repleta de obras de estilo dadá y burlas al arte de contenido social y político del momento, que muchos no entendieron. Fue ahí donde Friedeberg se estrenó en la creación de muebles con La mesa inútil o antifuncional, una pieza de cristal redondeado sujeta por unas patas ondulantes que pretendía mofarse del diseño racionalista.
La broma continuó después con una maqueta de una sillita en forma de mano que mandó fabricar su amigo el ebanista José González. El resultado fue su mil veces reproducida Silla mano. Un objeto de deseo de coleccionistas, reconocida por Breton como una verdadera obra de su género, que le persigue desde entonces y de la que habla a regañadientes. “Mientras traiga dinero la sigo haciendo. Pero me parece una especie de prostitución”.
La realidad es que se ha convertido en un símbolo de México tan conocido como las pinturas de Frida Kahlo o los murales de Diego Rivera, de los que Los Hartos pretendían burlarse. Una réplica dorada de tres metros y medio corona desde 2017 la antigua casa de la fotógrafa revolucionaria de origen italiano Tina Modotti, situada en un visible cruce de la colonia Condesa de la capital azteca. “El fenómeno me encanta. La pieza en sí no me gusta. Preferiría que adoraran otra cosa, por ejemplo, este obelisco de espejos”, dice señanlado una pirámide alargada de cristales que tiene encima de la mesa.
En esa época también forjó amistad con la pintora surrealista inglesa Leonora Carrington, quien puso rumbo a México en 1941 tras escaparse de un hospital psiquiátrico de Santander y con quien compartía el ansia de huir del moralismo de la época. “Era una persona muy especial. A veces nos llevábamos bien, a veces regular y a veces mal”, comenta mientras enseña un cuadro que le pintó de su cabeza.
Corrobora sus palabras una postal que aparece entre las carpetas donde guarda la extensa correspondencia mantenida durante años con una larga lista de amigos artistas, diseñadores y escritores. Enviada desde Nueva York un 9 de enero de un año ilegible por la tinta corrida, con una imagen del barrio de Chinatown, Carrington le escribe en spanglish lo que parece un acercamiento tras una disputa: “Apenas sí que me hablaste en Año Nuevo y me dio a lot of gusto. ¿Cuándo vienes a NY? Llueve por hoy, no hace frío. I miss you. LOVE. Leonora”.
El intercambio de arte y amistad es una constante en la trayectoria de Friedeberg, cuyas obras han recorrido el mundo y forman parte de las colecciones del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México, el Museo Smithsonian de Arte Americano en Washington D. C. y el Museo de Arte Moderno de Nueva York. “Nunca me hace falta lo que llaman inspiración o temas. Pero a veces, me falta comunidad”, reconoce. Si Friedeberg está harto de algo en la actualidad es de la falta de originalidad de los que tiene alrededor. “En mis tiempos había más personalidad, la gente era más distinta la una de la otra. Hoy en día, todos se visten de negro”, se queja frente a las dos visitantes del día de riguroso luto.
Si él iba a los mercadillos a buscar cachivaches, ahora todos van a los supermercados “a agarrar cosas como zombis, como robots”. Si él se pasa las horas dedicado a crear cosas increíbles, la gente “pierde todo el día picando botones, medio estúpidos”, dice el hombre que ha bautizado a sus gatos con los nombres de Internet, Netflix y Wikipedia. Una perspicacia continua cargada con una bala envenenada lista para cada ocasión. También para sí mismo. “Me motiva mi vida cotidiana, mi inteligencia, mi genio, mi buen gusto, el dinero que entra gracias a los cuadros y a la horrible silla. En definitiva, joie de vivre”, resume en francés antes de descorchar un champán de despedida.
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