La escultura homoerótica que conmocionó ARCO reclama su lugar en la historia 40 años después
La obra ‘Manuel’, del artista conocido simplemente como Rodrigo, quitó el sueño a Juana de Aizpuru, fundadora de la feria de arte madrileña, en 1983. Tras décadas fuera del mercado, reaparece en la presente edición como una de las referencias clave en la visibilización gay de la Transición
Estos días vuelve a latir en ARCOmadrid un corazón que lleva prendido 40 años. Lo comparten dos hombres sumidos en un extraño sueño. Uno asoma del interior del otro. Son el artista, vestido, abrazado a su muso, desnudo. La escultura se llama Manuel y está firmada por Rodrigo, a secas. La pieza, un monumento al amor homosexual no correspondido, fue la más sonada de la segunda edición de esta misma feria madrileña, celebrada en 1983. Desde este miércoles hasta el 10 de marzo, regresa a Ifema rescatada por José de la Mano. Fiel a su línea de investigación y recuperación histórica, esta galería madrileña dedica una parte de su stand a los pioneros del arte queer en España durante la Transición. Una reivindicación donde conviven nombres más conocidos como Costus o Juan Hidalgo con otros que han permanecido en segundo plano como Carlos Forns Bada, Claudio Goulart, Roberto González Fernández, Julujama o el que nos ocupa, Rodrigo Muñoz Ballester. Conocido artísticamente como Rodrigo, su amor platónico con Manuel se manifestó también en uno de los cómics más influyentes de la Movida, publicado por entregas de cuatro páginas mensuales en los primeros 12 números de la revista La Luna de Madrid, entre 1983 y 1985.
El exgalerista, investigador y escritor Joaquín García, que ha ejercido de comisario de esta selección queer para José de la Mano, pone en perspectiva el valor de esta obra de Rodrigo. “En los repartos academicistas que se hacen para narrar o resumir la Movida por nombres y disciplinas intentando establecer un canon asimilable, Rodrigo es al cómic lo que Sybilla a la moda, Pérez Villalta a la pintura o Almodóvar al cine”. Reeditado recientemente en un cuidado libro con abundante material de archivo por la editorial Cielo Eléctrico, este cómic mudo cuenta con detalle lo que grita la escultura. En palabras del comisario: “La más bonita historia de amor no consumada del mundo”. La de Rodrigo desde que emergió un día del verano de 1977 de la piscina municipal El Lago, de Madrid, para enamorarse a primera vista de un portento de la masculinidad, Manuel, heterosexual inquebrantable.
Donde Rodrigo buscaba una relación sexoafectiva, Manuel testaba sus límites en eso que hoy conocemos como homosocialidad (o relación de amistad entre dos hombres). Salían juntos a pasear, a bailar, al cine. Por su lado, Rodrigo se desfogaba yéndose de cruising, a la sauna o a cuartos oscuros. Está todo en sus viñetas. De camino a Ifema para calibrar las luces que iluminan su escultura estos días, nos atiende Rodrigo al teléfono: “Estaba colgadísimo de Manuel. Yo tenía 27 años y él, 24. Era lo que entendemos por un hombre normal, aunque deteste el término, un tío sencillo. Cuando se marchó, yo había vivido un año de amor y él se había dejado querer. Le mandé unos dibujos, que serían el embrión del cómic años después. Pero primero fue la escultura. La empecé el mismo día que volví de visitarle de su pueblo y lo dejé allí con su novia, con plena conciencia de que probablemente no nos volveríamos a hablar ni a ver”.
Antes de la explosión de la Movida, Rodrigo se debatía entre Arquitectura y Bellas Artes, carreras que había estudiado casi hasta el final. Su mano virtuosa trazaba planos para el estudio de Javier Carvajal y completaba el sueldo haciendo ilustraciones a partir de retratos fotográficos. No podía sacarse a Manuel de la cabeza. La imagen de su propio cuerpo emergiendo de su amado se le apareció en un sueño. Empezó la escultura sin tener ni idea de modelar, a partir de unas fotos que había logrado sacarle desnudo. Iba probando materiales: madera, malla metálica, escayola, yeso… y un circuito eléctrico con una lamparita de cuarzo a modo de corazón luminoso. La fue montando a lo largo de los años en el sótano en que vivía de la calle Madera, en un prolongado acto de amor.
Su amigo el pintor Miguel Peña llevó un día a verla a la galerista Fefa Seiquer. Faltaba una semana para la segunda edición de ARCO. La puso presidiendo su stand. Una obra tan abiertamente homoerótica suponía toda una rareza por entonces. Se convirtió en la atracción de la feria, tal y como recuerda Rodrigo. “Aquello parecía una romería, venga a pasar gente. Los cinco días del evento, puntual a eso de las tres de la tarde, venía una señora mayor pintada como un loro, con su silla plegable, y se sentaba un rato enfrente de la escultura. Y yo la escuchaba decir cosas como: ‘Ay, si esto lo viera Federico’. Y pensaba ‘¿quién es esta chiflada maravillosa?’. Hasta que me dijo mi galerista: ‘¿No sabes quién es? Es Maruja Mallo. ¡Y Federico es Federico García Lorca!”, se ríe.
Manuel generó conmoción, curiosidad, extrañeza. La leyenda dice que también polémica, que hubo gente que quiso retirarla. No fue para tanto, como recuerda entre risas su autor. “Atormentó particularmente a Juana de Aizpuru [fundadora de ARCO, a quien este año echaremos en falta porque acaba de retirarse]. Lo llamaba ‘el hombre’. Le decía a mi galerista: ‘Quita al hombre, Fefa. Es que me quita el sueño, su imagen no me deja dormir por las noches’. Ella, que siempre fue tan avanzada… Igual le parecía algo al margen de la intelligentsia artística, demasiado popular”. Costaba 1.800.000 pesetas (unos 29.000 euros de hoy, si tenemos en cuenta la inflación). Estuvo a punto de venderse un par de veces durante la feria: al diseñador Juanjo Rocafort y al modisto de Marujita Díaz. Las figuras fundidas de Manuel y Rodrigo continuaron su sueño en el almacén de la galerista durante tres años. Hasta que uno de sus compradores habituales, un estadounidense ya algo mayor, asesor de la Tate Gallery, se la llevó primero a Londres y después a Nueva York, donde moriría víctima del sida seis años después. Nadie hoy es capaz de ponerle nombre. Rodrigo lo llama Irwin. Sí recuerda el del novio, Miguel, un guapo argentino parecido a su Manuel.
Y aquí es cuando el investigador Joaquín García subraya su condición simbólica: “Para mí, la escultura Manuel es la primera gran obra queer, en todos los sentidos de la palabra queer, del arte español. No solo por lo que significa mostrar la historia de amor de dos hombres, no podemos reducir lo queer solo a lo homosexual; sino también por esa estética queer en el sentido de rara, porque es cronenbergiana: estos señores saliendo uno del cuerpo del otro con una bombilla como corazón compartido tiene mucho de la nueva carne que también estaba explorando David Cronenberg por esa misma época. Todas las acepciones del término queer están en Manuel. Como también está el momento en el que entra en contacto con la tragedia del sida. La propia escultura vive la peripecia del homosexual a lo largo de esos años: desde la frustración sexual de un amor que es casi como una historia de armario hasta el virus, porque el coleccionista que la adquiere se muere de eso”.
Tras el fallecimiento del comprador, el novio heredero de la figura quiso devolvérsela a su legítimo dueño. La dimensión poética del periplo de Manuel se amplifica de acuerdo con el relato de su artífice. “Miguel me la mandó a gastos revertidos a Madrid, con un embalaje maravilloso, a la americana, y en el aeropuerto me dijeron que recuperarla me costaría 600.000 pesetas. A mí, que pagaba 20.000 pesetas de alquiler mensual. Así que me dediqué a ir al aeropuerto solamente a pagar los intereses de almacenaje, para que no se deshicieran de ella. Hasta que un día hablé con el jefe de depósito, le conté todo a corazón abierto. Me abrazó y me dijo: llévesela inmediatamente. Imagínate, me eché a llorar como una magdalena”. Desde entonces, allá donde se ha mudado, la figura de Manuel ha dormido a los pies de su cama, alejada de los ojos del mundo.
Hoy Rodrigo tiene 74 años; Manuel, 71. Rodrigo tiene una hija, sobrevive sin dejar de dibujar y está instalado en un pueblo de la Sierra Norte de Madrid. Manuel tiene nietos, enviudó hace un mes tras pasar la vida con su novia de siempre y vive en su pueblo de Granada. Se reencontraron por casualidad con los años, pero apenas mantienen relación, hablan muy de vez en cuando. La última vez que Rodrigo estuvo en ARCO como artista fue en 1998. Su obra más memorable vuelve al mercado por 80.000 euros. Ahora, dice, está preparado para despedirse de su Manuel, al que da cada día las buenas noches cuando ya se le han dormido acurrucados los gatos y ha echado su rato de lectura. Su abrazo, vaya donde vaya, permanecerá para siempre.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.