Mi reino por un Gulfstream
Como escribió Shakespeare, no puedes prosperar sin atravesar una tragedia. La del rey Juan Carlos fue enamorarse del dinero creyendo que era el dinero el que se enamoraba de él
Siempre admiro de Shakespeare su habilidad para las grandes frases. Como la de Ricardo III en plena confusión por una batalla perdida, ese momento turbio, esencial del teatro, en el que pide: “Mi reino por un caballo”. Es lo que musité al ver en televisión el descenso del rey emérito del avión privado que lo trajo a España de visita pública, privada y concertada. Aunque el emérito ha evitado dar explicaciones, es evidente que la exhibición de esa obcecada soberbia bien puede quedar enmarcada en un remedo de la frase de Ricardo III, y en vez de un caballo podemos decir que el emérito al final decidió cambiar su reino por un Gulfstream G450, amablemente cedido por los amigos del Golfo.
Gulfstream, en español corriente del golfo, es un tipo de jet que, al igual que los móviles, ya tiene varias generaciones; todas con importantes cambios y actualizaciones. El del emérito viaja más rápido y más alto que su predecesor. Y en realidad habría sido mejor que los contribuyentes se lo hubiéramos regalado tras su abdicación. Con respeto y desprendimiento. “Tome usted, señor, para que viaje donde quiera y con sus 12 mejores amistades. Y maletas. Vaya y vuelva a Sanxenxo, Mónaco o Ginebra, como disponga. Se lo ofrecemos, libre de impuestos, en reconocimiento a su labor”. Para mí, una manera de sentirme menos defraudado es reconocerle que así como él se hizo un hombre muy próspero, con una incalculable fortuna, el país al que representaba también se enriqueció un poco. Lo que ocurre es que, como escribió Shakespeare, no puedes prosperar sin atravesar una tragedia. La de Juan Carlos fue enamorarse del dinero creyendo que era el dinero el que se enamoraba de él.
En un arco de vida fabuloso, pasó de ser un heredero ruinoso a convertirse en un ex jefe de Estado que no vive con sus súbditos sino en otro reino donde está exento de pagar impuestos y usa jets ultrarrápidos para convertir un pueblo de pescadores y veraneantes en el nuevo Saint-Tropez. Es cierto que las formas han rozado lo grotesco, pero eso sí explica el dilema de un exgobernante que se ha convertido en un millonario más. La gran mayoría de multimillonarios no son tan públicos como un jefe de Estado. No tienen que rendir cuentas ni protocolo, decir dónde están y con quién. Un monarca europeo ya no puede gozar de ese privilegio. Por eso no resulta tan fácil escoger entre un reino y un Gulfstream.
El lunes, mientras Juan Carlos se enfrentaba a una maratoniana jornada de 11 horas, como esas de reparto de dividendos en las empresas, con sus familiares en la Zarzuela, nosotros asistimos al estreno de El comensal. La película de Ángeles González-Sinde sobre el desmoronamiento íntimo y devastador de una familia vasca tras el secuestro y ejecución por ETA de su patriarca, un empresario vasco, en los años setenta. Es un documento sencillo pero potentísimo. Acompañado de un preestreno milimétricamente ensayado para aglutinar en una tarde de lunes a expresidentes como Zapatero, ministros como Grande Marlaska, Yolanda Díaz y Soraya Sáenz de Santamaría (”La pequeñita”, como la llamaban el excomisario Villarejo y la exministra Cospedal en unas grabaciones que publica este periódico). Coronando todas las expectativas, apareció la infanta Elena procedente de la reunión con su padre en ese “tiempo amplio” que explicaba el desconcertante comunicado oficial. Deseé acercarme e interrogarla, en plan campechano. Pero mi protocolo interno me detuvo.
Reconozco que durante la proyección llegué a pensar en ella. ¿Estaría viendo la misma película que yo? ¿O tendría la cabeza en otra parte? Entendí que ella podría sospechar que su padre es otro cautivo, secuestrado por sí mismo, atrapado en un veloz Gulfstream, sin nadie que pueda acercarle un espejo. Ni pararle los pies.
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