Oda al poloflash, poloflán, flash o como se diga en tu pueblo
Desde que José Nortes comenzara a comercializarlo en los setenta, este sencillo helado de hielo forma parte de la infancia de muchos españoles. Le rendimos merecido homenaje al polo de los mil nombres.
Si hay algo que nos diferencia a Antonio Machado y a mí es que él recuerda su infancia bajo la sombra de un limonero y yo hartándome de poloflanes. Porque los veranos culinarios de mi niñez son bocados a un hielo de colores, churretones fluorescentes en las camisetas, paletas casi rotas de abrir los plastiquetes. En las eternas tardes que se viven cuando crío siempre estaba ese helado sencillo, barato, con ingredientes en los que aparece la E más que en un libro en francés, para refrescar y pintarme la lengua de su sabor de mentirijilla.
No solo en mis vacaciones escolares tuvo el poloflash un papel especial. Mi amiga y editora jefa comidister Mònica Escudero tiene algunos años más que yo y es de la otra esquina de España, pero también disfrutó en su día de sus golosas y congeladas virtudes: “En los ochenta, esa ambrosía plastificada se parecía bien poco a la de ahora: su característica principal era que podías chupar el sabor y quedaba el hielo -algo que también pasaba con los polos buenos, como el Frigurón-, que tenía textura como de estalactita y se deshacía en capas”. “Los sabores y colores”, rememora Mònica, “iban del verde flúor del lima-limón al marrón cacafuti del de Coca Cola, pasando por el lila de la mora, el amarillo del limón y el rosa de la fresa”.
No quiero caer en la nostalgia solipsista, pero seamos claros: no es lo mismo crecer pidiéndole a tus padres poloflanes que yogures helados con varios toppings. Uno te acostumbra a ver la vida sin esperar sorpresas, a que lo bueno es lo que te gusta aunque sea barato; el otro te incita a pensar que a lo que odias hay que echarle algo para que te convenza -porque solo no te comes ni una cucharada-, tiene ínfulas de gourmet, sus propios locales de venta, su mundo de yupi y sus tonterías. “El Señor dirige en la justicia a los humildes, y les enseña su camino”, se lee en la Biblia. Ahí estaremos, junto a Dios, los que tomamos en su día el sendero llano y modesto: el de los poloflashes.
¿A quién le debemos este alimento divino?
Al igual que Douglas Engelbart, inventor del ratón del ordenador, o Alfred Fielding y Marc Chavannes, del plástico de burbujas, José Nortes también creó algo revolucionario aunque su nombre no nos suene. Este empresario de origen murciano fundó a principios de los setenta en Lora del Río (Sevilla) la marca Flaggolosina, “pionera en la fabricación y venta de ‘la golosina helado’”, tal y como explica la historiadora gastronómica Ana Vega Biscayenne en este artículo.
Nortes se dedicaba a comercializar pimentón e infusiones, pero quiso Dios que un bendito día se le ocurriera desarrollar estos polos basándose en un invento estadounidense anterior. Aquello fue un auténtico pelotazo, y muchos chiquillos se aficionaron a chupar los hielos de sabores que José fabricaba en el citado pueblo sevillano. Poco después, Emilio Burgueño Martín creó en Talarrubias, en la Siberia extremeña, Burmar Flax, la otra gran marca de poloflanes de la época. Como Flaggolosina, esta empresa pacense fue un éxito, porque la cantidad de críos bajos de azúcar y muertos de calor sería muy grande en aquellos tiempos, imagino.
El ojo a ojo de ver a otros chavales comiéndolo no les pareció suficiente a estos emprendedores, que decidieron publicitarse en televisión. Algún talludito lo sabrá de sobra, pero conviene recordar que los anuncios que lo petaban entonces hoy nos suenan más irritantes que un niño aprendiendo a tocar la flauta dulce. “Ya verás qué bueno, toma Burmar Flax, que sabe de miedo y es fenomenal. Burmar Flax es esto, pruébalo y verás”, se oía en la canción del spot de 1980 mientras en pantalla aparecía un superhéroe con las cejas de Zapatero recogiendo poloflashes con su nave espacial y trayéndolos a la Tierra. De todo esto deducimos que estos helados lo petaron incluso allende la atmósfera -lo que confiere a la figura de José Nortes una dimensión galáctica- y que el letrista de la melodía se parece a Machado incluso más que yo.
El anuncio de finales de los setenta de Flaggolosina también incluía, cómo no, una cancioncilla con la que te entran ganas de pedir una Black and Decker para taladrarte el tímpano. En su caso los niños aparecían dibujados con unas enormes pupilas negras, por lo que no se descarta que además de azúcar llevara otros aditivos. “Flaggolosina, mi rico helado, del congelador, lo saco congelado”, cantaban. Otro poeta.
¿Cómo se llama en realidad?
Partamos de la base de que este helado tiene más nombres que un aristócrata. Dos de ellos, como ocurre con el papel albal, el típex, el betadine o los clínex, provienen de la lexicalización de la marca, esto es, de referirnos a un objeto con el nombre de la empresa que lo fabrica. Así, hay quien los llama flagolosina o flax por las dos compañías que empezaron a comercializarlo en España.
Tal debate hay con la infinidad de denominaciones que adquiere, que hasta la mismísima Real Academia Española de la Lengua publicó un tuit hace más de dos años en el que pedía a los usuarios que comentaran cómo llamaban a este helado. Entre las respuestas, frigolosina, flash, flas, flá, poloflash, poloflán o flan congelado. Y ya en América Latina llega la magia: boli, esquimalito, chupete, congeladas, marciano, chupi-chupi o vikingo. Mis favoritos están entre el minimalista flá y la fantasía chupi-chupi, obviamente.
Para designar el helado alargado de la imagen existen múltiples denominaciones en función del área, algunas procedentes de nombres comerciales: «flash», «polo "flash"», «polo flan» o «poloflán»... ¿Ustedes cómo lo llaman? pic.twitter.com/0WLUyD3jVY
— RAE (@RAEinforma) May 3, 2020
Debo reconocer que hace unas semanas, cuando el calor empezaba a asomarse, antes incluso de saber que escribiría este artículo, compré en el supermercado una bolsa de poloflashes. Cuando ya estaban congelados, abrí uno esperando reencontrarme conmigo mismo sin necesidad de ir a la India, pero qué va: me supo empalagosísimo, imposible de soportar más de dos bocados. Quizá fuera porque los pillé de marca blanca o porque, como la mayoría, tengo idealizada mi infancia: aquellos veranos en los que mis tardes eran de hielo y limón de mentira.
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