Juan Gallego Benot, el poeta que se inspira en la Feria y en los okupas: “Hay una Sevilla inventada en contra de la realidad”
El poeta con corazón de urbanista utópico y rebelde plasma en ‘La ciudad sin imágenes’ la capacidad de las urbes para crear símbolos, fagocitarlos y destruirlos
Cuando el poeta Juan Gallego Benot (Sevilla, 26 años) pasea por su ciudad natal, en realidad recorre una urbe distinta: la Sevilla decimonónica, la ciudad sumergida bajo el agua de la película experimental Se puede filmar lo imaginario (J. S. Bollaín, 1978) o la inundada por la riada de 1961, cuyas imágenes (por ejemplo, la que preside este artículo) le impulsaron, en su adolescencia, a aprender piragüismo para anticiparse a la catástrofe. Esta es una de las historias que relata en La ciudad sin imágenes (La Caja Books, 2023), un ensayo surgido durante la redacción de Las cañadas oscuras (Letraversal, 2023), poemario que, cosa rara en el género, está rematado por una prolija bibliografía con lecturas de urbanismo.
Cuenta Gallego Benot que su interés por el urbanismo es, en realidad, la confluencia de muchas otras inquietudes, del movimiento okupa a la Semana Santa. Incluso su anterior poemario, Oración en el huerto (2020, ganador del Premio Tino Barriuso) podía entenderse como la descripción de un jardín. “Mi interés por el urbanismo es bastante heterodoxo, creo que tiene que ver con haber vivido en varias ciudades, lo que me ha hecho muy receptivo a los cambios que tienen las propias ciudades”, explica este sevillano formado en Reino Unido y cuyo doctorado le ha llevado a estancias de investigación en Groningen (Países Bajos). En esa sensibilidad, su ciudad natal tiene un papel relevante. “Yo en mi vida soy muy sevillano, muy cofrade, me gusta mucho la Feria... y cuando he ido a otras ciudades me he sorprendido buscando esas anclas que me fijan a la ciudad. Y, por supuesto, lo que he recibido es muchísima frustración. Así que lo que he hecho es modificarme con la ciudad, aceptarla, ya que no puedo hacer que la ciudad se parezca a mí”. Gallego Benot menciona referencias: el situacionismo, el movimiento Okupa de Berlín, el arte de Gordon Matta-Clark, ejemplos de “derrota constante y resistencia inútil”, explica. Cuando se puso a escribir Las cañadas oscuras, todo encajó. “Me di cuenta que todos mis grandes intereses, la poesía, la percepción, las tradiciones urbanas, las verbenas, las ferias y el antirracismo convergían en un solo espacio, que es el pensamiento urbano”, explica.
En el poemario, esas cuestiones convergen en textos que hablan de religión, caos y deseo en una Sevilla casi espectral que recuerda la expulsión de los gitanos de Triana o el potencial subversivo de la juerga para dinamitar los tópicos desde dentro. El poeta se crio en un entorno burgués en el centro de la ciudad. “Yo no salía de un barrio muy pequeño, un lugar donde conocía a todo el mundo y que era, en realidad, un mundo muy rural”, recuerda. “Y de pronto, cuando salí, me di cuenta de que había una Sevilla entera en la que yo no había vivido, y que no era una cuestión inocente, sino una ciudad inventada en contra de la realidad, de lo que supone una ciudad contemporánea. Este libro nace de ese rechazo”.
Gallego Benot menciona varios ejemplos de lo que define como “una dinámica franquista de no olvidar la historia de España, sino reconvertirla con un propósito”. Un ejemplo: hace décadas que Triana sufrió un cambio drástico que conllevó la expulsión de los gitanos a otros barrios. “Lo que se ha hecho es darle una especie de lavado de imagen, con símbolos tan poderosos como la cultura flamenca”, apunta el poeta. Otro ejemplo: la fiesta, “un momento en el que se disuelven ciertas condiciones sociales, pero cuando acaba la fiesta queda claro dónde está cada uno”. Gallego Benot menciona el ejemplo de María Jiménez, una artista de clase obrera nacida en la calle Betis, todo un símbolo de Triana, y que trabajó limpiando casas “porque no tenía un duro”, apunta. “Hay imágenes de ella cantando en fiestas, y se ve perfectamente esa disolución y a la vez ese rechazo. Sevilla fagocita el símbolo y también tiene una gran capacidad para crear imágenes muy poderosas, de la Macarena en la calle al entierro de María Jiménez. Esa capacidad de crear escenas es algo muy teatral, y sirve para erosionar esa distancia social”.
La ciudad sin imágenes no es un libro de poesía ni un tratado de urbanismo, sino una creación fronteriza que reflexiona sobre la capacidad de las ciudades para construir símbolos y devorarlos, para segregar y celebrar, para ordenar la sociedad sin lograrlo del todo. Otra rareza: sus páginas están recorridas por la presencia, neurológica y poética, de la prosopagnosia. Quienes padecen esta condición –como el narrador en primera persona del libro– son incapaces de recordar rostros o imágenes concretas. Aplicada al escenario de la ciudad, esta peculiaridad neurológica resulta irresistible como símbolo: sin memoria visual, las calles se convierten en laberintos que solo se pueden surfear encaramado a Google Maps, y la ciudad huye de sí misma, de los elementos que la hacen comprensible y que fijan su imagen en el tiempo. El libro aborda esta cuestión a través de anécdotas como la ola de suicidios que marcó el Monumento londinense en el siglo XIX, la vida de una calle de Madrid o la invención idealizada del campo como forma de escapar de la ciudad. “No me asusta la hipertrofia del pensamiento”, reconoce. “Me gusta mucho pensar la ciudad, idealizarla y hacer la maqueta hasta que la maqueta explote. No le veo problema a la utopía. Pero creo que, en esas ciudades, hay que diseñar hasta la vajilla”.
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