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¿Es el turrón lo peor de la Navidad española?

Empalagoso, dulzón e hipercalórico, el turrón tiene una cara oscura. A riesgo de ser lapidados, nos metemos en un buen jardín navideño dando voz a las personas que lo detestan

Turron Navidad
La pesadilla en diferentes formatosFcafotodigital (Getty)

Entiendo el encanto del turrón: para una gran mayoría, es un dulce íntimamente ligado a la nostalgia familiar y la tradición nacional. La resistencia española contra la chapa del panettone. Está cargado de una mística que lo hace tan popular como intocable; será que algo me falla en las entendederas, pero a mí me transmite una perturbadora mezcla de pereza y espanto.

Navidad, Navidad, dulce Navidad, reza el villancico. Y tan dulce. No nos basta con atiborrarnos de grasas e hidratos, ansiamos el Apocalipsis completo y concluimos el akelarre calórico con un Everest de azúcar que haría temblar las aletas nasales de Steven Tyler. Da igual que las luces de Vigo se vean desde Plutón, por mucho que tratemos de romantizarla, la Navidad es una carrera hacia los infiernos gastronómicos en modo kamikaze. Y el turrón, el muro contra el que chocamos año tras año.

Pereza navideña

De primeras, al turrón como concepto le veo un lado oscuro. Siempre llega cuando la decadencia de la velada familiar está en su punto más dulce, nunca peor dicho. Los botones de varios pantalones estallan y vuelan como proyectiles. El abuelo se ha quedado grogui y alguien le ha puesto un cigarro en la tocha. Tu cuñado ya empieza a citar a Miguel Bosé. La borrachera general ha atravesado el horizonte de sucesos y nos dirigimos todos a las entrañas de un agujero negro. Negrísimo.

Ahí aparece el turrón. Barras empalagosas y tochos revientamuelas rebosantes de calorías, envueltos en una neblina de dulzor espesa como el alquitrán. Después de haber encadenado cantidades obscenas de paté, jamón, queso, langostinos y cocido navideño, un atracón de miel, azúcar, frutos secos y chocolate no parece la salida más sensata. Sin embargo, la presencia de este dulce en dichos momentos de agonía gástrica no se discute. He visto personas masticar pedazos de turrón por inercia, con la mirada extraviada, como autómatas que cumplen con una misión: alcanzar el cólico.

Ah, que te gusta el turrón dices...
Ah, que te gusta el turrón dices...Tenor

Que no se enfade nadie, pero hay algo en el turrón que me deja mohino, abotargado, anulado, como si hubiera ingerido un opioide potentísimo. No hay forma de superar una ingesta con la cabeza alta. La cocinera y divulgadora Eva Hausmann tampoco es una fanática de este producto. “Debe de ser algo genético, pero el exceso de grasas y azúcares me marea mucho. El turrón a la piedra me gusta, pero me pasa igual que con el foie, solo puedo comer una cantidad ridícula, porque sino me encuentro fatal. Mi organismo no lo asimila”, afirma.

El turrón es muchas veces una prueba de resistencia para nuestro físico: hay piezas tan endulzadas que te duermen la lengua y te agitan la sesera, como la hoja de coca. Los amasijos de frutos secos y miel se acumulan en tus carrillos. Y luego están los nefastos turrones de mazapán, tan pegajosos que los podrías utilizar para fijar implantes dentales. Es normal, pues, que ante semejante cuadro, la editora y coordinadora de El Comidista, Mònica Escudero, tampoco se pirre por este producto. “La combinación de dulzura extrema y alta densidad calórica me revienta la palatabilidad, y no precisamente para bien. El conjunto me resulta tan empalagoso que mi cerebro colapsa, me parece astringente y cada bocado se me hace bola”, asegura.

Dientes, dientes…

La radicalidad de las texturas del turrón no ayuda en absoluto: duro como un guijarro o blando terroso; no existen los grises. He probado turrones blandengues que dan un repelús indescriptible; es como si masticaras arena para gato. He sufrido supuestos Jijona de supermercado que exudan litros de algo que supongo que es aceite y te pringa hasta el alma.

En lo que a los duros respecta, el de Alicante, por muy bueno que sea, me parece un pedrusco que mi castigada piñata jamás superaría, el mejor amigo de los dentistas. Escudero tampoco le encuentra la gracia. “Me resulta muy desagradable la textura al morderlo, ni siquiera la oblea que le ponen alrededor –que además se queda blanda a los 20 minutos de abrirlo– mitiga la sensación”, comenta. Confieso que pertenezco al miserable colectivo de los saqueadores de obleas del turrón de Alicante. Esa capa blanca es lo único que me gusta y no tengo reparos en dejar las barras peladas, algo que molesta profundamente a los consumidores de turrón. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio.

Tú masticando turrón
Tú masticando turrónTenor

En una galaxia muy distante del sentido común, viven los turrones de chocolate, el subgénero que más temo. Nunca me he atrevido a tocarlos, puedes sentir el azúcar horadando tus muelas desde la distancia, algunos llevan unas absurdas pepitas de arroz inflado en su interior y, en una sociedad justa, los chocolates que emplean debería ser delito.

Mikel López Iturriaga, director de El Comidista, tampoco se lleva bien con estos bichos. “Me gustan el de Jijona y Alicante, pero soy hater de los malos turrones de chocolate, en particular el más famoso: Suchard. Respeto a los que lo disfrutan, afortunados ellos, pero no entiendo la pasión por este comestible. ¿Por qué se conforman con esos cuatro tristes Krispies que lleva dentro? ¿Qué ventajas tiene este producto respecto a un turrón normal y corriente o una simple tableta de chocolate? Escapa a mi comprensión”, asegura.

Turrones de nuestros padres

El turrón puede ser un planeta triste y oscuro, especialmente si recurres a productos de calidad dudosa que se ajustan a la definición por los pelos o directamente son otra cosa camuflada. Con estos turrones, no vuelve a casa por Navidad ni el tato. Para Eva Haussman, las prácticas de la industria alimentaria en dicho terreno han hecho daño. “La Calidad Popular de un turrón está entre el 30 y el 40% de almendras. Estos turrones, que tanto abundan en supermercados, se acaban de rellenar con azúcares o harinas, y a mí eso no me interesa. En realidad, solo los artesanos cumplen con los más altos estándares de calidad”, comenta.

No se puede decir nada malo de los turrones artesanos, salvo alguna cosa. La primera es que algunos te salen por un ojo de la cara; una barra de 500 gramos de blando Calidad Suprema (más de un 54% de almendra, según el BOE) puede encaramarse a los 18 o 20 euros. La segunda es que, por muy artesanos que sean, no dejan de ser; pues eso, turrones. Un turrón bueno marcará la diferencia por la entidad de sus ingredientes, llevará más almendras y menos azúcar, todo muy bonito, pero el puñetazo seguirá siendo más o menos el mismo, como apunta Escudero. “He probado turrones de calidad, pero un ladrillo de miel y frutos secos, por muy buenos que sean, no deja de ser un ladrillo”, afirma.

Luego está la espiral histérica en la que se ha convertido el turrón, ejem, creativo. Es lo mismo que un boomer intentando caerle bien a la Gen Z. En su sprint loco por actualizarse y llegar a la juventud, el turrón ha entrado en una fase de borrachera psicodélica-viral de lo más tronchante. El turrón de Kinder Bueno de Hacendado o el de Donettes del Almendro han sido algunos de los experimentos más celebrados por la mocedad.

Quién sabe hasta dónde llegará esta locura, pero los sabores chalados están en plena escalada. Nuestra editora asegura haber vivido una experiencia traumática con un turrón canallita. “De los turrones de fantasía prefiero no hablar, porque aún estoy intentando superar el regusto mezcla de Fairy y Halls que me dejó uno que supuestamente sabía a gin-tonic y probé hace ocho años”, rememora.

El chef famoso después de hacer un turrón canallita
El chef famoso después de hacer un turrón canallitaTenor

En este caldo de cultivo en el que parece que la industria atraviesa una fase LSD, la fiebre de los turrones de los chefs es otro fenómeno que me cuesta entender. ¿Turrones que quieren gustar a la gente que no come turrón? ¿Turrones para adultos? ¿Turrones para molar? El giro foodie del turrón es otro tren desbocado. Cada año nos depara probaturas de alta cocina más disparatadas, turrones que nuestros abuelos no habrían puesto en la comida de Navidad ni con un cuchillo en la yugular: que no cuenten conmigo.

Turrón todo el año

A diferencia de otros dulces, el turrón camina sobre el filo de la navaja, pues fía todo su éxito al contexto. Si le quitas la Navidad, le quitas toda la gracia. Se convierte en otra cosa. Es una relación estacional tóxica que pone más en entredicho su exagerado prestigio. El turrón sobrante, porque sobrará, no se lo comen ni las alimañas. “Siempre te encuentras turrón por casa el resto del año, y después están esas incontables recetas para aprovechar los turrones… no apetece nada”, comenta Eva Hausmann.

Sin embargo, al viejo capitalismo la estacionalidad se la refanfinfla. Fuerzas de marketing que me resultan desconocidas han convertido el turrón en un souvenir gastronómico de alto valor para el turismo. En Barcelona, por ejemplo, abundan las boutiques de turrón que nutren al visitante durante todo el año, incluso en plena canícula. La máquina no para.

También Hausmann ha percibido la saturación. “Me da mucha pereza ver tantas tiendas de turrón por todos lados. Y las cantidades de sabores supuestamente originales que sacan. ¿Realmente hay tanta almendra y tanta miel para tanto turrón? Está muy bien democratizar el turrón, pero también hay que ser honestos”, dice. Intento encontrar algún sentido a todo esto, pero solo llego a una surrealista conclusión: los españoles consumimos turrón en Navidad; el resto de la temporada, los turistas arrasan con el stock de sabores marcianos, convencidos de que se llevan un trozo de España a su país.

No me gusta el turrón, qué le vamos a hacer. Irrumpe en mi vida antes de Halloween, me envía reflejos cegadores desde los lineales con su packaging dorado o me mira desde un rincón de la despensa de mis padres pasadas las fiestas. Si algo tengo claro es que puedes correr, pero no puedes esconderte de él. Dulce Navidad.

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