Mi ruina de reforma
Remodelar una vivienda es un parto infinito y agotador que deja secuelas en el tiempo. La mía tuvo un final feliz, pero en varios momentos pareció a punto de naufragar
Hace poco más de un año fui madre por primera vez. Uno de los tópicos que rodean a la maternidad es que con el paso del tiempo olvidas los episodios más dolorosos que acompañan la llegada de bebé, empezando por el temido parto. En mi caso, ese recuerdo del día que literalmente me rompieron en dos me acompañará toda la vida. Solo quien lo ha vivido sabe de lo que estoy hablando.
Pues bien, aun así, con todo el dolor físico y emocional que implicó ese momento no se asemeja ni por asomo a los días horribles que me acompañaron durante la reforma de mi actual vivienda. Puede parecer una comparación desmesurada, pero no. Un parto al final, si lo piensas, es un día de tu vida. Adecentar mi casa eclipsó casi 100 días con sus correspondientes noches en vela, al pensar que no cumpliríamos el presupuesto fijado o no saber si nos podríamos mudar el día que dejábamos el otro piso.
Alimentaba mi propio agobio durante la madrugada haciendo cábalas sobre cómo sacar tiempo para resolver las tropecientas tareas que se presentaban a diario. De repente, de la noche a la mañana, cuando te embarcas en una reforma sin grandes presupuestos ni todo el tiempo del mundo las prioridades toman un rumbo distinto. Dejas a un lado esa monótona pero dulce rutina de trabajo-casa-bebé –y algo de ocio, si cabe– para convertir cuestiones hasta ahora irrelevantes en temas de vida o muerte, como decidir si mantienes la altura del pasillo o llegarán a tiempo esos azulejos artesanales con los que te has obcecado. Si la vida adulta era eso, menudo bajón.
Una vez que mi pareja y yo formalizamos la compra (encontrar una buena hipoteca merece otro artículo aparte) llegó el momento de enfrentarnos al lavado de cara de la vivienda. Por un lado, estaban las fantasías que rondaban mi cabeza para transformar ese piso antiguo y amplio de una calle céntrica de Madrid en una morada digna de un tablero de Pinterest. Por otro, un presupuesto muy ajustado que alejaba la idea de una reforma integral, como resultado de invertir casi todos nuestros ahorros en la operación bancaria. Fantasía estética versus realidad en mis bolsillos. Una constante en la vida.
Esta era la segunda reforma que emprendía y sabía que en el plano económico no iba a resultar una experiencia precisamente fácil. Con el encarecimiento de los suministros (y de la vida general) que se ha formalizado desde la pandemia, el panorama era muy distinto del que acompañó a mi primera experiencia hace cinco años, con el añadido de tener menos dinero para su remodelación. Si en la otra ocasión conté con el apoyo del estudio de arquitectura Basamenta, que diseñó y ejecutó la vivienda de mis sueños, ahora el escenario sería otro muy diferente. En el pasado pude asumir esa partida para imprevistos que todo buen experto te aconseja reservar; ahora, en cambio, no había dinero para por si acasos. El presupuesto era ese y punto. Los plazos también había que cumplirlos a rajatabla para mudarnos a tiempo y pagar dos casas a la vez el menor tiempo posible.
La búsqueda de esa ‘rara avis’: el albañil disponible, componente y a buen precio
Prescindir de un profesional que me guiara en todo momento sería un precio a pagar pero no podía efectuarse de otra manera. Sí pude contar con los consejos siempre útiles de mi exarquitecta, pero en el momento decisivo estábamos solos. Sentí más vértigo que ese día en el paritorio y me sugestionaba con preguntas del tipo “¿y si salen imprevistos y no podemos asumirlo?¿Y si todo se complica y no llegamos a tiempo de mudarnos cuando ya habíamos alquilado el piso antiguo?”
Para respirar un poco tranquila, puse en marcha la búsqueda de esa utopía que es un buen contratista, que pudiera aterrizar mis fantasías dentro del presupuesto y los plazos fijados en cuestión de albañilería, electricidad y demás ejecuciones básicas de obra. Para ello, seguí esa regla no escrita de pedir tres presupuestos y quedarme con el más competitivo, que no quiere decir el más barato.
Como herramienta elegí el boca a boca, ya que las plataformas digitales que actúan como un Tinder de oficios no me daban buena espina. Esta primera fase fue, quizás, la más complicada de consumar, porque ¿quién se encuentra contento con una reforma? He ahí la cuestión. De mis contactos nadie se aventuraba a darme el contacto de su albañil. La respuesta generalizada era “ni de coña volvería a trabajar con él”.
Pero lo raro, con persuasión, al final se encuentra, y conseguí dar con el testimonio positivo de un amigo cuando cambió el suelo de su apartamento. “Es un parquetista maravilloso, pone cada tabla con mucho mimo y te ayuda a encontrar una tarima adaptada a tu presupuesto”. Estas eran las palabras que quería escuchar. En nuestro presupuesto entraba cambiar el laminado por una tarima de roble, así que empezaríamos a hilvanar la cadena perfecta desde aquí. Este profesional me presentó después al que sería mi futuro contratista y este a la cuadrilla que pondría en marcha la obra. Alguien serio y cometido que no me intentaba embelesar ni hacer perder mi tiempo con reformas integrales que no podríamos asumir.
En el camino se quedaron muchos presupuestos, algunos alzados a mano en un papel sin sentido y otros ni siquiera aparecieron. Nos topamos con personas que rechazaron el proyecto por los plazos imposibles o simplemente porque no les gustaba y preferían no hacerlo. Mi contratista, casi amigo en adelante, me dio un presupuesto firme, competente y a tiempo. ¿Qué más podía pedirle a la vida?
Primer regla de oro de una reforma: Los ‘por si acasos’ siempre se cumplen
Aunque esta historia tiene un final feliz y como dice ese dicho popular, de todas se sale, los imprevistos pasan y cuando hablamos de reformar una vivienda de segunda mano, casi siempre se cumplen. Cualquiera que haya visto un programa de reformas como el de Drew y Jonathan Scott , más conocidos como Los gemelos reforman dos veces, pensará que esa retahíla de infortunios que acompaña a cada capítulo (y que se traduce en una cuantiosa reducción de sus presupuestos) es un giro ficticio para dar salseo al guion. Ni mucho menos. En las residencias antiguas es casi matemático que se desate el drama cuando empezamos a abrir en canal la vivienda. La pesadilla no ha hecho más que comenzar.
Cuando empezaron las obras de mi casa vivimos situaciones desastrosas que rozaron el surrealismo. Nada que ver con esa impresión de casa antigua pero apañada y bien cuidada que daba en las primeras visitas. Ubicada en un edificio de los años cincuenta parecía estar en buen estado con paredes sin gotelé, algunas ventanas cambiadas recientemente, un suelo laminado nada agraciado pero bien conservado y aire acondicionado en el salón. Los baños y la cocina, en cambio, exigía respirar muy hondo para mirarlos con optimismo; contenían algunos clásicos de los años noventa tan horripilantes como una aparatosa ducha de hidromasaje con mamparas veladas, una cenefa griega en tonos salmón o un inexplicable damero de baldosas en azul eléctrico y amarillo rodeado de muebles en madera de cerezo. Las paredes lisas del resto lucían en colores perturbadores como el verde pistacho o el violeta, al estilo dosmilero de la serie Al Salir de Clase.
En mi cabeza, sin embargo, todo lo veía como un mal menor, nada que no pudiera solucionar un buen blanqueo y alisado de las paredes, cambiar el laminado por una tarima rústica de roble, tirar algún tabique para unir la cocina y el salón o sustituir el millón de focos con luz directa y fría por lámparas de pie y algún tesoro colgante. Si todo iba bien, quizás podríamos estirar el presupuesto y rediseñar la cocina cambiando ese azulejo salpicado de frutas por un friso de baldosas mediterráneas, o permitirme una grifería de latón envejecido. Las ideas se agolpaban en mi cabeza y cuando di con mi contratista –Luis en adelante– pensé que se podrían hacer realidad. Qué ilusa fui….
En el plan de reforma incluimos eliminar un altillo que copaba todo el pasillo y reducía la altura del techo casi a la mitad. Recuerdo que en la primera visita me chocó que alguien decidiera sacrificar tanta altura por un espacio desproporcionado de almacenaje. Para mí, unos techos generosos eran casi tan importantes como una terraza o un salón amplio, pero pensé que las modas son caprichosas y que siempre hay gente que prefiere acumular basura antes que disfrutar de un espacio diáfano.
Esa inocente explicación no podría estar más lejos de la realidad. Cuando Luis me llamó por teléfono y me soltó ese temido “tenemos que hablar” supe que no sería para algo bueno. Si alguien te dice eso, asume que nunca es para bien, ni en una relación, ni en un trabajo y menos aún en una reforma. En un mismo día pasé de la felicidad plena, tras ver el espacio abierto y luminoso que generaba la ausencia del altillo cuando lo tiraron, a la inmediata preocupación del caos que albergaba en los laterales, apenas visible desde el exterior.
Luis me relató con asombro todo lo que escondía ese ingenuo armario, desde latas de atún que servían para guiar los cables de electricidad a una bolsa de Pryca con las tuberías de uno de los baños. Una chapuza integral que implicaría rehacer todo el cuadro eléctrico y se tomaría una parte del presupuesto. Pero lo más doloroso sería prescindir de mi techo prominente para crear uno falso que ocultara las líneas eléctricas y tuberías tras esa palabra que tanto detesto: pladur.
Este fue el primer dolor de cabeza al que siguieron otros muchos que fueron consumiendo nuestro discreto presupuesto. Se alternaron clásicos de toda reforma como sufrir la descompensación del suelo a la hora de poner la tarima a momentos más estrafalarios como paredes endebles que al picar traspasaron el piso del vecino o descubrir una antigua fresquera bajo una de las ventanas. “Nunca había visto esto en mi vida” soltó Luis en el momento álgido de la reforma, cuando al quitar los antiguos muebles de la cocina descubrió un boquete en la pared por la que sobresalía la bañera del baño contiguo. Tras esta proeza digna de Manolo y Benito, Chapuzas a domicilio, se encontraban los antiguos propietarios que, según me reveló más tarde una vecina, hicieron ellos mismos la remodelación de la vivienda. Un buen consejo: no confundir labores de bricolaje con reformas, dejemos esas labores a los profesionales de verdad que para eso están.
Llegar a tiempo: Esa quimera que debemos cumplir, sí o sí
Entre lágrimas y mucho estrés tuvimos que tomar decisiones rápidas que no estaban en el plan inicial. Bajar sin miramientos la altura del salón, reforzar la pared de la entrada con otra capa del maldito pladur para no traspasar la del vecino, nivelar el suelo, tapar el orificio de la bañera o cambiar el cuadro eléctrico por completo de la cocina. Como consecuencia, un sinfín de planes pospuestos. Adiós a regular todo el techo de la vivienda, las ventanas se cambiarían más tarde, en vez de aire acondicionado en las habitaciones habría que poner ventiladores de techo y como almacenaje habría que conformarse con esa hilera de armarios viejos ya existentes.
En el camino se añadirían otros dolores de cabeza, como electrodomésticos que llegaron rotos, azulejos que distaban mucho de la foto en la web y hubo que cambiar a toda prisa, alguna que otra estafa o pintores con alma de escapistas que desaparecieron en medio de la obra dejando sus herramientas en casa (a día de hoy siguen). Pero quiero dejar claro que no todo fue mal. Gracias a Luis, con el que sigo en contacto y recomendaré siempre, los trabajos de albañilería se ejecutaron a tiempo, el parquet luce perfecto y pude solucionar el tema de la pintura sin costes añadidos.
Nos mudamos en la fecha fijada y no tuvimos que costear un hotel como habíamos pensado, pero durante semanas vivimos sin puertas en la cocina, encimera o electrodomésticos. Un mal menor si lo comparamos con todos los escenarios que habían rondado mi cabeza esas noches previas de vigilia. Como con el parto, dicen que las reformas se olvidan cuando todo va ocupando su lugar, lo haces tu hogar y consigues desembalar la última caja. Aún estoy en ese proceso, amando y odiando mi casa según el día, pero estoy segura que nunca me olvidaré de la experiencia. Reformar una vivienda es un duelo para el que nunca estamos preparados. A no ser que tengas mucho dinero, claro.
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