André Ricard, creador de la antorcha de las Olimpiadas de 1992: “El diseño no es hacer las cosas bonitas, sino mejores que las que ya existen”
El catalán de 92 años concibió la butaca Boomerang hace siete décadas, pero nunca llegó a producirla. Ahora Calma la pone a la venta por primera vez. Repasamos con él su trayectoria
Excepto André Ricard y un par de familiares y amigos suyos, no hay nadie que haya podido tener en casa un ejemplar de la butaca Boomerang que este catalán de 92 años ideó cuando tenía solo 22. El asiento nunca llegó a editarse: “Yo lo patenté pensando en que algún día encontraría a una persona interesada en producirlo”, recuerda el autor por teléfono. Pero empezaron a llegarle sus primeros clientes y la idea quedó en el olvido, traspapelada dentro de unas cajoneras en las que Ricard decidió poner orden en 2021, meses antes de que la firma de muebles de exterior Calma, dirigida por el diseñador Andreu Carulla, le propusiera recuperar algún modelo histórico de su archivo. Por fin iba a ver su butaca en el mercado.
Hoy su sillón de madera continúa teniendo un reposapiés del mismo ancho, y también el aplique con forma de bumerán planteado para sostener sobre las cuatro patas tanto el asiento como el respaldo reclinable. Esas dos piezas van trenzadas ahora con cuerda, un material que no figuraba en la butaca de hace 70 años, según Ricard: “La original era de paja, que era como se hacían antes las sillas de los campesinos”.
Cuando Ricard creó la Boomerang, en 1952, venía de pasar una temporada montando los escaparates de una agencia de viajes en Londres, donde había leído Never Leave Well Enough Alone (nunca dejes de lado lo bueno), el libro del diseñador Raymond Loewy. “En España lo tradujeron mal, le pusieron de título Lo feo no se vende, lo cual no refleja en absoluto cuál es el papel de todo esto. El diseño no es hacer las cosas bonitas sino hacerlas mejor que las que ya existían”, sostiene, señalando como ejemplo una aceitera que tiene en la cocina firmada por su amigo Rafael Marquina en el año 1961: “Pasarán las modas y quedará como queda un cántaro o un botijo”. En su día el objeto actualizaba el sistema de verter aceite, puesto que la gota, que en cualquier otra aceitera podía derramarse y ensuciar el mantel, en esta volvía a incorporarse dentro del frasco. “Además, esta aceitera es más bonita que las otras, porque cuando algo funciona bien generalmente es más bonito que algo que funciona mal”, afirma.
A Ricard se le conoce, sobre todo, por ser el diseñador de la antorcha de las Olimpiadas de Barcelona. Y está orgulloso de ello, aunque hace un pequeño apunte al respecto: “Yo he diseñado la antorcha y el pebetero de la llama del museo olímpico de Lausana en Suiza, pero también un antipolillas”. Lejos de querer quitarse méritos, lo dice para subrayar que un diseño debe valorarse no por la función más o menos humilde que cumple sino por la eficacia con que lo hace. Algo en lo que él se centró desde que dejó Londres y entró en el laboratorio farmacéutico de su padre en Esplugues de Llobregat.
Su primer envase era un frasco para jarabes, una botella con la misma forma que tienen los matraces de los laboratorios químicos, que le daba estabilidad absoluta e impedía que este medicamento pringoso acabara volcando. Lo mismo hizo con la cucharilla adjunta. La del catalán llevaba un soporte, de modo que los padres podían rellenarla, dejarla sobre la mesa con tranquilidad y, una vez tuvieran a sus hijos bien asentados sobre el regazo, darles la dosis pertinente sin que el jarabe cayera al suelo durante el transcurso.
Con los objetos que ha ido diseñando André Ricard a lo largo de su carrera podría equiparse una casa al completo. En su portafolio hay iconos absolutos del diseño como el cenicero Copenhagen —hoy reeditado por Mobles114— o el frasco de Agua Brava de Puig, posiblemente el más emblemático de la perfumería clásica española. De su posición en la historia de nuestro diseño da medida el archivo de documentos y objetos que custodia el Museo del Disseny de Barcelona. Tiene una lavadora de 1959, una encimera a gas, un horno de gas de tamaño mini, servilleteros, cafeteras, varias vajillas de porcelana, unas pinzas para el hielo, enchufes, una botella de detergente... incluso una de vidrio pensada para la marca de leche Rania, cuyo formato tenía en cuenta en qué punto de la nevera se colocaban las botellas –la puerta– y cuál era su principal problema –solían estar húmedas, y para sacarlas había que levantarlas, por lo que la probabilidad de que se escurrieran era alta–. La solución consistió en añadirle a la botella una junta a la altura de su cuello, de un agarre más firme, estrecho y sencillo para todo tipo de manos, incluidas las de los niños.
Para preparar los encargos, el diseñador revisaba las marcas de la competencia analizando sus envases en los supermercados. Todavía acude a ellos de vez en cuando: “El paquete del arroz sigue siendo malo, y el del azúcar es peor aún”, considera. Sobre el abrefácil también opina: “Al final tienes que coger un cúter o un cuchillo y te arriesgas a hacerte un corte en los dedos. En fin, que no está bien estudiado. No sirve”.
Durante la época en que solía dar clases les mostraba a sus alumnos las cajas de una marca de chocolate de origen inglés, aún a la venta, en las que al estirar su tirita dorada se abre a la primera el celofán del envase. Dentro, los bombones cuadrados aparecen metidos en bolsitas individuales para que no se peguen cuando haga calor. “Es un ejemplo de cómo hacer envases que sean amables y permitan utilizarlos con placer”, explica. “Sin embargo, los chocolates que van en blísteres son un desastre. Se nota que no se han preocupado en absoluto para que lo tengas fácil después de haber comprado su producto”.
Ricard concede esta entrevista desde el despacho que tiene en el mismo bloque donde está su vivienda en Barcelona. En él pasa gran parte de los días dedicándose a lo mismo que antes de jubilarse aunque, eso sí, con la diferencia de que ahora se inventa los encargos: “Pienso en que me viene un cliente, me pide algo y yo lo hago”. Por último da un consejo a quien le falta poco para dejar de trabajar: “Es muy importante tener un hobby, porque puede ser muy aburrido lo de estar jubilado. Sí, es divertido los primeros días, tienes libertad, haces lo que quieres, pero luego, cuando ya lo has hecho todo, ¿qué haces?”. El catalán lo tiene claro: “Aburrirte, sentarte en un sillón y mirar la televisión no es lo mío”.
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