Torta de San Blas, el dulce eibarrés que traspasa fronteras
De textura compacta y sabor anisado, el pan dulce guipuzcoano ha pasado de consumirse el tres de febrero a hacerlo todo el año, incluso fuera de su territorio
Cada 3 de febrero, día de San Blas, nos colocaban en fila. Recorríamos el pasillo del colegio con los brazos en un ángulo de 90 con respecto a nuestra perpendicular, que apenas alcanzaba el metro veinte de altura. Sobre las manos, un paño blanco, y envuelto por el paño, una torta de masa compacta que nos embriagaba de anís. Esa misma mañana, antes de salir de casa, aspirábamos profundamente su aroma con gusto. Sin embargo, tras algunas horas en una clase de treinta alumnos con un ‘sanblás’ por cabeza, lo que queríamos era volver al olor de las minas de lápiz, de la goma de borrar, de las mandarinas a la hora del recreo.
En la capilla nos esperaba el párroco. Tras el sermón, lo que nos interesaba: que nos bendijera esas tortas de San Blas que esperan en casa más que nosotros, y también el cordón de perlé que nos protegería, milagro mediante, del dolor de garganta durante las siguientes semanas si lo llevamos atado al cuello durante ocho días y lo quemábamos después. Cuentan que el santo, que fue médico y obispo, le salvó la vida a un niño al que se le había trabado una espina de pescado en la garganta, y de ahí la mística. Lo del anís queda menos claro.
Llegaba el momento. Nos poníamos de puntillas y tomábamos posición, levantando cada uno nuestra torta de San Blas al aire, en una lucha por las gotas de agua bendita que el párroco lanzaba despreocupadamente sobre nosotros con su aspersorio dorado. Si conseguíamos que alguna aterrizara en nuestra torta nos dábamos por satisfechos: estaría más rica y en casa se pondrían más contentos. De vuelta al redil, pellizcábamos a escondidas los bordes sinuosos apenas bañados por la cobertura blanca —”venga, solo un par, que nos lo merecemos”—, los brazos doloridos y el hambre acuciando. Al salir al patio, algunos tenían menos miramientos con la torta; otros, hastiados, tirábamos más por las mandarinas.
De puertas para adentro
Quien no conoce Eibar es porque no quiere. En esta localidad guipuzcoana se proclamó la República un día antes que en el resto de España —aquí quien no corre, vuela—, si tienes una bicicleta GAC (ya una reliquia), una BH o una Orbea, pedaleas sobre historia eibarresa, igual que si le das a la costura con una máquina de coser Alfa. Si te gusta el fútbol conocerás el campo de Ipurua, y no hay amante de la caza que no haya tenido una escopeta o un rifle fabricado aquí (por algo se le llama la ciudad armera).
También aparece literalmente en los libros, foto incluida, como una de las ciudades peor construidas del país, pero hasta de eso nos orgullecemos. En lo gastronómico, Eibar también tiene el pintxo-pote, una versión moderna del txikiteo de toda la vida que, probablemente y dada la intensidad de su práctica, también nació entre estas montañas. Se ven cada día señores octogenarios de txapela y bastón que siguen sin perdonar uno y así lo atestiguan.
La torta de San Blas o San Blas opila es uno de esos dulces de origen borroso porque nació en las cocinas domésticas, mejoró de manera colectiva y totalmente horizontal. Nada de espasmos creativos individuales que de la noche a la mañana dan lugar a nombres como cronut, cragel o churronuts cuyo nacimiento puede datarse con tanta exactitud como su defunción. Las tortas de San Blas -y no los roscos, más habituales en otros pueblos- son historia viva de Eibar y de localidades vecinas como Ermua, Elgoibar o Soraluze y cuentan las historias de cada par de manos que las amasan.
Podría decirse que es una masa de pan que las amamas (abuelas) y, antes sus amamas, enriquecían con huevos, azúcar y grasa llegada la festividad del santo. Lo tradicional es hacerla con manteca de cerdo, que era lo que tenían más a mano y lo que se podían permitir, aunque hoy hay versiones también con mantequilla. El paso de los años ha hecho mella, pero la tradición de elaborarlo en casa cuando se acerca febrero se mantiene. De hecho, la venta de harina se multiplica en la localidad guipuzcoana en estas fechas y hay jóvenes que han recogido el testigo de la tradición para que no se pierda. Afortunadamente, sigue habiendo portales en Eibar que desprenden ese olor a anís y a pan en el horno cuando se acerca el tres de febrero.
En febrero, pero también todo el año
Nació de puertas hacia dentro, pero el ritual es regalarlas y también intercambiarlas, lo que da pie a testar esas recetas que varían ligeramente y que, a veces, conllevan riesgos. La torta de San Blas no se caracteriza precisamente por ser esponjosa y ligera, sino todo lo contrario, así que un mal amasado o un error en las proporciones puede llevar a más de uno al dentista. “La textura debe ser muy parecida a la de una galleta de mantequilla”, comenta Miriam Lizarralde de la ya histórica panadería Isasi, el epicentro sanblasil eibarrés. Es decir: de dureza media, harinosa y ligeramente mantecosa. Su secreto, confiesa, es no decantarse por una y mezclar manteca con mantequilla.
La familia Lizarralde comenzó a elaborar las tortas de San Blas a mediados del siglo XX. “Mis abuelos abrirían la panadería hacia 1915 y empezaron con los ‘sanblases’ después de varios años cediendo sus hornos a las mujeres que preparaban las tortas en casa pero no tenían donde cocerlas”, relata. Ella, sus dos hermanas y un primo son la tercera generación al frente de este obrador que vende San Blas durante todo el año: “Diarios, unos 40, pero cuando se acerca febrero estamos a tope y pasamos a 400″.
Deben dejar de hacer otros dulces para atender a la demanda, que no siempre se queda en Eibar, sino que ya viaja a toda España. “Antes la gente se llevaba rellenos de Bergara como regalo cuando iba a ver a familiares fuera, a Donosti, a Madrid o hasta a Canarias, pero ahora se lleva un par de ‘sanblases’”. No es la única panadería que los vende en febrero: “Los puedes encontrar en cualquier pastelería de Donosti, de Bilbao o de Vitoria. ¡Aparece por todos lados! Yo lo entiendo. Hay que agarrarse al tren. Es como el panetone en Navidad, que es de Italia y ahora todo el mundo lo vende, pero así son las modas”.
La receta
“Eso no. No, no, no, no”, es la respuesta de Lizarralde cuando le pedimos la receta. “No es que sea secreta, es que en Eibar la gente ya hace muy bien los sanblases, no te creas tú”. Con manteca o con mantequilla, las bases siguen siendo las mismas en cada familia. Esta es la que se ha hecho en mi casa toda la vida en tardes de reunión con vecinas de raza que compartían recetas, claro, pero también tiempo y alma (además de algún traguito de vino dulce para enfrentarse a la tarea del amasado).
Tiempo: 80 minutos
Dificultad: Hay que amasar con paciencia
Ingredientes
Para ocho sanblases (para quedarte con un dos o tres y regalar el resto)
Para la masa
- 1’5 kg de harina común
- 300 g de azúcar
- 1,5 sobres de levadura (tipo Royal)
- 8 huevos
- 300 g de manteca
- 100 g de mantequilla
- Esencia de anís al gusto (unas 15 gotas)
Para la cobertura
- 2 claras de huevo
- 400 g de azúcar glas
Instrucciones
Mezclar la harina, la levadura y el azúcar. Volcarlo todo sobre una superficie plana y hacer un volcán.
Añadir al centro los ocho huevos, la manteca y la mantequilla a punto pomada y las gotas de esencia de anís.
Ir llevando de fuera hacia adentro los ingredientes secos mientras se amasa. Para que no se pegue en la mesa, espolvorear harina de vez en cuando.
Continuar hasta que todos los ingredientes se integren y la masa adquiera consistencia. Cuando esté compacta, tapar con un paño durante 10 minutos.
Extender la masa con un rodillo y dividirla en ocho porciones rectangulares.
Dar a cada porción una forma ovalada y pellizcar con los dedos su borde, como formando los pétalos de una flor.
Hornear cada torta a 180º durante 15-20 minutos con el horno previamente calentado.
Mientras, para la glasa, batir las dos claras de huevo a punto de nieve mientras se añade el azúcar glas poco a poco hasta hacer un merengue.
Dejar enfriar las tortas y pintarlas con esta cobertura.
En la sección Producto del mes contamos la historia de comestibles que nos emocionan por su calidad, por su sabor y por el talento de las personas que los hacen. Ningún productor nos ha dado dinero, joyas o cheques-regalo del Mercadona para la elaboración de estos artículos.
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